Sollozos.
—Tiene que contestarnos —la exhorta el señor Jänecke con tono benevolente—. ¿Cómo puede formarse una opinión el señor Spannfuss si usted se muestra tan obstinada y ni siquiera reconoce la verdad? —Pausa—. Y al señor Lehmann tampoco le gusta nada su actitud —añade.
La señorita Fischer solloza.
—¿No es verdad entonces, señorita Fischer —insiste, paciente, el señor Jänecke—, que mantiene relaciones con el señor Matzdorf?
Sollozos. Silencio.
—¿Lo ve? ¿Lo ve? —exclama un acalorado señor Jänecke—. Eso está bien. Nosotros lo sabemos todo, pero usted ganaría una enormidad si fuese franca y reconociera sus faltas. —Y tras una breve pausa, el señor Jänecke prosigue—: En fin, señorita Fischer, díganos entonces qué se figuraba usted…
La señorita Fischer solloza.
—Porque tenía usted que figurarse algo. Oiga, si no me equivoco, usted está empleada aquí para vender medias. ¿Creía que la habían contratado para relacionarse con los demás empleados?
No hay respuesta.
—¿Y las consecuencias? —pregunta de pronto el señor Lehmann, con voz apremiante y chillona—. ¿Acaso no pensó en las consecuencias? ¡Solo tiene diecisiete años, señorita Fischer!
Obstinado silencio. Pinneberg da un paso hacia la puerta. La señorita Semmler mira a Pinneberg, biliosa, enfurecida y, sin embargo, triunfal.
Pinneberg dice iracundo:
—La puerta…
Entonces, dentro, estalla la voz femenina, gritando entre sollozos:
—Pero es que no me relaciono así con el señor Matzdorf. Soy amiga suya… pero no mantengo relaciones… —Sus palabras quedan ahogadas por el llanto.
—Miente —oye decir Pinneberg al señor Spannfuss—. Miente, señorita, la carta dice que salía usted de un hotel. ¿O prefiere que pidamos informes al hotel?
—El señor Matzdorf lo ha confesado todo —ruge el señor Lehmann.
—¡Cierre la puerta! —repite Pinneberg.
—Deje ya de darse pisto —replica, furiosa, la señorita Semmler.
Dentro, la joven exclama:
—Jamás me he visto con él en esta casa!
—¡Vamos, vamos! —dice el señor Spannfuss.
—¡No, seguro que no… seguro que no! El señor Matzdorf trabaja en la cuarta planta y yo en la planta baja. Es imposible que podamos vernos.
—¿Y a la hora de comer? En la cantina…
—Tampoco —se apresura a contestar la señorita Fischer—. Tampoco. Sin duda alguna. El señor Matzdorf come a una hora muy distinta a la mía.
—¡Vaya! —exclama el señor Jänecke—. En cualquier caso parece que está muy bien informada y seguro que sentiría mucho que no le cuadre mejor.
—¡Lo que yo haga fuera de esta casa es asunto mío! —exclama la joven, que ha dejado de llorar.
—En eso se equivoca —replica el señor Spannfuss, muy serio—. Es un error suyo, señorita. Los grandes almacenes Mandel la alimentan, la visten, posibilitan su sustento. Cabría esperar que usted, en todas sus acciones, pensase primero en los grandes almacenes Mandel.
Larga pausa.
—Se ven ustedes en un hotel —añade—. Allí podría verlos cualquier cliente. A este le resultaría penoso, a usted también y para la empresa supondría un perjuicio. Usted, permítame hablarle con absoluta franqueza, podría quedar en estado y, según la legislación actual, tendríamos que seguir empleándola, otro perjuicio. Al vendedor le cargarían la pensión alimenticia, su sueldo no alcanzaría, tendría continuos problemas, vendería mal… un nuevo perjuicio. Ha actuado usted hasta tal punto —dice el señor Spannfuss con énfasis— contra los intereses de la firma Mandel que…
Nueva y larga pausa. La señorita Fischer permanece silenciosa. Después el señor Lehmann dice presuroso:
—Dado que ha atentado contra los intereses de la empresa, el párrafo siete del contrato de empleo nos autoriza a despedirla sin preaviso y hacemos uso de ese derecho. Queda usted despedida, señorita Fischer.
