D. Luis, por encima de la mesa, que estaba entre él y el conde, con agilidad asombrosa y con tino y fuerza, tendió el brazo derecho, armado de un junco o bastoncillo flexible y cimbreante, y cruzó la cara de su enemigo, levantándole al punto un verdugón amoratado.
No hubo ni grito, ni denuesto, ni alboroto posterior. Cuando empiezan las manos, suelen callar las lenguas. El conde iba a lanzarse sobre D. Luis para destrozarle si podía; pero la opinión había dado una gran vuelta desde aquella mañana, y entonces estaba en favor de D. Luis. El capitán, el médico y hasta Currito, ya con más ánimo, contuvieron al conde, que pugnaba y forcejeaba ferozmente por desasirse.
—Dejadme libre; dejadme que le mate —decía.
—Yo no trato de evitar un duelo —dijo el capitán—. El duelo es inevitable. Trato sólo de que no luchéis aquí como dos ganapanes. Faltaría a mi decoro si presenciase tal lucha.
—Que vengan armas —dijo el conde—. No quiero retardar el lance ni un minuto… En el acto… aquí.
—¿Queréis reñir al sable? —dijo el capitán.
—Bien está —respondió D. Luis.
—Vengan los sables —dijo el conde.
Todos hablaban en voz baja para que no se oyese nada en la calle. Los mismos criados del casino, que dormían en sillas, en la cocina y en el patio, no llegaron a despertarse.
D. Luis eligió para testigos al capitán y a Currito. El conde, a los dos forasteros. El médico quedó para hacer su oficio, y enarboló la bandera de la Cruz Roja.
Era todavía de noche. Se convino en hacer campo de batalla de aquel salón, cerrando antes la puerta.
El capitán fue a su casa por los sables y los trajo al momento, debajo de la capa que para ocultarlos se puso.
Ya sabemos que D. Luis no había empuñado en su vida un arma. Por fortuna, el conde no era mucho más diestro en la esgrima, aunque nunca había estudiado teología ni pensado en ser clérigo.
Las condiciones del duelo se redujeron a que, una vez el sable en la mano, cada uno de los dos combatientes hiciese lo que Dios le diera a entender.
Se cerró la puerta de la sala.
Las mesas y las sillas se apartaron en un rincón para despejar el terreno. Las luces se colocaron de un modo conveniente. D. Luis y el conde se quitaron levitas y chalecos, quedaron en mangas de camisa y tomaron las armas. Se hicieron a un lado los testigos. A una señal del capitán, empezó el combate.
Entre dos personas que no sabían parar ni defenderse la lucha debía ser brevísima, y lo fue.
La furia del conde, retenida por algunos minutos, estalló y le cegó. Era robusto, tenía unos puños de hierro, y sacudía con el sable una lluvia de tajos sin orden ni concierto. Cuatro veces tocó a D. Luis, por fortuna siempre de plano. Lastimó sus hombros, pero no le hirió. Menester fue de todo el vigor del joven teólogo para no caer derribado a los tremendos golpes y con el dolor de las contusiones. Todavía tocó el conde por quinta vez a D. Luis, y le dio en el brazo izquierdo. Aquí la herida fue de filo, aunque de soslayo. La sangre de D. Luis empezó a correr en abundancia. Lejos de contenerse un poco, el conde arremetió con más ira, para herir de nuevo: casi se metió bajo el sable de D. Luis. Éste, en vez de prepararse a parar, dejó caer el sable con brío y acertó con una cuchillada en la cabeza del conde. La sangre salió con ímpetu y se extendió por la frente y corrió sobre los ojos. Aturdido por el golpe, dio el conde con su cuerpo en el suelo.
Toda la batalla fue negocio de algunos segundos.
D. Luis había estado sereno, como un filósofo estoico, a quien la dura ley de la necesidad obliga a ponerse en semejante conflicto, tan contrario a sus costumbres y modo de pensar; pero, no bien miró a su contrario por tierra, bañado en sangre, y como muerto, D. Luis sintió una angustia grandísima y temió que le diese una congoja. Él, que no se creía capaz de matar un gorrión, acaso acababa de matar a un hombre. Él, que aún estaba resuelto a ser sacerdote, a ser misionero, a ser ministro y nuncio del Evangelio, hacía cinco o seis horas, había cometido o se acusaba de haber cometido en nada de tiempo todos los delitos y de haber infringido todos los mandamientos de la ley de Dios. No había quedado pecado mortal de que no se contaminase. Sus propósitos de santidad heroica y perfecta se habían desvanecido primero. Sus propósitos de una santidad más fácil, cómoda y
burguesa
, se desvanecían después. El diablo desbarataba sus planes. Se le antojaba que ni siquiera podía ya ser un Filemón cristiano, pues no era buen principio para el idilio perpetuo el de rasgar la cabeza al prójimo de un sablazo.
