—Vale, entonces escucha. Empezaré con Bergmann, ya sabes que al principio yo trabajaba en Bergmann.
—En la confección, sí. Y a mí la confección también me parece mucho más bonita que las patatas y los abonos. Abonos… ¿Vendéis estiércol de verdad?
—¡Bueno, Corderita, eres tú la que va a burlarse de mí!
—Continúa, escucho. —Se ha sentado en el alféizar y mira alternativamente a su chico y al paisaje bañado en la luz de la luna. Ahora puede volver a contemplarlo. Es realmente encantador.
—Bueno, pues en Bergmann yo era primer dependiente con un sueldo de ciento setenta marcos…
—¿Primer dependiente? ¿Ciento setenta marcos…?
—Cállate. Entonces yo tenía que atender siempre al señor Emil Kleinholz. Necesitaba muchos trajes. Bebe, ¿sabes? Tiene que hacerlo debido a su negocio con los campesinos y hacendados. Pero no aguanta la bebida y se queda tirado en la calle y echa a perder sus trajes.
—¡Puaj! ¿Qué aspecto tiene?
—Escucha. Bueno, pues yo siempre tenía que atenderlo, ni el jefe ni la jefa tenían nada que hacer con él. Si yo no estaba, ellos fracasaban y yo siempre vendía mucho. Al mismo tiempo él trataba de convencerme, me preguntaba si quería cambiar de trabajo, si no estaba harto de ese cuchitril judío, pues él tenía una empresa aria de pura cepa y un magnífico puesto de contable, y ganaría más con él…
Y yo pensaba: ¡Habla cuanto quieras! Sé lo que tengo y Bergmann no es nada malo, siempre se porta bien con los empleados.
—Entonces, ¿por qué lo dejaste y te fuiste con Kleinholz?
—Pues por una tontería, Corderita. Ya sabes que aquí, en Ducherow, es costumbre que cada comercio mande a sus aprendices por las mañanas a recoger la correspondencia a Correos. Los otros de nuestro ramo: Stern, Neuwirth y Moses Minden, lo hacen. Y a los aprendices les está severamente prohibido enseñarse el correo unos a otros. En los paquetes tienen que tachar el remitente para que la competencia no sepa dónde compramos. Sin embargo, todos los aprendices se conocen de la Escuela de Formación Profesional, y comienzan a charlar entre ellos y se olvidan de tachar. Algunos se han convertido en auténticos fisgones, Moses Minden sobre todo.
—¡Qué pequeño es todo esto! —exclama Corderita.
—Bah, donde es grande tampoco es diferente. Total, que los del Reichsbanner
[2]
propusieron comprar trescientas cazadoras. Y a las cuatro tiendas de textiles nos invitaron a presentar una oferta. Nosotros sabíamos que los que espiaban, o sea, la competencia, querían averiguar de dónde procedían nuestros modelos. Y como no confiábamos en los aprendices, le dije a Bergmann: «Estos días iré a recoger el correo en persona».
—Bueno, ¿y qué pasó? ¿Lo averiguaron? —pregunta Corderita sobre ascuas.
—No —responde muy ofendido—, faltaría más. En cuanto a un aprendiz se le ocurría mirar de reojo mis paquetes, aunque fuera a diez metros, le daba unas collejas. El encargo lo ganamos nosotros.
—Venga, chico, cuéntalo de una vez. ¿Cuándo aparece la chica que no es como me imagino? Todo eso no es motivo suficiente para que te marchases de Bergmann.
—En fin, ya te lo he dicho —comenta muy turbado—, todo se debió a una tontería. Durante dos semanas recogí el correo yo mismo. Y eso le encantó a la jefa, porque entre las ocho y las nueve yo no tenía nada que hacer en la tienda, y durante mi ausencia los aprendices limpiaban a fondo el almacén, así que declaró sin más: «A partir de ahora el señor Pinneberg irá siempre a recoger el correo». «No, ¿cómo voy a hacer eso? Soy primer dependiente y no pienso recorrer la ciudad cargado con paquetes», repliqué. Y ella repuso: «¡Sí!», y yo: «¡No!». Total, que al final ambos nos enfurecimos y yo le dije: «Usted no es quién para darme órdenes. ¡A mí me ha contratado el jefe! ».
