—Muy bien —responde el estudiante—. Más o menos es el precio que pensaba pagar, pero me gustaría una gabardina. ¿Podría enseñármela?
Pinneberg saca despacio y vacilante un abrigo de color marengo precioso.
—No creo que ninguna otra prenda le siente tan bien. En realidad, las gabardinas azules están completamente pasadas de moda. La gente ya no les presta atención.
—Bueno, querría hacerme de una vez el favor de… —pide el estudiante muy enérgico. Y más despacio—: ¿O es que no quiere vendérmela?
—Sí, sí. Sus deseos son órdenes para mí. —Y sonríe igual que el estudiante ha sonreído al hacer su pregunta—. Solo que… —medita febrilmente. No, mentir no, aunque puede intentarlo—: Solo que no puedo venderle una gabardina azul —pausa—. Ya no vendemos gabardinas.
—¿Y por qué no me lo ha dicho enseguida? —replica el estudiante entre sorprendido y enojado.
—Porque quería convencerlo de lo bien que le sienta este abrigo. En usted llama verdaderamente la atención. Fíjese —dice Pinneberg a media voz, sonriente, como pidiendo perdón—, solo quería mostrarle que es mejor que una gabardina azul, que fue una simple moda… Este abrigo, sin embargo…
Pinneberg lo mira amoroso, acaricia la manga, vuelve a colgarlo en la percha y se dispone a dejarlo de nuevo en el perchero.
—¡Espere! —dice el estudiante—. ¿Puedo volver a…? La verdad es que no tiene mala pinta…
—No, no tiene mala pinta —repite Pinneberg mientras ayuda al hombre a probarse la prenda otra vez—. Este abrigo es francamente distinguido. ¿Desea el señor que le enseñe otros? ¿Una gabardina de color claro, tal vez?
Ha notado que el ratón casi ha caído en la trampa, ya está oliendo el queso, ahora puede arriesgarse.
—De modo que sí tienen gabardinas claras, ¿eh? —replica el estudiante enfadado.
—Claro que tenemos, faltaría más… —dice Pinneberg dirigiéndose a otro perchero.
En ese perchero cuelga una gabardina de un tono amarillo verdoso, rebajada ya dos veces, sus hermanos del mismo fabricante e idéntico color y hechura encontraron hace ya mucho tiempo compradores. Por lo visto el destino de esta prenda es no salir de Mandel… Con esa prenda todo el mundo tiene un aspecto en cierto modo extraño, deforme, mal vestido o a medias…
—Tenemos esto… —dice Pinneberg echándose el abrigo al brazo—. Aquí tiene, una gabardina de color claro. Treinta y cinco marcos.
El estudiante mete los brazos.
—¿Treinta y cinco? —pregunta asombrado.
—Sí —contesta Pinneberg despectivo—. Este tipo de gabardinas no son muy caras.
El estudiante se examina en el espejo. Y una vez más queda acreditado el efecto mágico de esa prenda. El hombre joven y atractivo apenas un momento antes parece un espantapájaros.
—¡Quíteme ahora mismo este chisme! —exclama el estudiante—, es espantoso.
—Es una gabardina —precisa Pinneberg serio.
Y acto seguido Pinneberg rellena el vale de caja por valor de sesenta y nueve cincuenta.
—Muchísimas gracias.
—No, las gracias se las doy yo. —El estudiante ríe, seguramente al recordar la gabardina amarilla.
Lo he conseguido, piensa Pinneberg. Lanza un rápido vistazo al departamento. Los demás están vendiendo. Solo Kessler y él están libres. Así que ahora le toca a Kessler. Pinneberg no se adelantará. Pero mientras está mirando a Kessler, sucede algo extraordinario: Kessler retrocede paso a paso hacia el fondo del almacén. Parece casi como si intentara esconderse. Y cuando Pinneberg mira hacia la entrada, ve la causa de tan cobarde huida: entra primero una dama y luego otra, ambas en la treintena, una tercera bastante más mayor, madre o suegra, y por fin un caballero de bigote, ojos azul pálido, cabeza de huevo. Cobarde carroñero, piensa Pinneberg furioso. Ese huye de algo así, claro. ¡Espera y verás!
