Pequeño hombre ¿y ahora qué? (2 page)

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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

BOOK: Pequeño hombre ¿y ahora qué?
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Corderita, detrás de él, acaricia sus cabellos.

—Déjalo, chico. Ya verás, nos las arreglaremos…

—Pero es que es de todo punto imposible… —estalla Pinneberg, pero enmudece. Acaba de entrar la enfermera.

—Doctor, lo llaman por teléfono…

—Ya lo ven —dice el médico—. Recuerden lo que les digo, se alegrarán. Cuando nazca el niño, vengan a verme y tomaremos medidas preventivas. No confíen en la lactancia. Bien, en ese caso… ¡Ánimo, joven señora!

Estrecha la mano de Corderita.

—Querría… —dice Pinneberg mientras saca la cartera.

—Ah, sí —interviene el médico, ya en la puerta, valorando a ambos de una ojeada—. Bueno, quince marcos, enfermera.

—Quince… —murmura Pinneberg arrastrando las sílabas con los ojos en la puerta.

El doctor Sesam ha desaparecido. Pinneberg saca con parsimonia un billete de veinte marcos, observa con el ceño fruncido cómo le extienden la factura y la recoge. Su frente se ilumina un poco:

—¿Esto me lo reembolsará el seguro, verdad?

La enfermera lo mira, después a Corderita.

—Confirmación de embarazo, ¿me equivoco? —y sin esperar siquiera respuesta, añade—: Pues no. El seguro no lo cubre.

—Vamos, Corderita —dice él.

Bajan las escaleras despacio. La joven se detiene en un descansillo y toma la mano de él entre las suyas.

—No te entristezcas, por favor. Todo se arreglará.

—Claro, claro —contesta sumido en sus pensamientos.

Tras recorrer un tramo de Rothenbaumstrasse, doblan para adentrarse en Mainzer Strasse. Allí hay edificios altos y mucha gente, pasan riadas de coches, ya han salido los periódicos de la noche, pero nadie les presta atención.

—¡Sus ingresos no son malos, pero me quita quince marcos de mis ciento ochenta, el muy ladrón! —aduce.

—Yo lo arreglaré —dice Corderita—. Yo lo arreglaré.

—¡Anda ya! ¿Tú? —replica él.

Desde Mainzer Strasse llegan a Krümperweg, donde sobreviene un repentino silencio.

—Ahora entiendo algunas cosas —admite Corderita.

—¿A qué te refieres?

—Bah, no es nada, solo que siempre me siento mal por la mañana. Y además era tan raro…

—Pero tienes que haberlo notado, ¿no?

—Siempre pensé que me vendría. ¿A quién se le ocurre imaginar lo contrario?

—A lo mejor se ha equivocado.

—No, no lo creo. Es cierto.

—Pero cabe la posibilidad de que se haya equivocado.

—No creo…

—¡Por favor! ¡Presta atención a lo que digo! ¡Es posible! —¿Posible? ¡Todo es posible!

—Bueno, pues entonces a lo mejor te viene la regla mañana. ¡Menuda carta le escribiré entonces! —Y redacta una misiva, absorto en sus pensamientos.

A Krümperweg le sigue la Hebbelstrasse. La pareja recorre muy lentamente en esa tarde estival una calle en la que crecen unos olmos preciosos.

—Y le exigiré que me devuelva mis quince marcos, faltaría más —dice de pronto Pinneberg.

Corderita no contesta. Tantea con cuidado con toda la anchura del zapato y mira con atención dónde pisa; es todo tan diferente.

—¿Adónde vamos? —pregunta él de repente.

—Tengo que regresar a casa —informa Corderita—. No le he dicho a mamá que me ausentaría.

—¡Lo que faltaba! —exclama.

—No te enfades, chico —le ruega—. Procuraré salir a las ocho y media. ¿Qué tren vas a coger?

—El de las nueve y media.

—Entonces te acompañaré a la estación.

—Y nada más —dice él—. Otra vez nada más. Menuda vida la nuestra.

