Pequeño hombre ¿y ahora qué? (3 page)

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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

BOOK: Pequeño hombre ¿y ahora qué?
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—¿Cómo es tu padre?

—Dios, pronto lo comprobarás. Además, da igual. Vas a casarte conmigo, conmigo, conmigo, sin padre ni madre.

—Y con el crío.

—Y con el crío, por supuesto. Tendrá unos padres simpáticos e insensatos. Incapaces de permanecer sentados como es debido ni un cuarto de hora…

Un hombre alto con pantalones grises, chaleco gris y una camisa blanca de punto, sin chaqueta, sin cuello, se sienta a la mesa de la cocina. Va calzado con zapatillas. Tiene el rostro amarillo y arrugado, ojillos perspicaces detrás de unos quevedos colgantes, bigote gris y perilla casi blanca.

El hombre lee el
Volksstimme
, pero cuando entran Pinneberg y Emma deja el periódico y escudriña al joven.

—¿Así que es usted el joven que desea casarse con mi hija? Encantado, siéntese. Dicho sea de paso, usted todavía se lo estará pensando.

—¿Qué? —pregunta Pinneberg.

Corderita, tras ceñirse un delantal, ayuda a su madre. La señora Mörschel dice irritada:

—¿Dónde se habrá metido ese granuja? Se enfriarán las tortillas.

—Horas extra —contesta lacónico el señor Mörschel. Y guiñando un ojo a Pinneberg—: Usted también hará horas extra, ¿verdad?

—Sí —responde Pinneberg—. Con mucha frecuencia. —Pero ¿gratis?

—Por desgracia. El jefe dice…

Al señor Mörschel le importa un comino lo que dice el jefe.

—Ve usted, por eso preferiría un obrero para mi hija; cuando mi Karl hace horas extra, se las pagan.

—El señor Kleinholz dice… —insiste Pinneberg.

—Hace mucho que sabemos lo que dicen los empresarios, joven —declara el señor Mörschel—. No nos interesan sus palabras, sino sus hechos. Porque vosotros también tendréis un convenio colectivo, ¿no?

—Eso creo —contesta Pinneberg.

—Creer es una cuestión religiosa, un obrero no tiene nada que ver con eso. Seguro que lo tenéis. Y dirá que las horas extra hay que pagarlas. ¿Por qué voy a tener un yerno al que no se las pagan?

Pinneberg se encoge de hombros.

—Porque los empleados no estáis organizados —explica el señor Mörschel—. Porque estáis desunidos, porque entre vosotros la solidaridad brilla por su ausencia. Por eso hacen con vosotros lo que se les antoja.

—Yo estoy organizado —replica Pinneberg enfurruñado—. Estoy en un sindicato.

—¡Emma! ¡Mamá! ¡Nuestro hombrecito está en un sindicato! ¡Quién lo habría dicho! ¡Tan atildado y afiliado! —El alargado Mörschel, con la cabeza completamente ladeada, observa a su futuro yerno con los ojos entornados—. Y ¿cómo se llama su sindicato, muchacho? ¡Vamos, suéltelo ya!

—Sindicato de Empleados Alemanes —contesta Pinneberg cada vez más enfadado.

El largo se encorva por completo, tanta impresión le causa.

—¡El SEA! ¡Mamá, Emma, sujetadme, nuestro joven es un memo, mira que llamar sindicato a eso! Una asociación amarilla entre dos aguas. ¡Santo cielo, chicos, menudo chiste…!

—Oiga —replica Pinneberg, furioso—. ¡No somos una organización amarilla! A nosotros no nos financian los empresarios. Nosotros pagamos una cuota federal.

—¡Para los mandamases! ¡Para los mandamases amarillos! Vaya, Emma, has escogido a la persona adecuada. ¡Un hombre del SEA! ¡Un perro posibilista!

Pinneberg mira a Corderita en demanda de ayuda, pero ella no le devuelve la mirada. A lo mejor está acostumbrada, pero para él es malo.

—Empleado, lo que me faltaba por oír —dice Mörschel—. Vosotros os creéis mejores que nosotros, los obreros.