Y con una profunda reverencia, inquiere:
—¿En qué puedo servir a los señores? —mientras descansa la vista con toda regularidad un instante en cada uno de los cuatro rostros, para que ninguno se quede corto.
—Mi marido querría un traje de fiesta —responde una de las damas, irritada—. Pero, por favor, Franz, transmite tus deseos al dependiente.
—Querría… —comienza el hombre.
—Aunque ustedes no parecen tener nada realmente elegante —dice la segunda dama treintañera.
—Ya os dije que no viniéramos a Mandel —tercia la de más edad—. Para algo así hay que ir a Obermayer.
—… un traje de fiesta —termina de decir el caballero de ojos redondos azul pálido.
—¿Un esmoquin? —pregunta Pinneberg, cauteloso, intentando repartir, por así decirlo, la pregunta equitativamente entre las tres señoras sin descuidar tampoco al caballero, porque incluso semejante gusano puede tumbar una venta.
—¡Esmoquin! —replican las señoras, enfadadas.
Y la rubia pajiza:
—Mi marido ya tiene esmoquin, faltaría más. Querríamos un traje de fiesta.
—Con chaqueta oscura —precisa el hombre.
—Con los pantalones a rayas —añade la morena, la que parece ser la cuñada, pero la cuñada de la esposa, de manera que como hermana del marido tiene derechos más antiguos sobre él.
—Como gusten —contesta Pinneberg.
—En Obermayer ya habríamos conseguido lo que buscamos —dice la dama de más edad.
—No, eso no —advierte la mujer cuando Pinneberg coge una chaqueta.
—¿Qué otra cosa podéis esperar aquí?
—De todos modos podemos mirar. Eso no cuesta dinero. Enséñemelo, joven.
—Pruébate esto, Franz.
—¡Por favor, Else! Esta chaqueta…
—Bueno, ¿a ti qué te parece, mamá?
—Yo no digo nada, no me preguntes que no abriré la boca. Luego habré elegido yo el traje.
—¿Podría el señor levantar un poco los hombros?
—¡Mira que no levantar los hombros! Mi marido siempre deja caer los hombros. Por eso es imprescindible que siente bien.
—Date la vuelta, Franz.
—No, me parece de todo punto inadmisible.
—Por favor, Franz, muévete un poco. Estás más tieso que un palo.
—Esto quizá iría mejor.
—Pero ¿por qué os torturáis aquí, en Mandel…?
—Oiga usted, ¿tiene que pasarse mi marido una eternidad plantado con esta chaqueta? Si aquí no nos atienden…
—Si pudiéramos probarle esta chaqueta…
—A ver, Franz.
—No, no quiero esa chaqueta, no me gusta.
—¿Cómo que no te gusta? ¡Si a mí me parece preciosa!
—Cincuenta y cinco marcos.
—No me gusta, los hombros tienen demasiado relleno.
—Con tus hombros caídos, necesitas relleno.
—En Saliger tienen un traje de noche precioso por cuarenta marcos. Pantalones incluidos. Y aquí, una chaqueta…
—Compréndalo, joven, el traje tiene que llamar la atención. Para gastarnos cien marcos, también podríamos acudir a un sastre a medida.
—No, ahora me gustaría ver por fin una chaqueta como es debido.
—¿Qué le parece esta, señora?
—La tela parece demasiado ligera.
—A la señora no se le escapa un detalle. La tela es realmente algo ligera. ¿Y esta?
—Esta ya está mejor. ¿Es pura lana?
—Por supuesto, señora. Y forro cosido, como puede ver.
—Esta me gusta…
—No sé cómo puede gustarte eso, Else. Di algo, Franz…
—Ya veis que esta gente no tiene nada. No hay quien compre en Mandel.