—Y ¿qué dijo el jefe?
—¿Qué iba a decir? ¡No podía quitarle la razón a su mujer! Trató de convencerme por las buenas, y finalmente, como yo seguía en mis trece, me dijo muy confundido: «Bien, entonces tendremos que separarnos, señor Pinneberg». Y como yo estaba hecho un basilisco, repliqué: «Muy bien, el próximo día uno nos separaremos». Y él contestó: «Piénselo, señor Pinneberg». Le habría hecho caso, mas por desgracia ese mismo día vino Kleinholz a la tienda y al advertir mi furia, me obligó a contárselo todo y me dijo que fuera a verlo esa misma tarde. Bebimos coñac y cerveza, y cuando llegué a casa por la noche, estaba contratado como contable con un sueldo de ciento ochenta marcos. Pero yo apenas sabía una palabra de contabilidad.
—Oh, chico. Y tu otro jefe, Bergmann, ¿qué dijo?
—Lo sintió. Intentó persuadirme: «Recapacite, Pinneberg, anúlelo», me dijo una y otra vez. «¿No correrá usted con los ojos abiertos hacia su perdición? ¿Para qué casarse con la putilla cuando ve que la madre arrastra al padre a la bebida? Y la putilla es peor que la madre».
—¿De veras habló así tu jefe?
—Estos de aquí son judíos de pura cepa y están orgullosos de serlo. «No seas tan malo», solía decir Bergmann, «¡que eres judío!»
—A mí no me gustan mucho los judíos —admite Corderita—. Y ¿qué me dices de la hija?
—Pues imagínate, ahí había gato encerrado. Llevo cuatro años viviendo en Ducherow, pero ignoraba que Kleinholz pretende casar a su hija a la fuerza. La madre ya es mala, se pasa todo el día de gresca y va por ahí hecha un adefesio con chaquetas de ganchillo, pero la hija, Marie se llama ese bicho, se las trae…
—¿Y con esa tenías que casarte? ¡Pobrecillo!
—¡Con esa tengo que casarme, Corderita! Kleinholz solo emplea a gente soltera, ahora somos tres, pero al que persiguen es a mí.
—Y ¿cuántos años tiene la tal Marie?
—No lo sé —contesta—. Si. Treinta y dos o treinta y tres. Lo mismo da. No me casaré con ella.
—Dios mío, pobre chico —se compadece Corderita—. ¿Dónde se ha visto nada igual? ¿Veintitrés y treinta y tres?
—Pues claro que se ha visto. Incluso muchas veces —contesta malhumorado—. Y si ahora pretendes tomarme el pelo, no vuelvas a pedirme otra vez que te lo cuente todo…
—Qué va, hombre… Pero, ¿sabes, chico?, debes admitirlo, tiene su gracia. Y ella ¿es un buen partido?
—Pues no —contesta Pinneberg—. La tienda ya no produce mucho. El viejo Kleinholz bebe en exceso y después compra muy caro y vende muy barato. La tienda será para el hijo, que apenas cuenta diez años. Marie recibirá unos miles de marcos, suponiendo que los reciba, y por eso nadie pica el anzuelo.
—Así son las cosas, ¿eh? —murmura Corderita—. Y ¿eso es lo que no querías contarme? ¿Por eso te casaste tan en secreto con la capota cerrada y la mano del anillo en el bolsillo del pantalón?
—Pues sí. Santo cielo, Corderita, como se enteren de que estoy casado, en una semana esas mujeres me amargarán la vida hasta que me vaya. Y ¿qué ocurrirá entonces?
—¡Pues que volverás con Bergmann!