—No lo creo.

—Sí que lo cree. Y ¿por qué lo cree? Porque a su patrón no le aplazan una semana el cobro del jornal, sino el mes entero. Porque hacen horas extra no remuneradas, porque cobran menos de lo que estipula el convenio, porque jamás hacen huelga, porque son los sempiternos esquiroles…

—No siempre se trata únicamente de dinero —se defiende Pinneberg—. Nosotros también pensamos distinto a la mayoría de los trabajadores, tenemos otras necesidades…

—Pensar distinto —dice Mörschel—, pensar distinto; ustedes piensan igual que un obrero…

—No lo creo —replica Pinneberg—. Yo, por ejemplo…

—Usted, por ejemplo… —Le corta Mörschel, entrecerrando los ojos con muy mala idea mientras sonríe—. Usted, por ejemplo, ya ha cobrado un anticipo, ¿no?

—¿Por qué lo dice? —pregunta Pinneberg, desconcertado—. ¿Anticipo…?

—Anticipo, sí —insiste el otro ensanchando la sonrisa—. Anticipo, ahí, con Emma. No es muy fino, señor mío. Es una costumbre de lo más proletaria…

—Yo… —comienza a decir Pinneberg, colorado como un tomate y ansioso por aporrear las puertas y gritar: «¡Anda y que os den…! ».

Pero la señora Mörschel interviene con dureza:

—Ya vale con tus bromas, papá. Eso está aclarado. A ti ni te va ni te viene.

—Ahí viene Karl —exclama Corderita, porque fuera acaba de abrirse una puerta.

—Entonces, venga esa cena, mujer —dice Mörschel—. Y sí que tengo razón, yerno, pregunte a su pastor, eso es una grosería…

Entra un hombre joven, pero joven es tan solo una descripción cronológica; su aspecto, en lugar de juvenil, es más amarillento y malhumorado que el del viejo.

—… nas noches —gruñe y, haciendo caso omiso del invitado, se despoja de la chaqueta, el chaleco y la camisa. Pinneberg lo contempla con creciente asombro.

—¿Has hecho horas extra? —pregunta el viejo.

Karl Mörschel se limita a gruñir algo ininteligible.

—Déjate de fregoteos, Karl —advierte la señora Mörschel—, y ven a cenar.

Pero el aludido, tras dejar correr el agua en la pila, empieza a lavarse con fruición. Se ha desnudado hasta las caderas, y Pinneberg se siente un tanto avergonzado por Corderita. Pero a ella no parece importarle, por lo visto le resulta natural.

Pinneberg, sin embargo, piensa que hay muchas cosas que no son naturales. Los feos platos de loza con las zonas negruzcas desportilladas, las tortas medio frías de patata con sabor a cebolla, el pepino en vinagre, la floja cerveza embotellada solo para los hombres, amén de esa cocina desalentadora, el tipo ese lavándose…

Karl se sienta a la mesa y farfulla entre dientes:

—Caramba, ¿cerveza?

—Este es el novio de Emma —explica la señora Mörschel—. Quieren casarse pronto.

—Así que ha pescado a uno —dice Karl—. Un burgués, vamos. Un proleta no es lo bastante fino para ella.

—Ya lo ves —dice papá Mörschel, muy satisfecho.

—Mejor será que pagues tu contribución a la casa antes de abrir la boca aquí —declara mamá Mörschel.

—¿Qué significa «ya lo ves»? —pregunta Karl, malhumorado, a su padre—. Prefiero a un verdadero burgués antes que a vosotros, los nacionalsocialistas.

—Nacionalsocialistas —responde el viejo, furioso—. Aquí no hay más fascista que tú, secuaz de los soviéticos.

—Claro, hombre —replica Karl—, vosotros, los héroes del acorazado…

Pinneberg escucha con cierta complacencia. El hijo está obligando al viejo a probar su propia medicina.

No obstante, las tortas de patata no mejoran por eso, ni es una cena simpática. Se imaginaba su fiesta de compromiso muy distinta.

Charla nocturna sobre el amor y el dinero

P
inneberg ha dejado pasar su tren, también puede viajar a las cuatro de la mañana. A esa hora aún llegará a tiempo al comercio.

Los novios se han sentado en la oscura cocina. Dentro, en una habitación, duerme el señor Mörschel; en la otra, su esposa. Karl se ha marchado a una asamblea del Partido Comunista.

Tras juntar dos sillas de la cocina, se sientan con la espalda hacia el fogón, ya frío. La puerta del balconcito de la cocina está abierta y el viento mece la cortina de la puerta. Fuera, por encima de un cálido patio, con estruendo de radio, se extiende el cielo nocturno, oscuro, con estrellas muy pálidas.

—Me gustaría —confiesa Pinneberg en voz baja estrechando la mano de Corderita— que viviéramos bien. —Intenta describirlo—: Tendríamos una casa luminosa, con cortinas blancas y siempre limpia e inmaculada.

—Lo entiendo —dice Corderita—, lo entiendo, nuestro hogar debe de parecerte malo, ya que no estás acostumbrado. —No lo decía con esa intención, Corderita.

—Sí, sí. ¿Por qué no vas a decirlo si es malo? Que Karl y papá estén siempre discutiendo es malo. Que papá y mamá se peleen siempre, también. Y que siempre quieran engañar a mamá con lo que le dan para contribuir a los gastos de la casa y mamá los engañe con la comida… todo es malo.

—Pero ¿por qué son así? Ganáis dinero los tres, así que debería iros bien.

Corderita calla.

—Yo no formo parte de esto —admite al fin—. Siempre he sido la Cenicienta. Cuando papá y Karl llegan a casa, ha terminado su trabajo diario. Entonces empiezo yo a lavar y a planchar y a coser y a zurcir calcetines. Ay, no es eso —exclama—, lo haría gustosa. Pero que todo eso sea completamente natural y que en cambio te empujen y te den codazos, que nunca te dediquen una buena palabra y que Karl se comporte como si me alimentase porque entrega más dinero para la casa que yo… Yo no gano mucho, es cierto, pero ¿cuánto gana hoy una dependienta?

—Pronto pasará —advierte Pinneberg—. Muy pronto.

—Ay, si es que no es eso —exclama, desesperada—, no es nada de eso. Pero, ¿sabes, chico?, siempre me han despreciado, me llaman «tonta». Seguro que no soy muy lista. Hay muchas cosas que no entiendo. Y, además, tampoco soy guapa…

—Sí lo eres.

—Eres el primero que lo dice. Cuando alguna vez íbamos al baile, nadie me sacaba a bailar. Y cuando mamá recomendaba a Karl que enviase a sus amigos, este replicaba: «Pero ¿quién va a querer bailar con semejante cabra? ». De veras, eres el primero…

Un sentimiento inquietante asalta a Pinneberg. «La verdad es que no debería contarme esas cosas, piensa. Siempre he creído que era bonita. Y ahora resulta que a lo mejor no lo es… »

Pero Corderita prosigue:

—Mira, chico, no quiero agobiarte con lamentaciones. Lo diré una sola vez: que sepas que yo no pertenezco aquí, que solo te pertenezco a ti. A ti únicamente. Y te estoy muy agradecida, no solo por el crío, sino por haber aceptado a Cenicienta…

—Oye —dice él—. ¡Oye!

—No, ahora todavía no… Y cuando afirmas que nuestro hogar tiene que ser luminoso y limpio, debes tener un poco de paciencia, todavía no he aprendido a cocinar bien.

Y si hago algo mal, tendrás que decírmelo, y yo jamás te mentiré…

—Claro, Corderita, claro.

—Y nunca jamás discutiremos. Dios mío, chico, qué felices seremos los dos solos. Y luego el tercero, el crío.

—¿Y si es niña?

—Es un crío, te lo aseguro, un dulce pequeñajo.

Al cabo de un rato se levantan y salen al balcón. El cielo se extiende por encima de los tejados con las estrellas en su interior. Permanecen callados unos instantes, cada uno con la mano sobre el hombro del otro.

Después retornan a este mundo del patio estrecho, los numerosos cuadrados de las ventanas iluminados, la estridencia del
jazz

—¿Compraremos una radio? —pregunta de pronto él.

—Sí, claro. Así no estaré tan sola cuando te marches al comercio. Pero más adelante. ¡Tenemos tantísimas cosas que comprar!

—Sí —musita él.

Silencio.

—Chico —empieza a decir Corderita con voz suave—. Tengo que preguntarte una cosa.

—¿Sí? —responde, inseguro.

—¡Pero no te enfades!

—No me enfadaré.

—¿Has ahorrado algo?

Pausa.

—Un poco —contesta vacilante—. ¿Y tú?

—También un poco —y a renglón seguido—: Pero solo muy muy muy poco.

—Dilo tú —dice él.

—No, tú primero —replica ella.

—Yo… —comienza, y se interrumpe.

—¡Dilo ya! —ruega ella.

—Es que realmente es muy poco, acaso aun menos que tú. —Seguro que no.

—Seguro que sí.

Pausa… prolongada.

—Pregúntame —pide el joven.

—Bueno —contesta ella respirando hondo—. ¿Es más de…? Se detiene.

—¿De qué? —inquiere.

—¡Qué tontería! —de repente se echa a reír—. ¿Por qué me voy a avergonzar? Tengo ciento treinta marcos en la caja.

Él dice despacio y orgulloso:

—Cuatrocientos setenta.

—¡Qué bien! —exclama Corderita—. Todo irá como una seda. Seiscientos marcos. ¡Menudo montón de dinero, chico!

—No sé… —comenta él—. A mí no me parece mucho. Pero la vida de soltero es carísima.

—Y de mi sueldo de ciento veinte marcos, tengo que entregar setenta marcos por la comida y el alojamiento.

—Cuesta mucho ahorrar tanto dinero —reconoce él.

—Una eternidad —precisa ella—. Y no hay manera de conseguir más.

Pausa.

—Creo que nos costará encontrar un piso en Ducherow —opina él.

—Entonces tendremos que alquilar una habitación amueblada.

—Eso nos permitirá ahorrar más para nuestros muebles.

—Pero creo que amueblada es carísima.

—Echemos cuentas —propone él.

—Sí, veamos para cuánto nos da. Lo calcularemos como si no tuviéramos nada ahorrado.

—Sí, esa suma no debemos tocarla, sino aumentarla. Así que ciento ochenta marcos de sueldo…

—Pero casado cobrarás más.

—Pues, ¿sabes?, no lo sé. —Parece muy confundido—. Según el convenio, quizá sí, pero mi jefe es tan raro…

—Yo no tendría en cuenta sus rarezas.

—Corderita, primero calcularemos con ciento ochenta. Si es más, estupendo, pero de momento eso lo tenemos asegurado.

—De acuerdo —accede—. Empecemos por las retenciones.

—Bien —contesta él—. Ahí no hay nada que hacer. Impuestos: seis marcos y seguro de desempleo, dos con setenta.

Y seguro de empleados, cuatro marcos. Y seguro de enfermedad, cinco con cuarenta. Y el sindicato, cuatro marcos cincuenta…

—Bueno, el sindicato sobra…

—Olvídalo. Ya he tenido bastante con tu padre.

—Vale —accede Corderita—, son veintidós marcos con sesenta de retenciones. ¿Necesitas dinero para transporte? —Gracias a Dios, no.

—Entonces, nos quedan ciento cincuenta y siete marcos con cuarenta. ¿A cuánto ascenderá el alquiler?

—Pues no lo sé. Habitación y cocina amueblada, seguro que cuarenta marcos.

—Pongamos cuarenta y cinco —dice Corderita—. Quedan ciento doce marcos con cuarenta. ¿Cuánto crees que nos hará falta para comer?

—Calcúlalo tú.

—Mi madre siempre dice que necesita un marco con cincuenta al día por persona.

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