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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

Pequeño hombre ¿y ahora qué? (5 page)

BOOK: Pequeño hombre ¿y ahora qué?
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—Bueno, esta es la estación central de Ducherow. Porque hay otra del ferrocarril de vía estrecha que va a Maxfelde. Sígame, por favor.

La precede al bajar la escalera del andén, demasiado deprisa, justo es reconocerlo, para un marido tan cuidadoso que incluso ha pedido un coche para que a su esposa no se le antoje excesivo que camine siempre dos o tres pasos por delante de ella. Luego toman una salida lateral donde aguarda el coche, un vehículo cerrado.

—Buenos días, señor Pinneberg. Buenos días, señorita —saluda el chófer.

Pinneberg murmura deprisa:

—Un momento, por favor. Sube ya… Mientras tanto, yo me ocuparé del equipaje. —Y desaparece.

Corderita se queda mirando la plaza de la estación, con sus pequeños edificios de dos pisos. Tiene el Hotel de la Estación justo delante.

—¿Está aquí también el comercio de Kleinholz? —pregunta al chófer.

—¿Donde trabaja el señor Pinneberg? No, señorita, luego pasaremos por delante. Está justo en la plaza mayor, al lado del ayuntamiento.

—Oiga, ¿no podríamos bajar la capota del coche? —pregunta Corderita—. Hace un día espléndido.

—Lo siento, señorita —contesta el chófer—. El señor Pinneberg lo encargó expresamente cerrado. Por lo demás, en días como estos no suelo llevar la capota subida.

—Está bien. Si el señor Pinneberg lo ha encargado así… —dice Corderita subiendo al coche.

Ella lo ve venir detrás del mozo que transporta en una carretilla la maleta, la bolsa del edredón y la huevera. La joven, que desde hace cinco minutos contempla a su marido con otros ojos, repara en que lleva la mano derecha metida en el bolsillo del pantalón. Es un gesto desacostumbrado que no hace nunca. En cualquier caso, ahora lleva la mano derecha hundida en el bolsillo del pantalón.

Después se ponen en marcha.

—Bien —dice sonriendo, confundido—. Ahora verás en un momento todo Ducherow. Porque solo es una calle larga.

—Sí —contesta ella—; y tú estabas a punto de explicarme por qué podría ofenderse la gente.

—Después —le contesta—. Ahora se habla fatal, la verdad. El pavimento de nuestra localidad es infame.

—De acuerdo —dice ella enmudeciendo a su vez.

Sin embargo, una cosa vuelve a llamarle la atención: lleva la cabeza apretada contra un rincón; si alguien mirase al coche, seguro que no lo reconocería.

—Ese es tu comercio —dice ella—, Emil Kleinholz. Granos, piensos y abonos. Patatas al por mayor y al por menor. Vaya, podré comprar mis patatas donde tú trabajas.

—No, no —informa el joven deprisa—. Ese letrero es antiguo. Ya no vendemos patatas al por menor.

—¡Qué lástima! —exclama—. Me habría encantado ir a tu tienda y comprarte cinco kilos de patatas. Y no me habría hecho la casada, oye.

—Sí, es una lástima —reconoce también él—. Habría sido precioso.

Ella golpea enérgicamente el suelo con la punta del pie y exhala un suspiro de rabia, pero guarda silencio. Más tarde pregunta, pensativa:

—¿Aquí también tenemos agua?

—¿A qué te refieres? —pregunta cauteloso.

—¡Pues para bañarse! ¿A qué me voy a referir? —responde Corderita con tono impaciente.

—Sí, aquí también hay posibilidad de bañarse —le contesta.

Y prosiguen el viaje. Deben de haber abandonado la calle principal. Feldstrasse, lee Corderita. Casas aisladas, todas en medio de huertos.

—Oye, qué bonito es esto —afirma contenta—. ¡Cuántas flores!

El automóvil da verdaderos botes.

—Estamos en Grünes Ende —explica él.

