Read Pepita Jiménez Online

Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Pepita Jiménez (16 page)

BOOK: Pepita Jiménez
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Si no hubo más que la oficiosidad y destreza de Antoñona y la debilidad con que D. Luis se comprometió a acudir a la cita, ¿para qué forjar embustes y traer a los dos amantes como arrastrados por la fatalidad a que se vean y hablen a solas con gravísimo peligro de la virtud y entereza de ambos? Nada de eso. Si D. Luis se conduce bien o mal en venir a la cita, y si Pepita Jiménez, a quien Antoñona había ya dicho que D. Luis espontáneamente venía a verla, hace mal o bien en alegrarse de aquella visita algo misteriosa y fuera de tiempo, no echemos la culpa al acaso, sino a los mismos personajes que en esta historia figuran y a las pasiones que sienten.

Mucho queremos nosotros a Pepita; pero la verdad es antes que todo, y la hemos de decir, aunque perjudique a nuestra heroína. A las ocho le dijo Antoñona que D. Luis iba a venir; y Pepita, que hablaba de morirse, que tenía los ojos encendidos y los párpados un poquito inflamados de llorar y que estaba bastante despeinada, no pensó desde entonces sino en componerse y arreglarse para recibir a D. Luis. Se lavó la cara con agua tibia para que el estrago del llanto desapareciese hasta el punto preciso de no afear, mas no para que no quedasen huellas de que había llorado; se compuso el pelo de suerte que no denunciaba estudio cuidadoso, sino que mostraba cierto artístico y gentil descuido, sin rayar en desorden, lo cual hubiera sido poco decoroso; se pulió las uñas; y como no era propio recibir de bata a D. Luis, se vistió un traje sencillo de casa. En suma, miró instintivamente a que todos los pormenores de tocador concurriesen a hacerla parecer más bonita y aseada, sin que se trasluciera el menor indicio del arte, del trabajo y del tiempo gastados en aquellos perfiles, sino que todo ello resplandeciera como obra natural y don gratuito; como algo que persistía en ella, a pesar del olvido de sí misma, causado por la vehemencia de los afectos.

Según hemos llegado a averiguar, Pepita empleó más de una hora en estas faenas de tocador, que habían de sentirse sólo por los efectos. Después se dio el postrer retoque y vistazo al espejo con satisfacción mal disimulada. Y por último, a eso de las nueve y media, tomando una palmatoria, bajó a la sala donde estaba el Niño Jesús. Encendió primero las velas del altarito, que estaban apagadas; vio con cierta pena que las flores yacían marchitas; pidió perdón a la devota imagen por haberla tenido desatendida mucho tiempo; y, postrándose de hinojos, y a solas, oró con todo su corazón, y con aquella confianza y franqueza que inspira quien está de huésped en casa desde hace muchos años. A un Jesús Nazareno, con la cruz a cuestas y la corona de espinas; a un Ecce-Homo, ultrajado y azotado, con la caña por irrisorio cetro y la áspera soga por ligadura de las manos, o a un Cristo crucificado, sangriento y moribundo, Pepita no se hubiera atrevido a pedir lo que pidió a Jesús, pequeñuelo todavía, risueño, lindo, sano y con buenos colores. Pepita le pidió que le dejase a D. Luis; que no se le llevase; porque él, tan rico y tan abastado de todo, podía sin gran sacrificio desprenderse de aquel servidor y cedérsele a ella.

Terminados estos preparativos, que nos será lícito clasificar y dividir en
cosméticos
, indumentarios y religiosos, Pepita se instaló en el despacho, aguardando la venida de don Luis con febril impaciencia.

Atinada anduvo Antoñona en no decirle que iba a venir, sino hasta poco antes de la hora. Aun así, gracias a la tardanza del galán, la pobre Pepita estuvo deshaciéndose, llena de ansiedad y de angustia, desde que terminó sus oraciones y súplicas con el niño Jesús hasta que vio dentro del despacho al otro niño.

* * *

La visita empezó del modo más grave y ceremonioso. Los saludos de fórmula se pronunciaron maquinalmente de una parte y de otra; y D. Luis, invitado a ello, tomó asiento en una butaca, sin dejar el sombrero ni el bastón, y a no corta distancia de Pepita. Pepita estaba sentada en el sofá. El velador se veía al lado de ella, con libros y con la palmatoria, cuya luz iluminaba su rostro. Una lámpara ardía además sobre el bufete. Ambas luces, con todo, siendo grande el cuarto, como lo era, dejaban la mayor parte de él en la penumbra. Una gran ventana, que daba a un jardincillo interior, estaba abierta por el calor, y si bien sus hierros eran como la trama de un tejido de rosas-enredaderas y jazmines, todavía por entre la verdura y las flores se abrían camino los claros rayos de la luna, penetraban en la estancia y querían luchar con la luz de la lámpara y de la palmatoria. Penetraban además por la ventana-vergel el lejano y confuso rumor del jaleo de la casa de campo, que estaba al otro extremo, el murmullo monótono de una fuente que había en el jardincillo, y el aroma de los jazmines y de las rosas que tapizaban la ventana, mezclado con el de los don-pedros, albahacas y otras plantas, que adornaban los arriates al pie de ella.

Hubo una larga pausa, un silencio tan difícil de sostener como de romper. Ninguno de los dos interlocutores se atrevía a hablar. Era, en verdad, la situación muy embarazosa. Tanto para ellos el expresarse entonces, como para nosotros el reproducir ahora lo que expresaron, es empresa ardua; pero no hay más remedio que acometerla. Dejemos que ellos mismos se expliquen y copiemos al pie de la letra sus palabras.

* * *

—Al fin se dignó Vd. venir a despedirse de mí antes de su partida —dijo Pepita—. Yo había perdido ya la esperanza.

El papel que hacía D. Luis era de mucho empeño y por otra parte, los hombres, no ya novicios, sino hasta experimentados y curtidos en estos diálogos, suelen incurrir en tonterías al empezar. No se condene, pues, a D. Luis porque empezase contestando tonterías.

—Su queja de Vd. es injusta —dijo—. He estado aquí a despedirme de Vd. con mi padre, y, como no tuvimos el gusto de que Vd. nos recibiese, dejamos tarjetas. Nos dijeron que estaba Vd. algo delicada de salud, y todos los días hemos enviado recado para saber de Vd. Grande ha sido nuestra satisfacción al saber que estaba Vd. aliviada. ¿Y ahora, se encuentra Vd. mejor?

—Casi estoy por decir a Vd. que no me encuentro mejor —replicó Pepita—; pero como veo que viene Vd. de embajador de su padre, y no quiero afligir a un amigo tan excelente, justo será que diga a Vd., y que Vd. repita a su padre, que siento bastante alivio. Singular es que haya venido Vd. solo. Mucho tendrá que hacer D. Pedro cuando no le ha acompañado.

—Mi padre no me ha acompañado, señora, porque no sabe que he venido a ver a Vd. Yo he venido solo, porque mi despedida ha de ser solemne, grave, para siempre quizás; y la suya es de índole harto diversa. Mi padre volverá por aquí dentro de unas semanas; yo es posible que no vuelva nunca, y si vuelvo, volveré muy otro del que soy ahora.

Pepita no pudo contenerse. El porvenir de felicidad con que había soñado se desvanecía como una sombra. Su resolución inquebrantable de vencer a toda costa a aquel hombre, único que había amado en la vida, único que se sentía capaz de amar, era una resolución inútil. D. Luis se iba. La juventud, la gracia, la belleza, el amor de Pepita no valían para nada. Estaba condenada, con veinte años de edad y tanta hermosura, a la viudez perpetua, a la soledad, a amar a quien no la amaba. Todo otro amor era imposible para ella. El carácter de Pepita, en quien los obstáculos recrudecían y avivaban más los anhelos, en quien una determinación, una vez tomada, lo arrollaba todo hasta verse cumplida, se mostró entonces con notable violencia y rompiendo todo freno. Era menester morir o vencer en la demanda. Los respetos sociales, la inveterada costumbre de disimular y de velar los sentimientos, que se adquieren en el gran mundo y que pone dique a los arrebatos de la pasión, y envuelve en gasas y cendales y disuelve en perífrasis y frases ambiguas la más enérgica explosión de los mal reprimidos afectos, nada podían con Pepita, que tenía poco trato de gentes, y que no conocía término medio; que no había sabido sino obedecer a ciegas a su madre y a su primer marido, y mandar después despóticamente a todos los demás seres humanos. Así es que Pepita habló en aquella ocasión y se mostró tal como era. Su alma, con cuanto había en ella de apasionado, tomó forma sensible en sus palabras, y sus palabras no sirvieron para envolver su pensar y su sentir sino para darle cuerpo. No habló como hubiera hablado una dama de nuestros salones, con ciertas pleguerías y atenuaciones en la expresión, sino con la desnudez idílica con que Cloe hablaba a Dafnis y con la humildad y el abandono completo con que se ofreció a Booz la nuera de Noemi.

Pepita dijo:

—¿Persiste Vd., pues, en su propósito? ¿Está usted seguro de su vocación? ¿No teme Vd. ser un mal clérigo? Sr. D. Luis, voy a hacer un esfuerzo; voy a olvidar por un instante que soy una ruda muchacha; voy a prescindir de todo sentimiento, y voy a discurrir con frialdad, como si se tratase del asunto que me fuese más extraño. Aquí hay hechos que se pueden comentar de dos modos. Con ambos comentarios queda Vd. mal. Expondré mi pensamiento. Si la mujer que con sus coqueterías, no por cierto muy desenvueltas, casi sin hablar a Vd. palabra, a los pocos días de verle y tratarle, ha conseguido provocar a Vd., moverle a que la mire con miradas que auguraban amor profano, y hasta ha logrado que le dé Vd. una muestra de cariño, que es una falta, un pecado en cualquiera y más en un sacerdote; si esta mujer, es, como lo es en realidad, una lugareña ordinaria, sin instrucción, sin talento y sin elegancia, ¿qué no se debe temer de Vd. cuando trate y vea y visite en las grandes ciudades a otras mujeres mil veces más peligrosas? Usted se volverá loco cuando vea y trate a las grandes damas que habitan palacios, que huellan mullidas alfombras, que deslumbran con diamantes y perlas, que visten sedas y encajes y no percal y muselina
[3]
, que desnudan la cándida y bien formada garganta y no la cubren con un plebeyo y modesto pañolito, que son más diestras en mirar y herir, que por el mismo boato, séquito y pompa de que se rodean son más deseables por ser en apariencia inasequibles, que disertan de política, de filosofía, de religión y de literatura, que cantan como canarios, y que están como envueltas en nubes de aroma, adoraciones y rendimientos, sobre un pedestal de triunfos y victorias, endiosadas por el prestigio de un nombre ilustre, encumbradas en áureos salones o retiradas en voluptuosos gabinetes, donde entran sólo los felices de la tierra; tituladas acaso, y llamándose únicamente para los íntimos Pepita, Antoñita o Angelita, y para los demás la Excma. Señora Duquesa o la Excma. Señora Marquesa. Si Vd. ha cedido a una zafia aldeana, hallándose en vísperas de la ordenación, con todo el entusiasmo que debe suponerse, y, si ha cedido impulsado por capricho fugaz, ¿no tengo razón en prever que va Vd. a ser un clérigo detestable, impuro, mundanal y funesto, y que cederá a cada paso? En esta suposición, créame usted, Sr. D. Luis y no se me ofenda, ni siquiera vale Vd. para marido de una mujer honrada. Si usted ha estrechado las manos, con el ahínco y la ternura del más frenético amante, si Vd. ha mirado con miradas que prometían un cielo, una eternidad de amor, y si Vd. ha… besado a una mujer que nada le inspiraba sino algo que para mí no tiene nombre, vaya Vd. con Dios, y no se case Vd. con esa mujer. Si ella es buena, no le querrá a Vd. para marido, ni siquiera para amante; pero, por amor de Dios, no sea Vd. clérigo tampoco. La Iglesia ha menester de otros hombres más serios y más capaces de virtud para ministros del Altísimo. Por el contrario, si Vd. ha sentido una gran pasión por esta mujer de que hablamos, aunque ella sea poco digna, ¿por qué abandonarla y engañarla con tanta crueldad? Por indigna que sea, si es que ha inspirado esa gran pasión, ¿no cree Vd. que la compartirá y que será víctima de ella? Pues qué, cuando el amor es grande, elevado y violento, ¿deja nunca de imponerse? ¿No tiraniza y subyuga al objeto amado de un modo irresistible? Por los grados y quilates de su amor debe usted medir el de su amada. ¿Y cómo no temer por ella si Vd. la abandona? ¿Tiene ella la energía varonil, la constancia que infunde la sabiduría que los libros encierran, el aliciente de la gloria, la multitud de grandiosos proyectos, y todo aquello que hay en su cultivado y sublime espíritu de Vd. para distraerle y apartarle, sin desgarradora violencia, de todo otro terrenal afecto? ¿No comprende Vd. que ella morirá de dolor, y que Vd., destinado a hacer incruentos sacrificios, empezará por sacrificar despiadadamente a quien más le ama?