Lütjenstrasse es una auténtica calle proletaria, siempre es un hervidero de niños, allí es imposible despedirse de verdad.

—No te preocupes tanto, chico —lo anima dándole la mano—. Yo lo arreglaré.

—Sí, sí —responde, intentando sonreír—. Tienes todos los triunfos en la mano, Corderita, y ganas todas las bazas.

—Bajaré a las ocho y media. Seguro.

—Y ahora ¿ni un beso?

—Imposible, en serio, lo chismorrean todo enseguida. Ánimo. ¡Ánimo!

Lo mira.

—De acuerdo, Corderita —le contesta—. Y tú tampoco te preocupes. Todo se arreglará de un modo u otro.

—Pues claro que sí —remacha la joven—. No me desanimo. Hasta luego.

Se apresura, ligera, por la oscura escalera, su pequeño maletín golpea contra la barandilla: clap-clap-clap.

Pinneberg sigue con los ojos sus piernas claras. Cien mil veces ha desaparecido ya Corderita por esa maldita escalera.

—¡Corderita! —grita—. ¡Corderita!

—¿Sí? —pregunta ella desde arriba, asomándose por encima de la barandilla.

—¡Un momento! —exclama. Se precipita escaleras arriba y, deteniéndose sin aliento, la agarra por los hombros—. ¡Corderita! —repite, jadeando por la excitación y la falta de aire—. Emma Mörschel, ¿quieres casarte conmigo?

La señora Mörschel, el señor Mörschel y Karl Mörschel. Pinneberg cae en manos de la «mörscheleria»

C
orderita Mörschel no responde. Soltándose de Pinneberg, se sienta con cuidado en un peldaño de la escalera. De pronto sus piernas desaparecen. Ahora, ya sentada, alza la vista hacia su chico.

—Dios mío —musita—. ¡Si hicieras eso, chico!

Sus ojos azul oscuro con un toque verdoso se iluminan; ahora casi rebosan de luz resplandeciente.

«Como si todos los árboles de Navidad de su vida ardieran de pronto en su interior», piensa Pinneberg, muy turbado por esa emoción.

—Entonces, todo arreglado, Corderita —dice—. Lo haremos.

Y cuanto antes, ¿vale?

—Pero, chico, no tienes por qué hacerlo. Ya me las arreglaré. Pero, claro, tienes razón, es mejor que el crío tenga un padre.

—El crío —murmura Johannes Pinneberg—. Claro, el crío. Se queda callado un instante. En su interior se está librando una batalla para decidir si confiesa a Corderita que en su petición de mano no ha pensado en absoluto en ese crío, sino únicamente en lo odioso que resulta esperar tres horas a tu novia en la calle en esa tarde estival. Pero en lugar de contárselo, le ruega:

—Vamos, levántate, Corderita. Seguro que la escalera está sucísima. Tu espléndida falda blanca…

—¡Olvida la falda, olvídala! ¡Qué nos importan todas las faldas del mundo! Soy tan feliz. ¡Hannes! ¡Chico!

Se incorpora y lo abraza de nuevo. Y la casa se muestra bondadosa: de los veinte inquilinos que entran y salen por esa escalera al atardecer, después de las cinco, un período de tiempo en que los padres de familia regresan al hogar y todas las amas de casa salen presurosas a buscar un ingrediente olvidado para la cena, no aparece nadie.

Hasta que Pinneberg se libera, diciendo:

—Pero seguro que esto también podemos hacerlo arriba… como prometidos que somos. Subamos.

Corderita pregunta, dubitativa:

—¿Ahora mismo? ¿No será mejor que prepare a papá y mamá? Todavía no saben nada de ti…

—Cuando hay que hacer algo, cuanto antes mejor —declara Pinneberg sin intentar dirigirse a la calle—. Además, seguro que se alegrarán, ¿no?

—Mamá, mucho —comenta Corderita meditabunda—. Papá, ya sabes, no te lo tomes muy a pecho. A mi padre le gusta bromear, no habla en serio.

—Lo entenderé —afirma Pinneberg.

