—Entonces noventa marcos mensuales —afirma él.
—Y nos quedarán veintidós marcos con cuarenta —remacha ella.
Se miran.
Corderita dice muy deprisa.
—Y no hemos previsto nada para combustible, ni para gas, ni para la luz, ni para sellos, ni para vestir, ni para mudas, ni para calzado. Y de vez en cuando habrá que comprar vajilla.
—Y a veces también apetece ir al cine —comenta él—. Y salir de excursión los domingos. Y a mí me encanta fumar un cigarrillo.
—Y también queremos ahorrar algo.
—Por lo menos veinte marcos al mes.
—Treinta.
—Pero ¿cómo?
—Repasemos las cuentas.
—Las retenciones están bien.
—Y no conseguiremos habitación y cocina más baratas.
—A lo mejor cinco marcos menos.
—En fin, ya veré. Pero también me gustaría comprar el periódico.
—Seguro. Solo podemos ahorrar en la comida; pongamos, por ejemplo, diez marcos.
Se miran de nuevo.
—Entonces seguimos sin arreglárnoslas. Y de ahorrar, nada.
—Oye —dice ella preocupada—, ¿tienes que llevar siempre la ropa planchada? Yo no puedo plancharla toda…
—Oh, sí, lo exige el jefe. Planchar una camisa cuesta sesenta pfennigs y un cuello, diez.
—En total cinco marcos mensuales —calcula ella.
—Y poner suelas a los zapatos.
—Eso también, claro. Y encima es carísimo.
Pausa.
—Bueno, calculemos de nuevo.
Y al cabo de un rato:
—En fin, quitaremos otros diez marcos de comida. Pero por menos de setenta no puedo hacerlo.
—¿Cómo se apañarán los demás?
—Lo ignoro. Porque hay muchísimos que disponen de bastante menos dinero.
—No lo entiendo.
—Algo falla. Echemos cuentas otra vez.
Pero por más que calculan y calculan, siempre llegan al mismo resultado. Se miran.
—¿Sabes? —dice de pronto Corderita—, si me caso puedo hacer que me paguen el seguro de empleados.
—¡Bien! —exclama él—. Seguro que son ciento veinte marcos.
—¿Y tu madre? —pregunta—. Nunca me has hablado de ella.
—No hay nada que contar —contesta, escueto—. Nunca la escribo.
—Ya —murmura ella—. En ese caso…
Nuevo silencio.
No avanzan nada, así que se levantan y salen al balcón. En el patio casi ha oscurecido y la ciudad se ha calmado. La bocina de un coche resuena en la lejanía.
—Cortar el pelo cuesta ochenta pfennigs —dice él, sumido en sus pensamientos.
—Ay, déjalo —ruega ella—. Si los demás lo consiguen, también nosotros lo conseguiremos. Nos las apañaremos.
—Escucha, Corderita. En lugar de darte dinero para la casa, a principios de mes meteremos todo en un tarro y cada uno cogerá lo que necesite.
—De acuerdo —dice ella—. Tengo un tarro muy bonito para eso, de loza azul. Ya te lo enseñaré. Además, seremos muy ahorrativos. A lo mejor aprendo incluso a planchar camisas.
—Y los cigarrillos de cinco pfennigs son un disparate —argumenta él—. Los hay muy decentes por tres.
Pero ella profiere un grito:
—Dios mío, chico, nos hemos olvidado del crío. ¡Él también costará dinero!
—¿Y qué va a costar un niño tan pequeño? —medita él—.
Y además está la ayuda por nacimiento y el subsidio de maternidad, y encima pagaremos menos impuestos… Creo que los primeros años saldrá gratis.
—No sé —responde, dubitativa.
En la puerta aparece una figura blanca.
—¿No pensáis iros a la cama de una vez? —pregunta la señora Mörschel—. Aún podéis dormir tres horas.
—Sí, madre —contesta Corderita.
—Ya todo da igual —dice la vieja—. Hoy dormiré con padre. Karl también estará fuera esta noche. Llévatelo contigo a tu… —La puerta se cierra con un chirrido sin precisar a qué…
—La verdad, no me apetece —replica Pinneberg un tanto ofendido—. Aquí, en casa de tus padres, no es nada agradable…
—Dios mío, chico —ríe—. Creo que Karl tiene razón, eres un burgués…
—¡Ni muchísimo menos! —protesta—. Si a tus padres no les molesta —vuelve a vacilar—. Y si resulta que el doctor Sesam se ha equivocado, a lo mejor es que soy estéril.
—Bueno, en ese caso sentémonos de nuevo en las sillas de la cocina —sugiere—. Me duele todo el cuerpo.
—Ya voy, Corderita —responde, contrito.
—Si no quieres…
—¡Soy una oveja, Corderita! ¡Soy una oveja!
—Ajajá —dice ella—. Entonces hacemos buena pareja.
—Eso lo comprobaremos enseguida —sentencia él.
E
l tren que parte ese sábado de agosto a las catorce diez de Platz a Ducherow acoge en un compartimiento de tercera clase para no fumadores al señor y a la señora Pinneberg; en el vagón de equipajes llevan una canasta con candado «muy grande» con las pertenencias de Emma, un saco con los edredones de Emma —pero únicamente el de ella, «que se ocupe él mismo de su edredón, nosotros no tenemos por qué»— y una huevera con la porcelana de Emma.
