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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Pepita Jiménez (3 page)

BOOK: Pepita Jiménez
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Hace tres días tuvimos el convite, del que hablé a Vd., en casa de Pepita Jiménez. Como esta mujer vive tan retirada, no la conocí hasta el día del convite: me pareció, en efecto, tan bonita como dice la fama, y advertí que tiene con mi padre una afabilidad tan grande que le da alguna esperanza, al menos miradas las cosas someramente, de que al cabo ceda y acepte su mano.

Como es posible que sea mi madrastra, la he mirado con detención y me parece una mujer singular, cuyas condiciones morales no atino a determinar con certidumbre. Hay en ella un sosiego, una paz exterior, que puede provenir de frialdad de espíritu y de corazón, de estar muy sobre sí y de calcularlo todo, sintiendo poco o nada, y pudiera provenir también de otras prendas que hubiera en su alma; de la tranquilidad de su conciencia, de la pureza de sus aspiraciones y del pensamiento de cumplir en esta vida con los deberes que la sociedad impone, fijando la mente, como término, en esperanzas más altas. Ello es lo cierto, que o bien porque en esta mujer todo es cálculo, sin elevarse su mente a superiores esferas, o bien porque enlaza la prosa del vivir y la poesía de sus ensueños en una perfecta armonía, no hay en ella nada que desentone del cuadro general en que está colocada, y sin embargo, posee una distinción natural que la levanta y separa de cuanto la rodea. No afecta vestir traje aldeano, ni se viste tampoco según la moda de las ciudades; mezcla ambos estilos en su vestir, de modo que parece una señora, pero una señora de lugar. Disimula mucho, a lo que yo presumo, el cuidado que tiene de su persona; no se advierten en ella ni cosméticos ni afeites; pero la blancura de sus manos, las uñas tan bien cuidadas y acicaladas, y todo el aseo y pulcritud con que está vestida, denotan que cuida de estas cosas más de lo que se pudiera creerse en una persona que vive en un pueblo y que además dicen que desdeña las vanidades del mundo y sólo piensa en las cosas del cielo.

Tiene la casa limpísima y todo en un orden perfecto. Los muebles no son artísticos ni elegantes; pero tampoco se advierte en ellos nada pretencioso y de mal gusto. Para poetizar su estancia, tanto en el patio como en las salas y galerías, hay multitud de flores y plantas. No tiene, en verdad, ninguna planta rara ni ninguna flor exótica; pero sus plantas y sus flores, de lo más común que hay por aquí, están cuidadas con extraordinario mimo.

Varios canarios en jaulas doradas animan con sus trinos toda la casa. Se conoce que el dueño de ella necesita seres vivos en quien poner algún cariño; y, a más de algunas criadas, que se diría que ha elegido con empeño, pues no puede ser mera casualidad el que sean todas bonitas, tiene, como las viejas solteronas, varios animales que le hacen compañía: un loro, una perrita de lanas muy lavada y dos o tres gatos, tan mansos y sociables, que se le ponen a uno encima.

En un extremo de la sala principal hay algo como oratorio, donde resplandece un niño Jesús de talla, blanco y rubio, con ojos azules y bastante guapo. Su vestido es de raso blanco, con manto azul, lleno de estrellitas de oro, y todo él está cubierto de dijes y de joyas. El altarito en que está el niño Jesús se ve adornado de flores, y alrededor macetas de brusco y laureola, y en el altar mismo, que tiene gradas o escaloncitos, mucha cera ardiendo.

Al ver todo esto, no sé qué pensar; pero más a menudo me inclino a creer que la viuda se ama a sí misma sobre todo, y que para recreo y para efusión de este amor tiene los gatos, los canarios, las flores y al propio niño Jesús, que en el fondo de su alma tal vez no esté muy por encima de los canarios y de los gatos.

No se puede negar que la Pepita Jiménez es discreta: ninguna broma tonta, ninguna pregunta impertinente sobre mi vocación y sobre las órdenes que voy a recibir dentro de poco, han salido de sus labios. Habló conmigo de las cosas del lugar, de la labranza, de la última cosecha de vino y de aceite y del modo de mejorar la elaboración del vino; todo ello con modestia y naturalidad, sin mostrar deseo de pasar por muy entendida.

Mi padre estuvo finísimo; parecía remozado, y sus extremos cuidadosos hacia la dama de sus pensamientos eran recibidos, si no con amor, con gratitud.

Asistieron al convite el médico, el escribano y el señor vicario, grande amigo de la casa y padre espiritual de Pepita.

El señor vicario debe de tener un alto concepto de ella, porque varias veces me habló aparte de su caridad, de las muchas limosnas que hacía, de lo compasiva y buena que era para todo el mundo; en suma, me dijo que era una santa.

Oído el señor vicario y fiándome en su juicio, yo no puedo menos de desear que mi padre se case con la Pepita. Como mi padre no es a propósito para hacer vida penitente, éste sería el único modo de que cambiase su vida, tan agitada y tempestuosa hasta aquí, y de que viniese a parar a un término, si no ejemplar, ordenado y pacífico.