—¿Grünes Ende?

—Sí, nuestra calle se llama Grünes Ende.

—¿Esto es una calle? Y yo que pensaba que el hombre se había perdido…

A la izquierda se divisa un prado protegido con alambre de espino, ocupado por unas vacas y un caballo. A la derecha, un sembrado de trébol rojo florecido.

—¡Abre la ventana! —ruega ella.

—Ya hemos llegado.

Donde termina el prado termina también la llanura. Aquí ha plantado la ciudad su último monumento… ¡Y menudo monumento! En el llano se alza, estrecho y alto, el caserón especulativo del maestro de obras Mothes, enlucido en pardo y amarillo, pero solo por delante; los muros laterales están sin enfoscar, esperando a que otros edificios le hagan compañía.

—Bonito no es —dice Corderita alzando la vista.

—Pero por dentro está realmente bien —la anima él.

—Bueno, entremos —dice ella—. Para el crío esto desde luego será maravilloso, tan saludable.

Pinneberg y el chófer agarran la canasta. Corderita coge la huevera.

—El saco del edredón lo traeré después —explica el chófer.

Abajo, en la planta baja, donde está la tienda, huele a queso y patatas, en el primer piso predomina el queso, en el segundo reina a sus anchas, y arriba del todo, bajo el tejado, se percibe de nuevo un olor a patatas mohoso y húmedo.

—¡Explícame esto, por favor! ¿Cómo ha desaparecido el olor a queso?

Pero Pinneberg ya está abriendo la puerta.

—Deseamos entrar enseguida en la habitación, ¿no es cierto?

Cruzan por la pequeña antesala, ciertamente diminuta, y se topan con un ropero a la derecha y un baúl a la izquierda. Los hombres a duras penas consiguen pasar con la canasta.

—¡Aquí! —dice Pinneberg, abriendo la puerta de un empujón.

Corderita pone el pie en el umbral.

—Dios mío —murmura confundida—. ¿Esto qué es…?

A continuación tira todo lo que lleva en las manos encima de un sofá afelpado —los muelles gimen bajo la huevera—, corre hacia una ventana, la larga habitación dispone de cuatro ventanales de radiante claridad, la abre de golpe y se asoma.

Ahí abajo está la carretera, el camino vecinal con roderas de arena y hierba, y armuelles y asclepias. Y más allá, el campo de trébol, ahora lo huele, nada huele tan bien como el trébol florecido sobre el que ha lucido el sol toda la jornada.

Y al campo de trébol se suman otros campos, amarillos y verdes, y en algunos el centeno, tras ser recolectado, se ha convertido en rastrojo mondo y lirondo. A continuación viene una franja de un verde muy oscuro —prados—, y entre sauces, alisos y álamos fluye el Strela, aquí estrecho, apenas un riachuelo.

«Hacia Platz, piensa Corderita. Hacia mi Platz, donde me he matado a trabajar y me he afanado, y he estado sola, en una vivienda interior. Siempre muros, piedras… Aquí se ve hasta el horizonte».

En ese preciso instante divisa en la ventana vecina la cara de su chico, que ha despedido al chófer, con el saco del edredón, mirándola radiante, feliz y extasiado.

—¡Mira todo esto! —Le grita ella—. Aquí se puede vivir…

Y desde su ventana le tiende la mano derecha, que él coge con la izquierda.

—¡Todo el verano! —grita ella describiendo un semicírculo con el brazo libre.

—¿Ves ese trenecito? Es el ferrocarril de vía estrecha que va a Maxfelde —explica él.

Abajo aparece el chófer. Ha debido de visitar la tienda, porque saluda con una botella de cerveza. El hombre limpia con cuidado el borde del envase con la palma de la mano y, echando atrás la cabeza, grita:

—¡A su salud! —Y bebe.

—¡Que aproveche! —grita Pinneberg, que ha soltado la mano de Corderita.