El tren abandona raudo la gran ciudad de Platz y la desierta estación, dejando atrás las últimas casas de los arrabales, y comienzan los campos. Durante un rato corren paralelos a la orilla del brillante Strela y después llega el bosque y los abedules flanquean la vía.
Aparte de ellos, en el compartimento solo viaja un hombre huraño que no acaba de decidir si leer el periódico, contemplar el paisaje u observar a la joven pareja. Es sorprendente, pero pasa de una actividad a otra y, en cuanto ambos se creen seguros, los sorprende.
Pinneberg coloca su mano derecha encima de la rodilla con gesto ostentoso. El anillo despide un brillo amable. En cualquier caso todo lo que ve ese tipo huraño es completamente legítimo. Pero no mira el anillo, sino el paisaje.
—Sienta bien el anillo —presume Pinneberg, satisfecho—. No se nota que es chapado en oro.
—¿Sabes?, el anillo me produce una extraña sensación, lo siento continuamente y no puedo dejar de mirarlo.
—Es que aún no te has acostumbrado a él. Los matrimonios viejos no lo notan en absoluto. Si lo pierden, ni se dan cuenta.
—Eso no me ocurrirá a mí —replica Corderita, enfadada—. Yo lo notaré para siempre jamás.
—Yo también —declara Pinneberg—. Porque me recuerda a ti.
—Y a mí a ti.
Se inclinan el uno hacia el otro, cada vez más cerca. Y retroceden sobresaltados, el tipo huraño clava los ojos en ellos casi con descaro.
—No es de Ducherow —susurra Pinneberg—. Lo conocería.
—¿Conoces a todos sus habitantes?
—A muchos, por supuesto. Antes fui vendedor en Bergmann, confección de señora y caballero. Ahí conoces a todo el mundo.
—Y ¿por qué lo dejaste? En realidad es tu ramo.
—Discutí con el jefe —se limita a responder Pinneberg.
A Corderita le gustaría continuar el interrogatorio, se da cuenta de que ahí existe todavía un abismo, pero prefiere olvidarlo. Ahora que están casados y bien casados por lo civil hay tiempo para todo.
Por lo visto, a él se le acaba de ocurrir la misma idea.
—Tu madre ya llevará un buen rato en casa.
—Sí —confirma ella—. Está enfadada, por eso no nos acompañó al tren. Menudo asco de boda, dijo al salir del Registro Civil.
—Que ahorre su dinero. Esas comilonas donde todos se limitan a soltar chistes verdes me parecen horripilantes.
—Claro que sí —coincide Corderita—. A mamá le habría divertido.
—No nos hemos casado para divertir a mamá —replica él con aspereza.
Pausa.
—Oye —interviene Corderita—, me muero de impaciencia por ver la vivienda.
—Bueno, ojalá te guste. En Ducherow no hay mucho donde elegir.
—Anda, Hannes, descríbemela otra vez.
—De acuerdo. —Y refiere lo que le ha contado en innumerables ocasiones—. Ya te he dicho que está situada en las afueras de la ciudad, en pleno campo.
—Eso me parece estupendo.
—Pero es un viejo caserón de vecindad. El maestro de obras Mothes lo colocó ahí fuera pensando que levantarían otros edificios. Pero nadie ha construido allí.
—¿Por qué?
—No lo sé. A la gente le resulta un paraje muy solitario, a veinte minutos de la ciudad. El camino no está pavimentado.
— Ahora el piso —le recuerda ella.
—Bien. Vivimos arriba del todo, en casa de la viuda Scharrenhöfer.
—¿Cómo es ella?
—Dios, qué voy a decirte. Parecía muy distinguida, ha conocido días mejores, pero la inflación… Bueno, la verdad es que realmente me lloró mucho.
—¡Dios mío!
—Pero no estará siempre llorando. Y, además, eso está acordado, ¿verdad? Nosotros somos muy reservados. No queremos mantener relación con otra gente. Nos bastamos solos.
—Por supuesto. Pero ¿y si nos importuna?
—No lo creo. Es una dama anciana, muy distinguida, de pelo canoso. Y tiene un miedo terrible por sus pertenencias, porque las heredó de su difunta madre, y nosotros debemos sentarnos siempre despacio en el sota, porque aún conserva los excelentes muelles viejos y no soporta los movimientos bruscos.
—Cada vez que lo pienso —replica Corderita, meditabunda—, si estoy alegre o muy triste y con ganas de echarme a llorar, y me siento, no puedo pensar en los muelles viejos.
—Pues tienes que hacerlo —precisa Pinneberg, severo—. Tienes que hacerlo. Y al reloj que está sobre el chifonier, debajo de la campana de cristal, no debes darle cuerda ni yo tampoco, eso solo puede hacerlo ella.
—Pues que se lleve su asqueroso reloj viejo. No quiero en mi casa un reloj al que no puedo dar cuerda.
—No será todo tan malo. Al final diremos que nos molestan las campanadas.