—Señora —contestó D. Luis haciendo un esfuerzo para disimular su emoción y para que no se conociese lo turbado que estaba en lo trémulo y balbuciente de la voz—. Señora, yo también tengo que dominarme mucho para contestar a Vd. con la frialdad de quien opone argumentos a argumentos como en una controversia; pero la acusación de Vd. viene tan razonada (y Vd. perdone que se lo diga), es tan hábilmente sofística, que me fuerza a desvanecerla con razones. No pensaba yo tener que disertar aquí y que aguzar mi corto ingenio; pero Vd. me condena a ello, si no quiero pasar por un monstruo. Voy a contestar a los extremos del cruel dilema que ha forjado Vd. en mi daño. Aunque me he criado al lado de mi tío y en el Seminario, donde no he visto mujeres, no me crea Vd. tan ignorante ni tan pobre de imaginación que no acertase a representármelas en la mente todo lo bellas, todo lo seductoras que pueden ser. Mi imaginación, por el contrario, sobrepujaba a la realidad en todo eso. Excitada por la lectura de los cantores bíblicos y de los poetas profanos, se fingía mujeres más elegantes, más graciosas, más discretas, que las que por lo común se hallan en el mundo real. Yo conocía, pues, el precio del sacrificio que hacía, y hasta lo exageraba, cuando renuncié al amor de esas mujeres, pensando elevarme a la dignidad del sacerdocio. Harto conocía yo lo que puede y debe añadir de encanto a una mujer hermosa el vestirla de ricas telas y joyas esplendentes, y el circundarla de todos los primores de la más refinada cultura y de todas las riquezas que crean la mano y el ingenio infatigable del hombre. Harto conocía yo también lo que acrecientan el natural despejo, lo que pulen, realzan y abrillantan la inteligencia de una mujer el trato de los hombres más notables por la ciencia, la lectura de buenos libros, el aspecto mismo de las florecientes ciudades con los monumentos y grandezas que contienen. Todo esto me lo figuraba yo con tal viveza y lo veía con tal hermosura, que, no lo dude Vd., si yo llego a ver y a tratar a esas mujeres de que Vd. me habla, lejos de caer en la adoración y en la locura que Vd. predice, tal vez sea un desengaño lo que reciba, al ver cuánta distancia media de lo soñado a lo real y de lo vivo a lo pintado.

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