—Bueno, y ahora veamos la cámara de los horrores —solicita ella.

Como es natural, eso es absurdo: uno se aparta de la contemplación del campo sencillo, claro, y contempla una estancia en la que… Bueno, a decir verdad Corderita está poco acostumbrada a los lujos. Corderita ha visto a lo sumo una vez en un escaparate de Mainzer Strasse, en Platz, muebles sencillos, rectilíneos. Pero esto…

—Por favor, chico. Toma mi mano y guíame. Tengo miedo de volcar algo de un empujón o de quedarme atascada en algún sitio sin poder avanzar ni retroceder.

—Bueno, tampoco es tan malo —replica, ofendido—. Creo que aquí hay rincones muy confortables.

—Cierto, rincones —dice ella—. Pero, respóndeme, por Dios, ¿qué es esto? No, no digas nada. Acerquémonos, necesito contemplarlo de cerca.

Emprenden la peregrinación. Tienen que ir uno detrás de otro, pero Corderita no suelta a su Hannes.

Veamos: la habitación es un desfiladero, no tan angosta, pero larguísima, la pista de un picadero. Y mientras cuatro quintas partes de esa pista están repletas de muebles tapizados, mesas de madera de nogal, chifonieres, consolas de espejo, maceteros, estanterías, una jaula grande de papagayo, vacía, la quinta parte restante alberga únicamente dos camas y un tocador. Pero lo que atrae a Corderita es la separación entre la cuarta y la quinta parte. El cuarto de estar y el dormitorio no están separados por un tabique, ni por una cortina, ni por un biombo, sino con listones. Con ellos se ha fabricado una especie de celosía, una especie de emparrado de suelo a techo con un arco que lo atraviesa. Esos listones, sin embargo, no son vulgares listones lisos de madera, sino hermosos listones de nogal barnizados en marrón, cada uno con cinco acanaladuras paralelas. Pero para que la celosía no parezca tan desnuda, se han entrelazado en ella flores de papel y tela, rosas, narcisos, violetas… Además hay largas guirnaldas de papel verdes, conocidas de sobra por las fiestas de la cerveza.

—¡Dios mío! —murmura Corderita mientras se sienta. No obstante, no hay peligro de que se acomode en el suelo, pues hay algo por doquier, su trasero topa con un taburete de piano de rejilla y ébano, aunque del piano no se ve ni rastro.

Pinneberg presencia la escena mudo, sin saber qué decir. En realidad, al alquilarlo le convenció bastante y la celosía le pareció muy divertida.

De pronto los ojos de Corderita empiezan a chispear, sus piernas recobran su vigor, se levanta, se acerca a la celosía de flores, recorre un listón con el dedo: tiene estrías, ranuras, muescas, ya se ha dicho. Corderita se examina el dedo.

—¡Mira! —dice, enseñándoselo al joven: el dedo se ha vuelto gris.

—Un poco polvoriento —admite, cauteloso.

—¿¿Un poco?? —Corderita lo mira echando chispas—. Pensarás ponerme una asistenta, ¿no? Aquí tiene que venir una mujer cinco horas diarias como mínimo.

—No me digas… Pero ¿por qué?

—¿Quién va a mantener esto limpio, eh? Los noventa y tres muebles con sus estrías y pomos y columnas y conchas, bueno, eso aún lo habría hecho. A pesar de que es pecado, un trabajo tan estúpido. Pero esta celosía me ocupará tres horas diarias. Y encima las flores de papel…

Propina una sacudida a una rosa, que cae al suelo, pero tras ella millones de motitas grises de polvo bailotean a la luz del sol.

—¿Me pondrás una asistenta? —pregunta Corderita, que ha dejado de ser una Corderita.

—¿Y si lo limpiaras a fondo una vez por semana?

—¡Bobadas! El crío tiene que crecer aquí. ¿Cuántos cardenales se hará al chocar contra los pomos y las manillas? ¡Responde!

—Para entonces quizá tengamos una vivienda.