—Pruébate esta, Franz.
—Ya no me pruebo nada más, no hacéis más que sacarme defectos.
—¿A qué viene eso, Franz? ¿Quieres un traje de fiesta o no?
—¡Lo quieres tú!
—¡No, tú!
—Dijiste que Saliger tenía uno y que yo hago el ridículo con mi sempiterno esmoquin.
—¿Me permite que le enseñe este otro, señora? Muy discreto. Elegantísimo. —Pinneberg ha decidido apostar por Else, la rubia pajiza.
—Pues la verdad es que me parece precioso. ¿Cuánto cuesta?
—Sesenta, es verdad. Pero también es un diseño muy exclusivo. No para la masa.
—Muy caro.
—¡Else, siempre picas! Ya nos lo ha enseñado.
—Querida, soy igual de lista que tú. A ver, Franz, te lo ruego, vuelve a probártelo.
—No —replica furioso Cabeza de Huevo—. No quiero ningún traje. Por mucho que insistas.
—Te lo ruego, Franz…
—En este tiempo ya habríamos comprado diez trajes en Obermayer.
—Bueno, Franz, ahora vas a ponerte la chaqueta.
—Pero si ya se la ha puesto antes.
—¡Esta no!
—Sí.
—Mira, si pensáis pelearos aquí, me marcho.
—Yo también me voy. Else intenta imponer su voluntad a toda costa.
Preparativos de marcha generalizados. Mientras las frases mordaces vuelan de un lado a otro, las chaquetas son empujadas hacia aquí, zarandeadas hacia allá…
—En Obermayer…
—¡Por favor, mamá!
—Entonces acudamos a Obermayer.
—Pero no se os ocurra decir que os he obligado yo.
—Pues claro que lo has hecho.
—No, yo…
Pinneberg ha intentado en vano decir una palabra. Ahora que se ve en apuros, lanza una mirada a su alrededor, ve a Heilbutt, su mirada se encuentra con la del otro… Es un grito de socorro.
Al mismo tiempo Pinneberg hace algo desesperado. Le dice a Cabeza de Huevo:
—Permítame, señor, su chaqueta.
Le pone al hombre la controvertida chaqueta de sesenta marcos, y apenas se la ha puesto, exclama:
—Le pido disculpas, señor, me he confundido —y, completamente emocionado—: ¡Cómo le sienta!
—Oye, Else, si la chaqueta te…
—Siempre he dicho que esta chaqueta…
—Di tú algo, Franz…
—¿Cuánto vale?
—Sesenta, estimada señora.
—Pero, hijos, el precio me parece una locura. Sesenta, con los tiempos que corren. Y encima, comprada en Mandel…
Una voz suave, pero firme, dice al lado de Pinneberg:
—¿Han elegido ya los señores? Es nuestra chaqueta de noche más elegante.
Silencio.
Las señoras miran al señor Heilbutt. Y el señor Heilbutt está ahí, alto, oscuro, moreno, elegante.
—Es una prenda valiosa —informa el señor Heilbutt tras una pausa.
A continuación prosigue su camino con una inclinación de cabeza, desaparece en algún lugar, quizá detrás de un perchero, ¿o ha sido el propio señor Mandel quien ha pasado por allí?
—Pero por sesenta marcos también se puede exigir algo —dice la voz descontenta de la vieja, ya menos descontenta.
—¿Te gusta, Franz? —pregunta la rubia Else—. Al fin y al cabo depende de ti.
—Pues… —farfulla Franz.
—Si ahora encontramos también pantalones a juego… —comienza a decir la cuñada.
Pero lo de los pantalones ya es lo de menos. Se ponen de acuerdo muy deprisa, incluso compran unos pantalones caros. La factura asciende en total a más de noventa y cinco marcos, la señora mayor vuelve a decir:
—Os digo que en Obermayer…
Pero nadie le presta atención.