El estado de D. Luis, después de las agitaciones de todo aquel día, era el de un hombre que tiene fiebre cerebral.
Currito y el capitán, cada uno de un lado, le agarraron y llevaron a su casa.
* * *
D. Pedro de Vargas se levantó sobresaltado cuando le dijeron que venía su hijo herido. Acudió a verle, examinó las contusiones y la herida del brazo, y vio que no eran de cuidado, pero puso el grito en el cielo diciendo que iba a tomar venganza de aquella ofensa, y no se tranquilizó hasta que supo el lance, y que D. Luis había sabido tomar venganza por sí, a pesar de su teología.
El médico vino poco después a curar a D. Luis, y pronosticó que en tres o cuatro días estaría don Luis para salir a la calle, como si tal cosa. El conde, en cambio, tenía para meses. Su vida, sin embargo, no corría peligro. Había vuelto de su desmayo, y había pedido que le llevasen a su pueblo, que no dista más que una legua del lugar en que pasaron estos sucesos. Habían buscado un carricoche de alquiler y le habían llevado, yendo en su compañía su criado y los dos forasteros que le sirvieron de testigos.
A los cuatro días del lance, se cumplieron en efecto los pronósticos del doctor, y D. Luis, aunque magullado de los golpes y con la herida abierta aún, estuvo en estado de salir, y prometiendo un restablecimiento completo en plazo muy breve.
El primer deber que D. Luis creyó que necesitaba cumplir, no bien le dieron de alta, fue confesar a su padre sus amores con Pepita y declararle su intención de casarse con ella.
D. Pedro no había ido al campo ni se había empleado sino en cuidar a su hijo durante la enfermedad. Casi siempre estaba a su lado acompañándole y mimándole con singular cariño.
En la mañana del día 27 de Junio, después de irse el médico, D. Pedro quedó solo con su hijo; y entonces la tan difícil confesión para D. Luis tuvo lugar del modo siguiente.
* * *
—Padre mío —dijo D. Luis—, yo no debo seguir engañando a Vd. por más tiempo. Hoy voy a confesar a Vd. mis faltas y a desechar la hipocresía.
—Muchacho, si es confesión lo que vas a hacer, mejor será que llames al padre vicario. Yo tengo muy holgachón el criterio, y te absolveré de todo, sin que mi absolución te valga para nada. Pero si quieres confiarme algún hondo secreto como a tu mejor amigo, empieza, que te escucho.
—Lo que tengo que confiar a Vd. es una gravísima falta mía, y me da vergüenza…
—Pues no tengas vergüenza con tu padre y di sin rebozo.
Aquí D. Luis, poniéndose muy colorado, y con visible turbación, dijo:
—Mi secreto es que estoy enamorado de… Pepita Jiménez, y que ella…
D. Pedro interrumpió a su hijo con una carcajada y continuó la frase:
—Y que ella está enamorada de ti, y que la noche de la velada de San Juan estuviste con ella en dulces coloquios hasta las dos de la mañana, y que por ella buscaste un lance con el conde de Genazahar a quien has roto la cabeza. Pues, hijo, bravo secreto me confías. No hay perro ni gato en el lugar que no esté ya al corriente de todo. Lo único que parecía posible ocultar era la duración del coloquio hasta las dos de la mañana, pero unas gitanas buñoleras te vieron salir de la casa y no pararon hasta contárselo a todo bicho viviente. Pepita, además, no disimula cosa mayor; y hace bien, porque sería el disimulo de Antequera… Desde que estás enfermo viene aquí Pepita dos veces al día, y otras dos o tres veces envía a Antoñona a saber de tu salud, y si no han entrado a verte, es porque yo me he opuesto para que no te alborotes.
La turbación y el apuro de D. Luis subieron de punto cuando oyó contar a su padre toda la historia en lacónico compendio.
—¡Qué sorpresa! —dijo—, ¡qué asombro habrá sido el de Vd.!
—Nada de sorpresa, ni de asombro, muchacho. En el lugar sólo se saben las cosas hace cuatro días, y la verdad sea dicha, ha pasmado tu transformación. ¡Miren el cógelas a tientas y mátalas callando, miren el santurrón y el gatito muerto, exclaman las gentes, con lo que ha venido a descolgarse! El padre vicario, sobre todo, se ha quedado turulato. Todavía está haciéndose cruces, al considerar cuánto trabajaste en la viña del Señor en la noche del 23 al 24, y cuán variados y diversos fueron tus trabajos. Pero a mí no me cogieron las noticias de susto, salvo tu herida. Los viejos sentimos crecer la yerba. No es fácil que los pollos engañen a los recoveros.
—Es verdad: he querido engañar a Vd. ¡He sido un hipócrita!
—No seas tonto: no lo digo por motejarte. Lo digo para darme tono de perspicaz. Pero hablemos con franqueza: mi jactancia es inmotivada. Yo sé punto por punto el progreso de tus amores con Pepita, desde hace más de dos meses; pero lo sé porque tu tío el deán, a quien escribías tus impresiones, me lo ha participado todo. Oye la carta acusadora de tu tío, y oye la contestación que le di, documento importantísimo de que he guardado minuta.
D. Pedro sacó del bolsillo unos papeles y leyó lo que sigue:
Carta del deán
. «Mi querido hermano: Siento en el alma tener que darte una mala noticia; pero confío en Dios que habrá de concederte paciencia y sufrimiento bastantes para que no te enoje y acibare demasiado. Luisito me escribe, hace días, extrañas cartas, donde descubro, al través de su exaltación mística, una inclinación harto terrenal y pecaminosa hacia cierta viudita, guapa, traviesa y coquetísima, que hay en ese lugar. Yo me había engañado hasta aquí, creyendo firme la vocación de Luisito, y me lisonjeaba de dar en él a la Iglesia de Dios un sacerdote sabio, virtuoso y ejemplar; pero las cartas referidas han venido a destruir mis ilusiones. Luisito se muestra en ellas más poeta que verdadero varón piadoso, y la viuda, que ha de ser de la piel de Barrabás, le rendirá con poco que haga. Aunque yo escribo a Luisito amonestándole para que huya de la tentación, doy ya por seguro que caerá en ella. No debiera esto pesarme, porque si ha de faltar y ser galanteador y cortejante, mejor es que su mala condición se descubra con tiempo y no llegue a ser clérigo. No vería yo, por lo tanto, grave inconveniente en que Luisito siguiera ahí, y fuese ensayado y analizado en la piedra de toque y crisol de tales amores, a fin de que la viudita fuese el reactivo por medio del cual se descubriera el oro puro de sus virtudes clericales o la baja liga con que el oro está mezclado; pero tropezamos con el escollo de que la dicha viuda, que habíamos de convertir en fiel contraste, es tu pretendida y no sé si tu enamorada. Pasaría, pues, de castaño oscuro el que resultase tu hijo rival tuyo. Esto sería un escándalo monstruoso, y, para evitarle con tiempo, te escribo hoy, a fin de que, pretextando cualquiera cosa, envíes o traigas a Luisito por aquí, cuanto antes mejor».
Don Luis escuchaba en silencio y con los ojos bajos. Su padre continuó:
—A esta carta del deán contesté lo que sigue:
Contestación
. «Hermano querido y venerable padre espiritual: mil gracias te doy por las noticias que me envías y por tus avisos y consejos. Aunque me precio de listo, confieso mi torpeza en esta ocasión. La vanidad me cegaba. Pepita Jiménez, desde que vino mi hijo, se me mostraba tan afable y cariñosa que yo me las prometía felices. Ha sido menester tu carta para hacerme caer en la cuenta. Ahora comprendo que, al haberse humanizado, al hacerme tantas fiestas y al bailarme el agua delante, no miraba en mí la pícara de Pepita sino al papá del teólogo barbilampiño. No te lo negaré: me mortificó y afligió un poco este desengaño en el primer momento; pero después lo reflexioné todo con la madurez debida, y mi mortificación y mi aflicción se convirtieron en gozo. El chico es excelente. Yo le he tomado mucho más afecto desde que está conmigo. Me separé de él y te le entregué para que le educases, porque mi vida no era muy ejemplar, y en este pueblo, por lo dicho y por otras razones, se hubiera criado como un salvaje. Tú fuiste más allá de mis esperanzas y aun de mis deseos, y por poco no sacas de Luisito un Padre de la Iglesia. Tener un hijo santo hubiera lisonjeado mi vanidad; pero hubiera sentido yo quedarme sin un heredero de mi casa y nombre, que me diese lindos nietos, y que después de mi muerte disfrutase de mis bienes, que son mi gloria, porque los he adquirido con ingenio y trabajo, y no haciendo fullerías y chanchullos. Tal vez la persuasión en que estaba yo de que no había remedio, de que Luis iba a catequizar a los chinos, a los indios y a los negritos de Monicongo, me decidió a casarme para dilatar mi sucesión. Naturalmente puse mis ojos en Pepita Jiménez, que no es de la piel de Barrabás como imaginas, sino una criatura remonísima, más bendita que los cielos y más apasionada que coqueta. Tengo tan buena opinión de Pepita que si volviese ella a tener diez y seis años y una madre imperiosa que la violentara, y yo tuviese ochenta años como D. Gumersindo, esto es, si viera ya la muerte en puertas, tomaría a Pepita por mujer para que me sonriese al morir como si fuera el ángel de mi guarda que había revestido cuerpo humano, y para dejarle mi posición, mi caudal y mi nombre. Pero ni Pepita tiene ya diez y seis años, sino veinte, ni está sometida al culebrón de su madre, ni yo tengo ochenta años, sino cincuenta y cinco. Estoy en la peor edad, porque empiezo a sentirme harto averiado, con un poquito de asma, mucha tos, bastantes dolores reumáticos y otros alifafes, y sin embargo, maldita la gana que tengo de morirme. Creo que ni en veinte años me moriré, y como le llevo veinticinco a Pepita, calcula el desastroso porvenir que le aguardaba con este viejo perdurable. Al cabo de los pocos años de casada conmigo hubiera tenido que aborrecerme, a pesar de lo buena que es. Porque es buena y discreta no ha querido, sin duda, aceptarme por marido, a pesar de la insistencia y de la obstinación con que se lo he propuesto. ¡Cuánto se lo agradezco ahora! La misma puntita de vanidad lastimada por sus desdenes se embota ya al considerar que, si no me ama, ama mi sangre; se prenda del hijo mío. Si no quiere esta fresca y lozana yedra enlazarse al viejo tronco, carcomido ya, trepe por él, me digo, para subir al renuevo tierno y al verde y florido pimpollo. Dios los bendiga a ambos y prospere estos amores. Lejos de llevarte al chico otra vez, le retendré aquí, hasta por fuerza, si es necesario. Me decido a conspirar contra su vocación. Sueño ya con verle casado. Me voy a remozar contemplando a la gentil pareja, unida por el amor. ¿Y cuando me den unos cuantos chiquillos? En vez de ir de misionero y de traerme de Australia o de Madagascar o de la India varios neófitos, con jetas de a palmo, negros como la tizna, o amarillos como el estezado y con ojos de mochuelo, ¿no será mejor que Luisito predique en casa, y me saque en abundancia una serie de catecumenillos rubios, sonrosados, con ojos como los de Pepita, y que parezcan querubines sin alas? Los catecúmenos que me trajese de por allá, sería menester que estuvieran a respetable distancia para que no me inficionasen, y éstos de por acá me olerían a rosas del paraíso, y vendrían a ponerse sobre mis rodillas, y jugarían conmigo, y me besarían, y me llamarían abuelito, y me darían palmaditas en la calva, que ya voy teniendo. ¿Qué quieres? Cuando estaba yo en todo mi vigor, no pensaba en las delicias domésticas; mas ahora, que estoy tan próximo a la vejez, si ya no estoy en ella, como no me he de hacer cenobita, me complazco en esperar que haré el papel de patriarca. Y no entiendas que voy a limitarme a esperar que cuaje el naciente noviazgo, sino que he de trabajar para que cuaje. Siguiendo tu comparación, pues que transformas a Pepita en crisol, y a Luis en metal, yo buscaré o tengo buscado ya un fuelle o soplete utilísimo, que contribuya a avivar el fuego para que el metal se derrita pronto. Este soplete es Antoñona, nodriza de Pepita, muy lagarta, muy sigilosa y muy afecta a su dueño. Antoñona se entiende ya conmigo, y por ella sé que Pepita está muerta de amores. Hemos convenido en que yo siga haciendo la vista gorda y no dándome por entendido de nada. El padre vicario, que es un alma de Dios, siempre en Babia, me sirve tanto o más que Antoñona, sin advertirlo él: porque todo se le vuelve a hablar de Luis con Pepita, y de Pepita con Luis; de suerte que este excelente señor, con medio siglo en cada pata, se ha convertido ¡oh milagro del amor y de la inocencia! en palomito mensajero, con quien los dos amantes se envían sus requiebros y finezas, ignorándolo también ambos. Tan poderosa combinación de medios naturales y artificiales debe dar un resultado infalible. Ya te le diré al darte parte de la boda, para que vengas a hacerla, o envíes a los novios tu bendición y un buen regalo».