—¡Eso ni se me pasa por la cabeza! Mira. —Traga saliva, pero al final lo suelta—: Bergmann ya me anticipó que lo de Kleinholz acabaría mal. Y luego añadió: «Usted volverá conmigo, Pinneberg, y yo volveré a aceptarlo. Pero le haré mendigar, tendrá que acudir a la Oficina de Empleo un mes por lo menos y mendigarme trabajo. ¡Semejante frescura ha de ser castigada! ». Eso me dijo Bergmann, y ahora no puedo volver con él. No lo haré, no, no y no.
—Pero ¿y si tiene razón? ¿No te das cuenta de que nene razón?
—Corderita, te lo ruego —suplica Pinneberg—, querida Corderita, nunca me pidas eso. Sí, claro que tiene razón y yo fui un asno y no me habría importado llevar los paquetes. Si me lo pidieras mucho tiempo, iría allí y me readmitiría. Pero entonces me toparía con la jefa y con el otro vendedor, con el cretino de Mamlock, y estarían continuamente pinchándome y no te lo perdonaría jamás.
—Vale, vale. No voy a pedírtelo, todo se arreglará. Pero ¿no crees que saldrá a relucir por más cuidado que tengamos?
—¡No debe saberse! ¡No debe saberse! He actuado con el mayor de los sigilos y ahora vivimos aquí fuera, en la ciudad nadie nos verá nunca juntos y si alguna vez nos tropezamos en la calle, ni nos saludaremos.
Corderita permanece callada un instante, pero después dice:
—No podemos quedarnos a vivir aquí, chico, ¿lo comprendes?
—Inténtalo, Corderita —le ruega—. En principio solo los catorce días que restan hasta primeros de mes. Además no podemos marcharnos antes del día uno.
Ella se lo piensa antes de asentir. Atisba la pista ecuestre, pero ahora ya no se distingue nada, está demasiado oscuro. Suspira.
—Vale, chico, lo intentaré. Pero hasta tú te das cuenta de que esto no es para siempre, de que aquí jamás de los jamases podremos ser totalmente felices, ¿verdad?
—Gracias, gracias —responde—. Lo demás, ya se arreglará, tiene que arreglarse. ¡Sobre todo no quedarse en paro!
—Desde luego —coincide ella.
A continuación vuelven a contemplar el paisaje, ese paisaje tranquilo iluminado por la luna, y se van a la cama. No necesitan correr las cortinas. Enfrente no tienen vecinos. Y al dormirse creen oír el débil chapoteo del Strela.
L
a mañana del lunes, mientras desayunan, los ojos de Corderita brillan mucho.
—¡Bueno, hoy comienza todo! —Y con una ojeada a la cámara de los horrores—: ¡Ya me encargaré yo de todas estas viejas porquerías! —Y tras echar un vistazo a la taza—: ¿Qué te parece el café? ¡Veinticinco por ciento de pureza!
—Pues ya que lo preguntas…
—Oye, chico, si queremos ahorrar…
Pinneberg le expone que hasta entonces siempre se ha podido permitir el lujo de tomar «auténtico» café por las mañanas. Y ella replica que dos cuestan más que uno. Él arguye que ha oído decir que la vida de un matrimonio es más barata, que comer en casa los dos sale más barato que comer en el restaurante uno solo.
Se inicia un largo debate hasta que él dice:
—¡Demonios, tengo que irme! ¡Y deprisita!
Se despiden en la puerta. Ya ha bajado la mitad de la escalera cuando su esposa lo reclama:
—¡Chico, espera, chico! ¿Qué vamos a comer hoy?
—Da igual —le responde.
—Pero dímelo. Por favor, dímelo. No sé…
—¡Yo tampoco! —abajo se cierra la puerta.
Ella se abalanza a la ventana. Ahí va su marido, agitando primero la mano, después un pañuelo, mientras ella permanece asomada a la ventana hasta que él pasa junto a la farola de gas y desaparece tras el muro amarillento de una casa.
En ese momento, por primera vez en sus veintidós años de vida, Corderita tiene una mañana para ella sola, una vivienda para ella sola, un menú que confeccionar completamente sola y se pone manos a la obra.