Corderita abre la puerta: un vestíbulo de reducidas dimensiones. Detrás de una puerta entornada una voz ordena:

—¡Emma, ven aquí!

—Un momento, mamá —contesta Emma Mörschel—. Voy a quitarme los zapatos.

Toma de la mano a Pinneberg y lo conduce de puntillas a una pequeña habitación interior con dos camas.

—Deja tus cosas ahí. Sí, esa es mi cama, ahí duermo yo. La otra es la de mi madre. Papá y Karl duermen enfrente, en el cuarto pequeño. Vamos, ven. ¡Espera, tu pelo! —Le pasa deprisa un peine por los cabellos alborotados.

A los dos les late muy fuerte el corazón. Ella lo toma de la mano, cruzan la entrada, abren la puerta de la cocina. Junto al fogón, una mujer de espalda redonda, encorvada, fríe algo en una sartén. Pinneberg divisa un vestido pardo y un enorme delantal azul.

La mujer no alza la vista.

—Emma, baja deprisa al sótano y sube briquetas de carbón. Por más que se lo diga cien veces a Karl…

—Mamá —dice Emma—, este es mi novio, Johannes Pinneberg, de Ducherow. Pensamos casarnos.

La mujer situada junto al fogón alza la vista. Tiene la tez morena, una boca poderosa, dura y peligrosa, ojos duros y muy claros, y miles de arrugas. Una anciana proletaria.

La mujer dedica a Pinneberg una mirada breve, dura, irritada. Después sigue trajinando en sus tortillas de patata.

—Mentecata —le espeta la madre—. ¿Es que ahora vas a traerme a casa a tus ligues? Ve a por carbón, que se me está apagando la lumbre.

—Mamá —insiste Corderita, intentando sonreír—, quiere casarse conmigo, de veras.

—Que vayas a por carbón, muchacha —ordena la anciana mientras agita el tenedor.

—¡Mamá…!

La mujer levanta la vista.

—¿Todavía no has bajado? —pregunta despacio—. Te estás ganando un bofetón.

Corderita aprieta muy deprisa la mano de su Pinneberg. Después, cogiendo una cesta, exclama con toda la alegría de la que es capaz:

—Enseguida vuelvo. —Y la puerta del pasillo se cierra. Pinneberg, abandonado en la cocina, observa con cautela a la señora Mörschel, temeroso de que una simple mirada pueda irritarla, y luego la ventana. Solo se divisa el cielo azulado del estío y unas cuantas chimeneas.

La señora Mörschel aparta la sartén y manipula los aros del fogón. El trajín produce numerosos tintineos. Hurga en las brasas con el atizador mientras gruñe entre dientes.

—Perdón, ¿cómo dice? —pregunta Pinneberg con tono cortés.

Son las primeras palabras que pronuncia en casa de los Mörschel.

Más le habría valido guardar silencio, pues la mujer se abalanza sobre él como un buitre, en una mano el badil y en la otra el tenedor para dar vuelta a las tortas, pero eso no es lo peor, a pesar de que manotea con ellos. Lo peor es su rostro, en el que todas las arrugas se contraen y saltan, y sus ojos, crueles y furiosos.

—¡Como deshonre a mi chiquilla…! —grita fuera de sí.

Pinneberg retrocede un paso.

—Pero si quiero casarme con Emma, señora Mörschel —responde, temeroso.

—Usted se figura que no me entero de nada —dice la mujer impertérrita—. Llevo dos semanas aquí, esperando. Ella me dirá algo, pienso; ella me traerá pronto al tipo, pienso, y aquí estoy, esperando. —Recupera el aliento—. Mi Emma es una buena chica, ¿me entiende?, no es una desgraciada. Siempre ha sido alegre. Nunca me ha dado una mala contestación… ¿Pretende usted deshonrarla?

—No, no —susurra Pinneberg muerto de miedo.

—¡Sí! ¡Sí! —grita la señora Mörschel— ¡Sí! ¡Sí! Llevo aquí dos semanas esperando a que me traiga sus paños para lavarlos… y ¡nada! ¿Cómo ha sido usted capaz de hacerlo, eh?

Pinneberg lo ignora.

—Somos jóvenes —contesta con mansedumbre.

—Hay que ver —replica la anciana, furibunda—, mira que haber utilizado a mi chica para eso —de repente se encoleriza de nuevo—: ¡Los hombres sois todos unos cerdos, qué asco!

—Nos casaremos en cuanto consigamos los papeles —declara Pinneberg.

La señora Mörschel se aproxima al fogón. La grasa chisporrotea.

—Y usted ¿qué es? —pregunta la anciana—. ¿Está en condiciones de casarse?

—Soy contable. En un comercio de granos.

—Entonces, empleado, ¿eh?

—Sí.

—Habría preferido un obrero. ¿Cuánto gana?

—Ciento ochenta marcos.

—¿Limpios?

—No, hay que descontar las retenciones.

—Eso está bien —dice la mujer—, no es mucho. Mi chica tiene que seguir siendo sencilla. —Y de repente se encrespa de nuevo—: No crea que recibirá dote. Nosotros somos proletarios. Entre nosotros eso no se estila. Solo la escasa ropa que se ha comprado ella misma.

—Todo eso es innecesario —dice Pinneberg.

La mujer vuelve a enfadarse.

—Usted tampoco tiene nada. No tiene pinta de ahorrar. Cuando uno va por ahí con semejante traje, es que no anda muy sobrado.

Pinneberg no necesita reconocer que ha acertado, porque Corderita entra con el carbón. Está de un humor excelente.

—¿Se te ha comido, pobrecito? —pregunta—. Mi madre es una auténtica tetera, siempre se desborda al hervir.

—No seas tan descarada, chica —le riñe la vieja—. O te ganarás un sopapo. Id al dormitorio a besuquearos. Primero deseo hablar a solas con tu padre.

—Bueno —dice Corderita—. ¿Has preguntado ya a mi novio si le gustan las tortas de patata rallada? Hoy es el día de nuestro compromiso.

—¡Largo de aquí los dos! —exclama la señora Mörschel—.

Y nada de cerrar la puerta, iré a echar un vistazo un par de veces para que no cometáis ninguna tontería.

Ellos se sientan en las sillas blancas junto a la mesita, uno frente al otro.

—Mamá es una sencilla trabajadora —advierte Corderita—. Es muy ordinaria, pero no malintencionada.

—Oh, a veces sí —contesta Pinneberg con una sonrisa sardónica—. Tu madre está al cabo de la calle, ya me entiendes, de lo que hoy nos ha comunicado el doctor.

—Pues claro. Mamá siempre lo sabe todo. Creo que le has caído bien.

—Venga ya, pues no daba esa impresión.

—Mamá es así. Siempre regañando… Yo ya ni la escucho.

Durante un momento reina el silencio, ambos permanecen sentados uno frente al otro muy modositos, las manos sobre la mesita.

—También hemos de comprar los anillos —dice Pinneberg, meditabundo.

—Ay, Dios mío, claro —contesta Corderita deprisa—. Dime, rápido, ¿cómo te gustan más, brillantes o mates?

—Mates —contesta.

—¡A mí también, a mí también! —exclama ella—. Creo que tenemos los mismos gustos en todo. Estupendo. ¿Cuánto costarán?

—No lo sé. ¿Treinta marcos?

—¿Tanto?

—¿Los compraremos de oro?

—Pues claro que los compraremos de oro. Déjame ver, tomemos medidas.

Se acerca a ella. Cogen un trozo de hilo de un carrete. Es difícil. O el hilo aprieta o está demasiado flojo.

—Mirar las manos incita a pelearse —advierte Corderita.

—Pero no las miro —responde—. Yo las beso. Beso tus manos, Corderita.

Llaman a la puerta con los nudillos.

—¡Venid! ¡Ha llegado papá!

—Enseguida —responde Corderita, liberándose de su brazo—. Deprisa, vamos a prepararnos un poco. Papá bromea continuamente.

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