—¡Pero esta misma noche! No sé, pero esos relojes tan elegantes, a lo mejor hay que darles cuerda por la noche. En fin, descríbeme de una vez cómo es: subes por la escalera y te topas con la puerta del pasillo. Y después…
—Después viene la antesala, que es común. Y justo la primera puerta a la izquierda es nuestra cocina. Bueno, no es una cocina de verdad, antes seguro que fue un simple desván bajo el tejado inclinado, pero hay un hornillo de gas…
—De dos fuegos —completa Corderita, entristecida—. No sé cómo me las apañaré. No hay persona capaz de preparar una comida con dos fuegos. Mamá dispone de cuatro.
—Por supuesto que con dos se puede.
—¡Ojo con lo que dices, chico!
—Comeremos cosas muy sencillas, de modo que con dos fuegos nos basta y nos sobra.
—Y lo haremos. Pero tú querrás una sopa: primera cazuela. Y después, carne: segunda cazuela. Y verdura: tercera cazuela. Y patatas: cuarta cazuela. Si tengo dos cazuelas calientes en los dos fuegos, entretanto se me enfriarán las otras dos. ¿Te das cuenta?
—Sí —dice, caviloso—. Tampoco sé… —Y de repente, muy asustado—: Pero entonces necesitarás cuatro cacerolas.
—Exacto —remacha ella con orgullo—. Y con eso aún no tengo bastante. También necesito una olla para guisar.
—¡Ay, Dios, y yo solo he comprado una!
Corderita se muestra inflexible.
—En ese caso tenemos que comprar cuatro más.
—Pero con el salario es imposible, volverá a salir de los ahorros.
—No hay más remedio, chico, sé razonable. Lo que tiene que ser, será; necesitamos las cazuelas.
—Me lo imaginaba todo completamente distinto —murmura con tristeza—. Pensaba que saldríamos adelante y ahorraríamos, pero ahora empezamos con gastos.
—¡Es inevitable!
—La olla sobra —replica alterado—. Yo nunca como estofado. ¡Nunca jamás! ¡Comprar una cazuela por un poco de estofado! Ni hablar.
—¿Y filetes rellenos? —pregunta Corderita—. ¿Y asados?
—En la cocina tampoco hay agua —puntualiza desesperado—. Tienes que ir a buscarla a la cocina de la señora Scharrenhöfer.
—¡Ay, Dios! —exclama ella.
De lejos, el matrimonio parece de una sencillez extraordinaria: una pareja se casa, tienen hijos. Viven juntos, se muestran amables el uno con el otro e intentan salir adelante. Camaradería, amor, alegría, comer, beber, dormir, el comercio, la casa, los domingos una excursión, por la tarde a veces al cine. Y ya está.
Pero examinada de cerca esta historia se descompone en mil problemas individuales. El matrimonio en cierto modo pasa a un segundo plano, es algo obvio, el requisito previo, pero, por ejemplo: ¿qué ocurre con la olla? ¿Tendrá que decirle esa misma noche a la señora Scharrenhöfer que saque el reloj de la habitación? Por ejemplo.
Los dos adivinan el panorama sombrío. Pero estos problemas no son todavía acuciantes, cualquier olla se olvida al constatar que ahora están solos en el compartimento. El huraño se ha apeado sin que ellos se hayan percatado. La olla y el reloj de sobremesa quedan atrás. Se abrazan, el tren traquetea. De vez en cuando recobran el aliento y vuelven a besarse hasta que el tren aminora la marcha, revelando que están llegando a Ducherow.
—¡Ay, Dios, ya estamos! —exclaman ambos.
—
H
e pedido un coche —comenta Pinneberg deprisa—, el camino hasta llegar a nuestro hogar habría supuesto demasiado esfuerzo para ti.
—Pero ¿por qué? ¡Si queremos ahorrar! El domingo pasado en Platz caminamos dos horas.
—Pero tus cosas…
—Habría podido llevárnoslas un mozo de cuerda. O alguien de tu comercio. Vosotros tenéis obreros…
—No, no, eso no me gusta, parecería que…
—Bueno —replica Corderita, resignada—, lo que tú digas.
—Y otra cosa más —añade él mientras chirrían los frenos— No debemos parecer casados. Es mejor dar la impresión de que solo nos conocemos muy superficialmente.
—Pero ¿por qué? —pregunta Corderita, asombrada— Si estamos casados y bien casados.
—¿Sabes?, es por la gente — explica él, confundido—. Porque no hemos enviado invitaciones ni se lo hemos comunicado a nadie. Si ahora nos viesen así, podrían sentirse ofendidos, ¿no crees?
—No lo entiendo —dice Corderita, perpleja—. Explícamelo otra vez. ¿Cómo puede ofenderse la gente por habernos casado?
—Bueno, ya te lo explicaré. No es el momento. Ahora tenemos que… ¿Coges tu maletín? Por favor, hazte la forastera.
Corderita, en lugar de responder, se limita a lanzar una mirada dubitativa de reojo a su chico. Este ayuda a su dama a apearse del vagón con exquisita cortesía, y con una sonrisa tímida le informa: