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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

Pequeño hombre ¿y ahora qué? (28 page)

BOOK: Pequeño hombre ¿y ahora qué?
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—Sí, comienza a hacer frío.

Pero siguieron sentados en silencio.

—¿Vamos a Wiek o a Lensahn? —preguntó la chica al cabo de un buen rato.

—A mi me da igual.

—A mí también.

Otro prolongado mutismo. El mar penetró en ese silencio, adentrándose en la conversación, tornándose cada vez más ruidoso.

—Entonces, vámonos —dijo ella nuevamente.

Pinneberg, con mucho cuidado y suavidad la rodeó con su brazo. Temblaba igual que ella. El agua se volvió estruendosa.

Inclinó su cabeza sobre la joven; sus ojos eran cuevas oscuras que brillaban.

Los labios de él se posaron sobre su boca, que se separó complacida y dócil, abriéndose.

—¡Oh! —exclamó el joven con un profundo suspiro.

Después su mano se deslizó con delicadeza desde su hombro, descendió más, notó su pecho, rotundo y firme bajo la suave seda. Ella se removió.

—Perdón… —se disculpó él en voz baja.

Pero su mano retornó al pecho.

Y de repente, la muchacha murmuró:

—Sí… Sí… Sí…

Fue como un grito de júbilo. Salió de lo más hondo de su ser. Le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra el cuerpo masculino. El notó cómo ella salía a su encuentro.

Y había dicho sí tres veces.

Ni siquiera sabían el nombre del otro. No se habían visto nunca antes.

El mar estaba allí, y por encima de sus cabezas el cielo —Corderita lo divisaba bien— se volvió cada vez más oscuro y salieron las estrellas, una tras otra.

No, no sabían nada el uno del otro, solo sintieron que eran jóvenes y que era bueno amarse. No pensaron en el crio.

Y ahora venía él…

La ciudad se acerca rugiendo. Había sido maravilloso, continuaba siéndolo, le había tocado la lotería, la chica de las dunas se había convertido en la mejor esposa del mundo. Solo que él no era el mejor marido.

Pinneberg se levanta despacio. Enciende la luz y consulta el reloj. Las siete. Ella estaba al otro lado, a tres calles de distancia. Ahí estaba sucediendo.

Se pone el abrigo y corre al otro lado.

—Pero ¿adónde va? —pregunta el portero.

—Al edificio de la maternidad. Yo… —Pero no necesita dar más explicaciones.

—Todo derecho. El último pabellón.

—Gracias —dice Pinneberg.

Corre entre los edificios. En todas las ventanas hay luz, bajo cada luz hay cuatro, seis, ocho camas. Allí yacen cientos, miles, que mueren despacio y deprisa, que recuperan la salud para morir un poco más tarde; la vida es una historia triste.

En el pasillo de la maternidad alumbra una luz muy sombría. En la habitación de la enfermera jefe no se ve un alma. Se queda allí, indeciso. Se acerca una enfermera.

—¿Qué desea?

Le explica que se llama Pinneberg, que le gustaría saber…

—¿Pinneberg? —dice la enfermera—. Un momento.

Pasa por una puerta acolchada. Justo detrás viene otra puerta también acolchada. La cierra.

Pinneberg se queda de pie, esperando.

Luego, por la puerta acolchada sale presurosa una enfermera distinta, morena, de corta estatura, muy enérgica.

—¿Señor Pinneberg? Todo va bien. No, todavía no ha llegado el momento. Vuelva a llamar a eso de las doce. No, todo va bien…

En ese momento, detrás de la puerta acolchada, resuenan gritos; no, no son gritos, son alaridos, gemidos, una rápida serie de alaridos de tortura desgarradores… No son humanos, ningún rasgo humano se percibe en ellos… Y se aplacan.

Pinneberg se ha quedado blanco como la cal. La enfermera lo mira.

—¿Esa es… —pregunta balbuciendo—, esa es mi mujer?

—No —contesta la enfermera—. No es su mujer, a su mujer todavía no le toca.

—¿Gritará… gritará también así mi mujer…? —pregunta Pinneberg con un temblor en los labios.

La enfermera lo mira de nuevo. A lo mejor, piensa ella, le viene muy bien saberlo, los hombres no son muy amables con sus mujeres hoy en día.

—Sí —contesta—. El primer parto suele ser difícil.

Pinneberg, inmóvil, escucha. Pero el edificio se ha quedado en silencio.

—Entonces, a eso de las doce —confirma la enfermera antes de irse.

—Gracias, enfermera —le contesta mientras sigue escuchando.

Pinneberg hace una visita y deja que lo induzcan al nudismo

A
l final tiene que irse. No se han reproducido los gritos o la doble puerta acolchada los ha frenado. En cualquier caso ya lo sabe: Corderita gritará igual. La verdad es que no cabe esperar otra cosa, se paga por todo, ¿por qué no habría que pagar precisamente por eso?

Pinneberg permanece en la calle, indeciso. Ya han encendido las farolas; al fondo, el teatro Ufa brilla festivo, todo eso está ahí y continuará, con Corderita o sin ella. Con Pinneberg o sin él. No es tan sencillo comprenderlo, es casi imposible.

¿Puede uno regresar a casa invadido por esos pensamientos, a esa vivienda vacía, tan horriblemente vacía, porque todo le recuerda a Corderita…? Ahí están las dos camas, por las noches se daban la mano por encima del pasillo entre ellas, era tan agradable… Hoy eso ha desaparecido. Quizá para siempre. Pero ¿adónde ir?

Beber, no, imposible. Cuesta dinero y además tiene que telefonear más tarde, hacia las once o las doce, sería indigno llamar borracho. Sería indigno emborracharse mientras Corderita sufre. No, no quiere escurrir el bulto, sino pensar en los gritos que suelta Corderita.

Pero ¿adónde ir? ¿Cuatro horas andando por la calle? Es incapaz. Pasa junto al cine sobre el que se encuentra su vivienda y junto al arranque de Spenerstrasse, donde habita su madre. No, todo eso está descartado.

Reanuda lentamente su andadura. Ese es el Juzgado de lo Penal y aquellas son las celdas. A lo mejor detrás de las oscuras ventanas enrejadas hay personas afligidas, habría que saber esas cosas, a lo mejor la vida sería más fácil si se supiera todo eso, mas no se sabe nada. Cavila sin cesar y se siente muy solo. En una noche como esa no sabe adónde ir.

De pronto cae en la cuenta. Mira el reloj, no puede ir andando o las casas estarán cerradas cuando llegue.

Viaja un trecho en tranvía, después hace transbordo y recorre otro tramo en un nuevo tranvía. Ahora se alegra de su visita; a cada kilómetro que se aleja del hospital, Corderita desaparece con el bebé que va a dar a luz, se va difuminando como una sombra, deja de ser del todo real.

No, no es un héroe, en ningún sentido, ni del ataque ni del autotormento, sino un hombre joven corriente y moliente. Y cumple con su deber, le parece indigno emborracharse. Pero nada le impide hacerle una visita a un amigo e incluso alegrarse por la visita, eso no es indigno.

Tiene suerte.

—Sí, el señor Heilbutt está en casa.

Heilbutt está cenando y dejaría de ser Heilbutt si esa visita tan tardía lo asombrara.

—¿Pinneberg? Me alegro de verte. ¿Has cenado ya? No, claro que no. Todavía no son las ocho. Vamos, cena conmigo.

No le pregunta nada. Pinneberg se enfada por eso, pero no, Heilbutt no pregunta.

—Ha sido una idea estupenda venir. Mira, mira tranquilamente, es un cuchitril más, horrible en el fondo, pero a mí me da igual. Ni me va ni me viene.

Hace una pausa.

—¿Estás mirando los desnudos? Sí, tengo una colección magnífica. Y son un asunto muy especial. Primero mis patrañas se muestran horrorizadas cuando me mudo y coloco las fotos en la pared. Algunas quieren que me marche en el acto.

Nueva pausa. Mira a su alrededor.

—Sí, al principio hay bronca —continúa Heilbutt—. Porque la mayoría de estas patrañas son cursis hasta decir basta. Pero después las convenzo. Hay que considerar que la desnudez en sí misma es lo único moral. Y con esto las convenzo —otra pausa—. Mi patrona actual, por ejemplo, ya la has visto, la gorda Witt, se puso hecha un basilisco. «Métalas en la cómoda», me dijo, «excítese con ellas cuanto le plazca, pero no delante de mis ojos… ».

Heilbutt mira muy serio a Pinneberg.

—Después la convencí. Debes tener en cuenta, Pinneberg, que soy un genuino naturista, y le digo a Witt: «Bien, consulte el asunto con la almohada, a ver si mañana temprano aún desea que retire las fotos. En fin, el café a las siete, por favor». Total, que a las siete de la mañana llama a la puerta y digo: «Adelante», y entra ella con la bandeja del café en la mano y me encuentra completamente desnudo haciendo mis ejercicios matinales. «Señora Witt, míreme, míreme con atención», le digo. «¿Le excita esto? ¿La altera? La desnudez natural no provoca vergüenza, usted tampoco se avergüenza». Y entonces la convencí. Ya no se opone a las fotos, le parecen bien.

Heilbutt se sume en sus cavilaciones.

—La gente debería saberlo, Pinneberg, no se les explica como es debido. Tú también deberías hacerlo, Pinneberg, y tu mujer, igual. Os sentaría bien.

—Mi mujer… —empieza a decir Pinneberg.

Pero a Heilbutt ya no hay quien lo pare; al misterioso, al mesurado, al distinguido Heilbutt también le dan sus venadas, como a todo el mundo.

—Fíjate en los desnudos —prosigue Heilbutt—. Es una colección sin igual en todo Berlín. Hay empresas que venden fotos de desnudos por correspondencia —tuerce el gesto—, por docenas, eso no es nada, modelos feos con cuerpos feos, nada en absoluto. Las que ves aquí son tomas privadas. Entre ellas hay damas —la voz de Heilbutt se torna solemne— de la alta sociedad: mujeres que profesan nuestra doctrina. —Y levantando la voz—: Nosotros somos personas libres, Pinneberg.

—Sí, ya me lo imagino —contesta con timidez el aludido.

—¿Crees —susurra Heilbutt inclinándose mucho hacia él—, crees que podría soportar esas eternas ventas, esos compañeros ridículos, esos cerdos de jefes —esboza un gesto en dirección a la ventana— y toda la porquería de Alemania, si no tuviera esto…? Me desesperaría, pero sé que todo cambiará algún día. Eso ayuda, Pinneberg. Eso ayuda. Tú también deberías probarlo, Pinneberg, tú y tu mujer. —Y en lugar de esperar su respuesta, se levanta y asomándose a la puerta proclama—: Ya puede recoger la mesa, señora Witt.

—Libros —dice Heilbutt retomando la conversación—, y deporte y teatro y chicas y política, y todo lo que hacen los compañeros no son más que drogas, todo eso no es nada. En realidad…

—Pero… —comienza a decir Pinneberg y se calla, porque en ese momento entra la patrona con la bandeja.

—Mire, señora Witt —dice Heilbutt—. Este es mi amigo Pinneberg. Esta noche me lo llevaré a nuestra velada cultural.

La señora Witt es una mujer bajita, regordeta, entrada en años.

—Hágalo, señor Heilbutt —contesta ella—. Seguro que el joven caballero se divertirá. No debe tener miedo —tranquiliza a Pinneberg—. Ni tampoco desnudarse si no le apetece. Yo no lo hice cuando el señor Heilbutt me llevó…

—Yo… —empieza a decir Pinneberg.

—Es raro que todos anden por ahí desnudos —cuenta la señora Witt— y conversen contigo en pelotas, caballeros de edad con barba y gafas, mientras tú llevas la ropa puesta. Te avergüenzas muchísimo.

—Ya lo ve —asiente Heilbutt—. Sin embargo, nosotros no nos avergonzamos.

—Bueno —dice la añosa y oronda señora Witt—3 Para los hombres jóvenes debe de ser estupendo. En lo tocante a las chicas, no acabo de entenderlas, pero los hombres jóvenes seguro que encuentran buena compañía. Y no les darán gato por liebre…

—Esa es su opinión, señora Witt —dice Heilbutt brevemente, saltaba a la vista que enfadado—. Y ahora, si quisiera usted recoger…

—A usted no le parece bien que yo hable así, señor Heilbutt —precisa mientras recoge los platos de la cena—, pero lo que es verdad, es verdad. Algunos se iban juntos a las cabinas con absoluta desenvoltura.

—Usted no lo comprende, señora Witt —manifiesta Heilbutt—. Buenas noches, señora Witt.

—Buenas noches, señores —se despide, retirándose con su bandeja, pero se detiene en el umbral—. Desde luego que no lo comprendo, pero sale más barato que ir al café.

Y tras estas palabras, desaparece y Heilbutt contempla furioso la puerta marrón, lacada.

—No hay que tomárselo a mal a esa mujer —opina, aunque a él le parece fatal—. No entiende nada. Por supuesto, Pinneberg —añade—, por supuesto que surgen relaciones, pero estas se dan en todas partes donde coinciden personas jóvenes, eso no tiene nada que ver con nuestro movimiento —se interrumpe—. Bueno, tú mismo lo comprobarás. Tienes tiempo, ¿verdad? ¿Me acompañas?

—No sé qué hacer —contesta Pinneberg turbado—. Tengo que telefonear. Mi mujer está en el hospital.

—¡Oh! —exclama Pinneberg apesadumbrado. Y luego comprende—. ¿Ha llegado el momento?

—Sí —contesta Pinneberg—, la he llevado esta tarde. Seguramente dará a luz esta noche. Y Heilbutt… —Le gustaría seguir hablando de sus penas, de sus preocupaciones, pero no tiene ocasión.

—También puedes telefonear desde la casa de baños —aduce Heilbutt—. No creerás que tu mujer se opondría, ¿verdad?

—No, qué va, no lo creo. Solo que me resulta un poco extraño; ella allí, en la maternidad, sala de obstetricia llaman a la estancia donde dan a luz, y no parece ser nada fácil, he oído gritar a una… Espantoso.

—Hombre, es que debe de doler —dice Heilbutt con toda la tranquilidad de ánimo del ajeno al asunto—, pero la verdad es que siempre va todo como una seda. También vosotros os alegraréis cuando haya transcurrido. Además, como ya he dicho, no es obligatorio desnudarse.

Lo que piensa Pinneberg del nudismo y lo que opina la señora Nothnagel

P
ara un hombre inexperto como Pinneberg, la invitación de Heilbutt entraña ciertos peligros. El, sin duda, no era demasiado tímido en cuestiones sexuales, oh, no, al contrario. Se crio en Berlín, y tampoco hace tanto que la señora Pinneberg le recordó ciertos juegos con niñas del colegio en el cajón de arena, que entonces provocaron un gran escándalo. Y cuando uno se hace adulto en la confección, que no solo está bien surtida de prendas de ropa, sino también de chistes y maniquíes sin prejuicios, no conserva demasiadas ideas románticas. Las chicas son chicas y los hombres, hombres, pero por diferentes que sean, ambos convienen en que les gusta hacerlo. Y cuando fingen que no les gusta es porque albergan ciertas razones que no guardan relación alguna con el asunto en sí, porque quieren casarse, porque al jefe no le gustan esas cosas o porque llevan en la cabeza ideas ridículas.

No, el peligro no viene de ahí, sino de la excesiva información y de la carencia de ilusión. Por mucho que Heilbutt afirme que nadie va con segundas intenciones, Pinneberg sabe de sobra que se equivoca. Le basta con imaginar a chicas jóvenes y a mujeres deambulando por ahí, bañándose y nadando… para saber lo que sucede.

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