—¿Para entonces? ¿Y quién va a calentar en invierno una buhardilla con dos paredes exteriores y cuatro ventanas? ¡Medio quintal de briquetas de lignito y encima con los dientes castañeteando de frío!

—Bueno, ya lo sabes —replica, ofendido—, amueblado, naturalmente, nunca es igual que propio.

—Eso ya lo sé. Pero dime qué te parece esto. ¿Te gusta? ¿te apetecería vivir aquí? Imagina que llegas a casa y tienes que andar por aquí pisando huevos y por todas partes hay tapetitos. ¡Ayyy! Me lo figuraba, ¡sujetos con alfileres!

—Pues no encontramos nada mejor.

—Yo lo encontraré. Te lo aseguro. ¿Cuándo tenemos que avisar de que dejamos el piso?

—El uno de septiembre. Pero…

—¿Para cuándo?

—Para el treinta de septiembre. Pero…

—Seis semanas —gime ella—. Bueno, lo superaré. Solo me da pena el pobre crío, que tendrá que sufrir todo eso. Yo pensaba que podría dar bonitos paseos con él por ahí fuera. Cocinar. Dar lustre a los muebles.

—¡Pero no podemos dejar el piso en el acto!

—Claro que podemos. ¡A ser posible ahora mismo, hoy, en este preciso instante! —Se ha quedado plantada, la viva imagen de la decisión, las mejillas coloradas, agresiva, los ojos centelleantes, la cabeza echada hacia atrás.

Pinneberg dice despacio:

—¿Sabes, Corderita? Te imaginaba completamente distinta. Mucho más sosegada…

Ella ríe, se abalanza sobre él, le pasa la mano por el pelo.

—Pues claro que soy completamente distinta a lo que pensabas, eso ya lo sé. ¡Creías que sería azúcar, cuando he ido a la tienda desde la escuela, y con ese hermano, ese padre, esos jefes, esos compañeros!

—Claro, claro… —musita meditabundo.

El reloj, el famoso reloj de sobremesa de cristal colocado sobre la repisa de la chimenea, entre un Cupido martilleante y una oropéndola de cristal, suena deprisa siete veces.

—¡Vamos, chico! ¡Aún tenemos que bajar a la tienda, comprar para cenar y para mañana! ¡Estoy sobre ascuas por ver la susodicha cocina!

Los Pinneberg hacen una visita de cumplido, alguien llora y el reloj de compromiso no se cansa de dar la hora

H
a concluido la cena, una cena comprada, preparada, animada por una conversación repleta de planes de una Corderita completamente transformada. Han tomado pan y fiambre, amén de té. Pinneberg habría preferido la cerveza, pero Corderita declara:

—Primero, el té es más barato. Y segundo, la cerveza no es nada buena para el crío. Hasta el parto no beberemos ni una gota de alcohol. Y sobre todo…

«Beberemos», piensa Pinneberg acongojado, pero se limita a preguntar:

—Y sobre todo, ¿qué?

—Y sobre todo, solo esta noche nos permitiremos ser tan generosos. Al menos dos veces por semana tomaremos únicamente patatas fritas y pan con margarina. ¿Mantequilla de la buena? Quizá los domingos. La margarina también tiene vitaminas.

—Pero no las mismas.

—Una de dos: o intentamos salir adelante o gastamos poco a poco los ahorros.

—No, no —replica él a toda prisa.

—Bien, y ahora vamos a recoger. Fregaré los platos mañana temprano. Luego haré el primer paquete e iremos a visitar a la señora Scharrenhöfer. Es lo que procede.

—Pero ¿de verdad pretendes hacerlo la primera noche…?

—Ahora mismo. Hay que ponerla al corriente en el acto. Dicho sea de paso, ella habría podido dejarse ver hace rato.

En la cocina, que es una simple buhardilla con un hornillo de gas, Corderita dice:

—Al fin y al cabo, seis semanas pasan pronto.

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