Cuando nos retiramos de casa de Pepita Jiménez y volvimos a la nuestra, mi padre me habló resueltamente de su proyecto: me dijo que él había sido un gran calavera, que había llevado una vida muy mala y que no veía medio de enmendarse, a pesar de sus años, si aquella mujer, que era su salvación, no le quería y se casaba con él. Dando ya por supuesto que iba a quererle y a casarse, mi padre me habló de intereses; me dijo que era muy rico y que me dejaría mejorado, aunque tuviese varios hijos más. Yo le respondí que para los planes y fines de mi vida necesitaba harto poco dinero, y que mi mayor contento sería verle dichoso con mujer e hijos, olvidado de sus antiguos devaneos. Me habló luego mi padre de sus esperanzas amorosas, con un candor y con una vivacidad tales, que se diría que yo era el padre y el viejo, y él un chico de mi edad o más joven. Para ponderarme el mérito de la novia, y la dificultad del triunfo, me refirió las condiciones y excelencias de los quince o veinte novios que Pepita había tenido, y que todos habían llevado calabazas. En cuanto a él, según me explicó, hasta cierto punto las había también llevado; pero se lisonjeaba de que no fuesen definitivas, porque Pepita le distinguía tanto, y le mostraba tan grande afecto, que, si aquello no era amor, pudiera fácilmente convertirse en amor con el largo trato y con la persistente adoración que él le consagraba. Además, la causa del desvío de Pepita tenía para mi padre un no sé qué de fantástico y de sofístico que al cabo debía desvanecerse. Pepita no quería retirarse a un convento ni se inclinaba a la vida penitente: a pesar de su recogimiento y de su devoción religiosa, harto se dejaba ver que se complacía en agradar. El aseo y el esmero de su persona poco tenían de cenobíticos. La culpa de los desvíos de Pepita, decía mi padre, es sin duda su orgullo, orgullo en gran parte fundado: ella es naturalmente elegante, distinguida; es un ser superior por la voluntad y por la inteligencia, por más que con modestia lo disimule; ¿cómo, pues, ha de entregar su corazón a los palurdos que la han pretendido hasta ahora? Ella imagina que su alma está llena de un místico amor de Dios, y que sólo con Dios se satisface, porque no ha salido a su paso todavía un mortal bastante discreto y agradable que le haga olvidar hasta a su niño Jesús. Aunque sea inmodestia, añadía mi padre, yo me lisonjeo aún de ser ese mortal dichoso.

Tales son, querido tío, las preocupaciones y ocupaciones de mi padre en este pueblo, y las cosas tan extrañas para mí y tan ajenas a mis propósitos y pensamientos de que me habla con frecuencia, y sobre las cuales quiere que dé mi voto.

No parece sino que la excesiva indulgencia de usted para conmigo ha hecho cundir aquí mi fama de hombre de consejo: paso por un pozo de ciencia; todos me refieren sus cuitas y me piden que les muestre el camino que deben seguir. Hasta el bueno del señor vicario, aun exponiéndose a revelar algo como secretos de confesión, ha venido ya a consultarme sobre vanos casos de conciencia que se le han presentado en el confesionario. Mucho me ha llamado la atención uno de estos casos que me ha sido referido por el vicario, como todos, con profundo misterio y sin decirme el nombre de la persona interesada.

Cuenta el señor vicario, que una hija suya de confesión tiene grandes escrúpulos, porque se siente llevada con irresistible impulso hacia la vida solitaria y contemplativa, pero teme a veces que este fervor de devoción no venga acompañado de una verdadera humildad, sino que en parte le promueva y excite el mismo demonio del orgullo.

Amar a Dios sobre todas las cosas, buscarle en el centro del alma donde está, purificarse de todas las pasiones y afecciones terrenales, para unirse a él, son ciertamente anhelos piadosos y determinaciones buenas; pero el escrúpulo está en saber, en calcular si nacerán o no de un amor propio exagerado. ¿Nacerán acaso, parece que piensa la penitente, de que yo, aunque indigna y pecadora, presumo que vale más mi alma que las almas de mis semejantes; que la hermosura interior de mi mente y de mi voluntad se turbaría y se empañaría con el afecto de los seres humanos que conozco y que creo que no me merecen? ¿Amo a Dios, no sobre todas las cosas, de un modo infinito, sino sobre lo poco conocido que desdeño, que desestimo, que no puede llenar mi corazón? Si mi devoción tiene este fundamento, hay en ella dos grandes faltas: la primera, que no está cimentada en un puro amor de Dios, lleno de humildad y de caridad, sino en el orgullo; y la segunda, que esa devoción no es firme y valedera, sino que está en el aire, porque ¿quién asegura que no pueda el alma olvidarse del amor a su Creador, cuando no le ama de un modo infinito, sino porque no hay criatura a quien juzgue digna de que el amor en ella se emplee?