En la caja Pinneberg hace otra reverencia, una reverencia extra. Luego regresa a su puesto, orgulloso como un general después de ganar una batalla y exhausto como un soldado raso. Junto a los pantalones está Heilbutt, que ve acercarse a Pinneberg.
—Gracias —dice Pinneberg—. Me ha salvado usted el tipo, Heilbutt.
—En absoluto, Pinneberg —contesta Heilbutt—. Usted no habría fracasado. Usted no. Es un vendedor nato, Pinneberg.
E
l corazón de Pinneberg se infla de dicha.
—¿Lo cree de verdad, Heilbutt? ¿Cree de veras que soy un vendedor nato?
—Lo sabe de sobra, Pinneberg. A usted le gusta vender.
—A mí me gusta la gente —puntualiza Pinneberg—. Tengo que averiguar siempre lo que son, cómo hay que tratarlos y cómo hay que buscarles las vueltas para que compren —respira hondo—. La verdad es que raramente fallo.
—Ya lo he notado, Pinneberg —reconoce Heilbutt.
—Sí, y después hay auténticos pesados, que en realidad no desean comprar nada, solo quieren dar la lata y gruñir.
—A esos no hay quien les venda —opina Heilbutt.
—Usted sí —dice Pinneberg—. Usted sí.
—Tal vez. No. Bueno, quizá a veces, porque la gente me teme.
—¿Lo ve? —dice Pinneberg—. Usted impone muchísimo a la gente, Heilbutt. Ante usted se avergüenzan de presumir como les gustaría —ríe—. Ante mí no se avergüenza ni un pobre de solemnidad. Yo siempre tengo que entrar en la gente, averiguar sus deseos. Por eso también conozco de sobra la rabia que deben de sentir ahora por haber comprado ese traje tan caro. Todos enfadados entre sí, y nadie sabrá a ciencia cierta por qué lo han comprado.
—Vaya, ¿por qué lo han comprado entonces? ¿Qué opina usted, Pinneberg? —inquiere Heilbutt.
Pinneberg, completamente confundido, se devana los sesos.
—Pues, tampoco lo sé… Todos hablaban a la vez de un modo que…
Heilbutt sonríe.
—Sí, ríase, Heilbutt. Sí, ahora se burla de mí. Pero ya lo sé, es porque usted les impresionó mucho.
—Bobadas —contesta Heilbutt—. Una completa sandez, Pinneberg. Sabe que nadie compra por eso. Eso quizá aceleró un poco el asunto…
—Mucho, Heilbutt, un acelerón tremendo.
—No, lo decisivo ha sido que usted nunca se ha mostrado ofendido. Tenemos colegas —dice Heilbutt dejando vagar sus ojos por la estancia hasta que encuentran lo que buscan— que siempre se ofenden enseguida. Cuando dicen: este estampado es muy elegante, y el cliente replica que a él no le gusta, añaden con arrogancia: sobre gustos no hay nada escrito. O se sienten agraviados y enmudecen. Usted no es así, Pinneberg…
—Bien, señores —media el señor Jänecke, el sustituto diligence—. ¿Qué, de charla? ¿Han vendido mucho? Siempre con esmero, los tiempos son difíciles y para conseguir un sueldo de vendedor hay que vender abundante mercancía.
—Estábamos hablando, señor Jänecke —informa Heilbutt, sujetando a Pinneberg por el codo con disimulo—, de las distintas clases de vendedor. Considerábamos que hay tres: los que impresionan a la gente, los que adivinan lo que quiere la gente y los que solo venden por pura chiripa. ¿Qué opina usted, señor Jänecke?
—Una teoría muy interesante, señores —contesta el aludido con una sonrisa—. Yo solo conozco un tipo de vendedores: aquellos cuyo talonario arroja por la noche cifras muy altas. Sé que también existen los de cifras bajas, pero yo me encargo de que esos se larguen muy pronto de la firma.