Silencio. No se oye ni una mosca.
—Pase aquí al lado, a la Oficina de Personal para que le entreguen sus papeles y el finiquito.
—Un momento —dice el señor Jänecke. Y muy deprisa—: Para que no piense que somos injustos con usted, el señor Matzdorf, como es natural, también será despedido fulminantemente.
La señorita Semmler está junto a su mesa. Del despacho del señor Lehmann sale una chica joven, con los ojos enrojecidos y la cara muy pálida, que pasa junto a Pinneberg.
—Tienen que entregarme mis papeles —le dice a la señorita Semmler.
—Entre usted —indica la señorita Semmler a Pinneberg.
Pinneberg obedece. Su corazón late con fuerza. Y ahora yo, piensa. Y ahora yo.
Pero todavía no le toca el turno, los caballeros agrupados en torno al escritorio se comportan como si él no existiera.
—¿Es necesario cubrir el puesto? —inquiere el señor Lehmann.
—No podemos ahorrárnoslo del todo —responde el señor Spannfuss—. Pero ahora, en esta época tan floja, ya lo harán los demás. Cuando la cosa se anime, contrataremos a alguien para echar una mano. Hay gente a montones.
—Muy bien —dice el señor Lehmann.
Los tres levantan la vista y miran a Pinneberg. Este avanza tres pasos.
—Preste atención, Pinneberg —dice Spannfuss con un tono completamente distinto: ya no se muestra preocupado, serio, paternal, sino grosero—. Hoy ha vuelto a llegar usted media hora tarde. No acabo de comprender qué se figura usted. Seguramente quiere darnos a entender que le da igual la firma Mandel, que le importa un rábano. ¡Pues por nosotros que no sea, joven…!
Esboza un movimiento ampuloso en dirección a la puerta.
En realidad. Pinneberg pensaba que todo daba igual, que le iban a echar. Pero de repente renace la esperanza y dice en voz muy baja y abatida:
—Le pido disculpas, señor Spannfuss, mi hijo se ha puesto enfermo esta noche y he tenido que salir corriendo a buscar una enfermera…
Mira a los tres con aire desvalido.
—Así que su hijo —replica el señor Spannfuss—. Esta vez se ha puesto enfermo su hijo. Hace cuatro semanas, ¿o fueron diez?, faltó usted una eternidad por causa de su mujer. Dentro de dos semanas seguramente fallecerá su abuela y un mes más tarde su tía se romperá una pierna…
Se detiene. Después añade con renovada energía:
—Sobrevalora usted el interés que la firma siente por su vida privada. Su vida privada carece de interés para Mandel. Haga el favor de resolver sus historias fuera del horario comercial. —Otra pausa antes de proseguir—: ¡Es la empresa la que posibilita su vida privada, caballero! Primero es la empresa, segundo la empresa, y tercero la empresa, y luego puede hacer usted lo que se le antoje. ¡Vive gracias a nosotros, caballero, nosotros le hemos librado de la preocupación por el sustento, ¿lo entiende? Y a fin de mes usted se presenta puntualmente aquí abajo a cobrar.
Leve sonrisa que los otros mandamases secundan. Pinneberg sabe que también él debería sonreír ahora, pero ni con su mejor voluntad lo consigue.
El señor Spannfuss concluye:
—Así que recuerde que a la próxima falta de puntualidad lo echaremos a la calle sin previo aviso. Entonces podrá comprobar lo bien que sienta ir a sellar la cartilla del paro. Hay tantos… Nos entendemos, ¿verdad, señor Pinneberg? Este lo observa en silencio.