Sobre este caso de conciencia, harto alambicado y sutil para que así preocupe a una lugareña, ha venido a consultarme el padre vicario. Yo he querido excusarme de decir nada, fundándome en mi inexperiencia y pocos años; pero el señor vicario se ha obstinado de tal suerte, que no he podido menos de discurrir sobre el caso. He dicho, y mucho me alegraría de que Vd. aprobase mi parecer, que lo que importa a esta hija de confesión atribulada, es mirar con mayor benevolencia a los hombres que la rodean, y en vez de analizar y desentrañar sus faltas con el escalpelo de la crítica, tratar de cubrirlas con el manto de la caridad, haciendo resaltar todas las buenas cualidades de ellos y ponderándolas mucho, a fin de amarlos y estimarlos; que debe esforzarse por ver en cada ser humano un objeto digno de amor, un verdadero prójimo, un igual suyo, un alma en cuyo fondo hay un tesoro de excelentes prendas y virtudes, un ser hecho, en suma, a imagen y semejanza de Dios. Realzado así cuanto nos rodea, amando y estimando a las criaturas por lo que son y por más de lo que son, procurando no tenerse por superior a ellas en nada, antes bien, profundizando con valor en el fondo de nuestra conciencia para descubrir todas nuestras faltas y pecados, y adquiriendo la santa humildad y el menosprecio de uno mismo, el corazón se sentirá lleno de afectos humanos, y no despreciará, sino valuará en mucho el mérito de las cosas y de las personas; de modo que, si sobre este fundamento descuella luego, y se levanta el amor divino con invencible pujanza, no hay ya miedo de que pueda nacer este amor de una exagerada estimación propia, del orgullo o de un desdén injusto del prójimo, sino que nacerá de la pura y santa consideración de la hermosura y de la bondad infinitas.

Si, como sospecho, es Pepita Jiménez la que ha consultado al señor vicario sobre estas dudas y tribulaciones, me parece que mi padre no puede lisonjearse todavía de ser muy querido; pero si el vicario acierta a darla mi consejo, y ella le acepta y pone en práctica, o vendrá a hacerse una María de Ágreda o cosa por el estilo, o lo que es más probable, dejará a un lado misticismos y desvíos, y se conformará y contentará con aceptar la mano y el corazón de mi padre, que en nada es inferior a ella.

4 de Abril.

La monotonía de mi vida en este lugar empieza a fastidiarme bastante, y no porque la vida mía en otras partes haya sido más activa físicamente; antes al contrario, aquí me paseo mucho, a pie y a caballo, voy al campo, y por complacer a mi padre concurro a casinos y reuniones; en fin, vivo como fuera de mi centro y de mi modo de ser; pero mi vida intelectual es nula; no leo un libro ni apenas me dejan un momento para pensar y meditar sosegadamente: y como el encanto de mi vida estribaba en estos pensamientos y meditaciones, me parece monótona la que hago ahora. Gracias a la paciencia, que usted me ha recomendado para todas las ocasiones, puedo sufrirla.

Otra causa de que mi espíritu no esté completamente tranquilo es el anhelo que cada día siento más vivo de tomar el estado a que resueltamente me inclino desde hace años. Me parece que en estos momentos, cuando se halla tan cercana la realización del constante sueño de mi vida, es como una profanación distraer la mente hacia otros objetos. Tanto me atormenta esta idea y tanto cavilo sobre ella, que mi admiración por la belleza de las cosas creadas; por el cielo tan lleno de estrellas en estas serenas noches de primavera, y en esta región de Andalucía; por estos alegres campos, cubiertos ahora de verdes sembrados, y por estas frescas y amenas huertas con tan lindas y sombrías alamedas, con tantos mansos arroyos y acequias, con tanto lugar apartado y esquivo, con tanto pájaro que le da música y con tantas flores y yerbas olorosas; esta admiración y entusiasmo mío, repito, que en otro tiempo me parecían avenirse por completo con el sentimiento religioso que llenaba mi alma, excitándole y sublimándole en vez de debilitarle, hoy casi me parece pecaminosa distracción e imperdonable olvido de lo eterno por lo temporal, de lo increado y suprasensible por lo sensible y creado. Aunque con poco aprovechamiento en la virtud, aunque nunca libre mi espíritu de los fantasmas de la imaginación, aunque no exento en mí el hombre interior de las impresiones exteriores y del fatigoso método discursivo, aunque incapaz de reconcentrarme por un esfuerzo de amor en el centro mismo de la simple inteligencia, en el ápice de la mente, para ver allí la verdad y la bondad, desnudas de imágenes y de formas, aseguro a Vd. que tengo miedo del modo de orar imaginario, propio de un hombre corporal y tan poco aprovechado como yo soy. La misma meditación racional me infunde recelo. No quisiera yo hacer discursos para conocer a Dios, ni traer razones de amor para amarle. Quisiera alzarme de un vuelo a la contemplación esencial e íntima. ¿Quién me diese alas, como de paloma, para volar al seno del que ama mi alma? Pero ¿cuáles son, dónde están mis méritos? ¿Dónde las mortificaciones, la larga oración y el ayuno? ¿Qué he hecho yo, Dios mío, para que tú me favorezcas?

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