Pinneberg se encuentra en la esquina de la calle principal al secretario municipal Kranz y lo saluda cortésmente. Al mismo tiempo cae en la cuenta de que ha saludado con la mano derecha y en ella porta el anillo. Ojalá Kranz no lo haya visto. Pinneberg se lo quita y lo guarda con cuidado en el «compartimento» secreto de su cartera. Le repugna, pero tiene que hacerlo y punto.
Entretanto, en casa de su patrón, Emil Kleinholz, también se han levantado de la cama. Allí el levantarse no es satisfactorio ninguna mañana, pues siempre abandonan la cama de muy mal humor y dispuestos a cantarse las cuarenta unos a otros. La mañana del lunes suele ser especialmente mala, la noche del domingo el padre es propenso a las escapadas y estas desencadenan sus consecuencias al despertar. Porque la señora Emilie Kleinholz no es mansa; ha domesticado a su Emil hasta donde se puede domesticar a un hombre. En los últimos tiempos las cosas han ido bien un par de domingos. Emilie se ha limitado a cerrar con llave la puerta de casa el domingo por la noche, ha dado de cenar a su marido un sifón de cerveza y más tarde le ha puesto las pilas con coñac. Entonces se desarrolla algo parecido a una velada familiar: el chico, agachado, refunfuña en un rincón (el chico es un antipático), las mujeres se sientan a la mesa con labores de aguja (para el ajuar de Marie) y el padre lee el periódico y solicita de vez en cuando:
—Mamá, sirve otro más.
A lo que la señora Kleinholz responde:
—¡Papá, piensa en el niño! —Pero después le sirve de la botella, o no, según el estado de ánimo de su marido.
Así había transcurrido la última tarde de domingo y todos se fueron a la cama a eso de las diez.
A las once, la señora Kleinholz se despierta, la habitación está a oscuras, y aguza los oídos. En la habitación contigua su hija Marie gimotea en sueños, el chico, dormido, farfulla a los pies de la cama paterna, solo faltan en el coro los ronquidos de su marido.
La señora Kleinholz mete la mano debajo de su almohada: la llave de casa está allí. La señora Kleinholz enciende la luz: su marido no está. La señora Kleinholz se levanta, recorre la casa, baja al sótano, cruza el patio (el retrete está en el patio): nada. Al final descubre que una ventana de la oficina, a buen seguro cerrada por ella, está entornada. Eso siempre lo sabe con certeza.
La señora Kleinholz hierve de furia: ¡un cuarto de botella de coñac, un sifón de cerveza, para nada! Se viste de manera apresurada, echándose por encima la bata guateada de color lila y sale en busca de su marido. Seguro que está en la esquina, en la taberna de Bruhn, empinando el codo.
La tienda de granos de los Kleinholz en la plaza del mercado es un buen comercio con solera. Emil es la tercera generación de propietarios. Es una firma respetable, decente, una tienda de confianza con trescientos antiguos clientes campesinos, hacendados. Cuando Emil Kleinholz decía:
—Franz, la harina de semilla de algodón es buena.
Franz no pedía un análisis para comprobarlo, sino que la compraba y, fíjate, era buena.
Sin embargo, un comercio así tiene una pega: hay que regarlo, es por naturaleza un comercio húmedo. Un comercio bebedor. Con cada carro de patatas, con cada porte, con cada cuenta: cerveza, aguardiente, coñac. Todo va bien si la mujer es buena, si se tiene un hogar, concordia, intimidad, pero algo falla si la mujer suelta sempiternos insultos y regañinas.
La señora Emilie Kleinholz regañaba desde siempre. Sabía que era un error, pero Emilie era celosa, se había casado con un hombre guapo y acomodado; ella, que no tenía dónde caerse muerta, se lo había arrebatado a todas las demás. Ahora enseñaba los dientes por él, después de treinta y cuatro años de matrimonio aún luchaba por él como el primer día.