El señor Spannfuss sonríe.
—Su mirada es de lo más expresiva, señor Pinneberg. Pero me gustaría escuchar su confirmación verbal. ¿Nos entendemos?
—Sí —contesta Pinneberg en voz baja.
—Bien, puede irse.
Pinneberg se marcha.
C
orderita está en su pequeño castillo, zurciendo calcetines. El bebé duerme en su cuna. Se siente muy triste, en los últimos tiempos ve a su chico mal, trastornado, deprimido, colérico, indiferente… Hace poco quiso homenajearlo y le dio un huevo con patatas fritas. Cuando lo puso en la mesa, comenzó a gritar como una fiera que si eran millonarios. Que él no paraba de preocuparse, ¿y ella…?
Después se pasa días y días callado y triste, le habla con mucha suavidad, pidiendo perdón con toda su alma. No tendría que pedirle perdón, no hace falta. Ellos dos son uno, nada puede interponerse, una palabra apresurada puede lastimar, pero no destruir.
Solo que antes todo era diferente. Eran jóvenes, estaban enamorados, una banda radiante, una brillante veta de plata lo recorría todo, incluso la roca más oscura. Hoy todo está triturado, reducido a montañas de escombros oscuros, entre los que se percibe algún grumo reluciente. Y más escombros. Y otra brizna de resplandor. Todavía son jóvenes, todavía se quieren, ay, quizá se quieren incluso más que antes, se han acostumbrado el uno al otro… pero se avecina tormenta. ¿Puede reír la gente como nosotros? ¿Cómo se puede reír, reír de verdad, en un mundo semejante con saneados dirigentes de la vida económica que han cometido mil errores y gentes anónimas, humilladas, pisoteadas, que siempre se esfuerzan cuanto pueden?
La verdad es que debería haber un poco más de justicia, se dice Corderita.
Y justo cuando lo está pensando, estalla un griterío en el exterior: es Puttbreese discutiendo con una mujer.
A Corderita la voz femenina clara y aguda le resulta conocida, de manera que escucha con atención, ah, no, pues no la conoce, esos de ahí abajo parece que negocian por un armario.
En ese preciso instante la llama Puttbreese.
—¡Joven! —grita—. ¡Señora Pinneberg! —vocifera.
Corderita se levanta, sale a la escalera y mira hacia abajo. Vaya, pues resulta que sí era la voz. Allí abajo, con el maestro Puttbreese, está su suegra, la señora Pinneberg sénior, y no parecen que hagan buenas migas.
—La vieja desea verla —dice el maestro, señalándola con su enorme pulgar antes de largarse echando chispas.
Tan cabreado que cierra la puerta exterior y las dos se quedan en penumbra. Los ojos, sin embargo, se acostumbran y Corderita vuelve a ver abajo el traje de chaqueta marrón con el elegante sombrero, la cara muy blanca, mofletuda.
—Buenos días, mamá. ¿Has venido a vernos? El chico no está.
—¿Pretendes hablar conmigo desde ahí arriba? ¿Por qué no me dices cómo se sube a vuestra casa?
—Por la escalera, mamá —responde Corderita—. La tienes delante.
—¿Es la única posibilidad?
—La única, mamá.
—Maravilloso. De paso me encantaría saber por qué os marchasteis de mi casa. Bueno, ahora hablaremos de ese asunto.
Sube la escalera sin dificultad, la señora Pinneberg sénior no es así en absoluto. Está encima del techo del cine, observa las vigas polvorientas, la oscuridad.
—¿Vivís aquí?
—No, mamá, ahí, detrás de la puerta. ¿Puedo enseñártelo?
Abre la puerta, la señora Pinneberg entra y escudriña a su alrededor.
—Hmmm, al fin y al cabo cada uno sabe mejor que nadie adónde pertenece. Yo prefiero Spenerstrasse.
—Claro, mamá —dice Corderita. Si su chico no hace horas extra, llegará dentro de un cuarto de hora. La joven lo echa mucho de menos—. ¿Quieres quitarte la chaqueta?
—No, gracias. Solo me quedaré dos minutos. No hay motivo para visitas. ¡Después de cómo me tratasteis!
—Nos dio mucha pena… —comienza a decir Corderita, titubeante.
—¡Pues a mí no! ¡A mí no! —declara la señora Pinneberg—. No diré ni una palabra más al respecto. Pero fuisteis muy desconsiderados al dejarme en la estacada, de repente, sin ninguna ayuda en casa. Además, ¿habéis tenido un bebé?
—Sí, hace medio año. Se llama Horst.
—Horst. Como es natural, no pudisteis tener un poco de cuidado, ¿eh?
Corderita mira con firmeza a su suegra. Ahora miente, pero esta vez la entereza de su mirada no trasluce temor.
—Pues sí, pudimos, pero no quisimos.
—Ya. En fin, vosotros sabréis mejor que nadie si os lo permiten las circunstancias. En cualquier caso, me parece una inconsciencia traer un niño al mundo sin ningún futuro. Pero, por favor, si os divierte, por mí como si tenéis una docena. —Se aproxima a la cuna y contempla al bebé con expresión furiosa.
Corderita se ha dado cuenta hace mucho de que ese día no hay nada que hacer. En otras ocasiones su suegra se había portado medianamente bien, al menos con ella, pero hoy… Sencillamente busca pelea. A lo mejor es preferible que su chico tarde en venir.
La señora Pinneberg ha terminado de inspeccionar al bebé.
—¿Qué es? ¿Niño o niña?
—Niño —contesta Corderita—. Horst.
—¡Claro! —exclama la señora Mia Pinneberg—. Lo pensé al momento Parece tan poco inteligente como su padre. Pero, bueno, si a ti te divierte…
Corderita calla.
—Mi querida niña —la señora Pinneberg se desabrocha la chaqueta y toma asiento—, no tiene sentido ponerse de morros conmigo. Te digo lo que pienso. Caramba, ahí está el bonito tocador. Parece que sigue siendo vuestro único mueble. A veces creo que debería ser más amable con el chico, mentalmente no es normal. Un tocador… —murmura mirando ese pobre objeto, es un milagro que no le salgan ampollas de tanta mirada.
Corderita calla.
—¿Cuándo viene Jachmann? —pregunta de improviso la señora Pinneberg, con tal dureza que Corderita da un respingo.
La señora Pinneberg está satisfecha.
—¿Ves? Yo me entero de todo, también he descubierto vuestro escondite, lo sé todo. ¿Cuándo viene Jachmann?
—El señor Jachmann estuvo aquí una o dos noches hace muchas semanas —le informa Corderita—. Desde entonces no ha vuelto.
—¡Ya! —dice sarcástica la señora Pinneberg—. ¿Y dónde está ahora?
—No lo sé —responde Corderita.
—Ya, no lo sabes. —La señora Pinneberg se controla poco a poco, pero se va acalorando. Se quita la chaqueta—. ¿Cuánto os paga para que mantengáis la boca cerrada?
—No pienso contestar a eso —replica Corderita.
—Voy a mandarte a la policía, querida —amenaza la señora Pinneberg—. Ya contestarás entonces. Pero al menos ese fullero, ese estafador os habrá contado que está en busca y captura, ¿o te ha dicho que vive aquí por amor a ti?
Corderita Pinneberg, junto a la ventana, clava la vista en el exterior. No, es mejor que su chico regrese pronto, ella no es capaz de echar a su madre. Él sí.
—Ya veréis cómo también os engaña a vosotros. Engaña a todo el mundo. Lo que me ha hecho a mí…
La voz de la señora Pinneberg suena distinta.
—No he visto al señor Jachmann desde hace más de dos meses —informa Corderita.