Pequeño hombre ¿y ahora qué? (6 page)

Read Pequeño hombre ¿y ahora qué? Online

Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

BOOK: Pequeño hombre ¿y ahora qué?
4.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

De vuelta a la habitación, la joven despliega una actividad infatigable. Retira todas las colchas, tapetes y labores de ganchillo y las dobla con pulcritud.

—Deprisa, chico, trae un platito de la cocina. No se vaya a creer que pretendemos quedarnos con sus alfileres.

Al fin exclama: —¡Ya está! —Coloca el paquete con las colchas encima de su brazo y escudriña a su alrededor—. Y tú coge el reloj, chico.

Él sigue dudando:

—¿De veras tengo que…?

—Tú coge el reloj. Yo iré delante para abrirte las puertas.

Y ciertamente le precede, sin el menor atisbo de temor. Primero cruzan el reducido vestíbulo, después penetran en un cuarto parecido a un trastero con escobas y cachivaches similares, y luego atraviesan la cocina…

—¿Lo ves, chico? ¡Esto es una cocina! ¡Pero aquí solo puedo venir a por agua!

… A continuación cruzan un dormitorio, una especie de toalla larga y estrecha, con dos camas…

—¿Ha dejado la cama de su difunto? Mejor que si tuviéramos que dormir en ella nosotros.

… Y después pasan a una pequeña habitación casi completamente a oscuras, tan gruesas son las cortinas de tapicería que cuelgan ante la única ventana.

La señora Pinneberg se detiene en la puerta y saluda en dirección a la oscuridad con voz insegura:

—Buenas noches. Solo queríamos desearle buenas noches.

—Un momento —dice una voz llorosa—. Solo un momento. Enseguida enciendo la luz.

Pinneberg manipula algo en una mesa a espaldas de Corderita, y esta oye el tintineo del valioso reloj. Seguro que está escondiéndolo a toda prisa.

Todos los hombres son cobardes, sentencia Corderita.

—Enseguida enciendo la luz —repite la voz quejumbrosa desde el mismo rincón—. ¿Son ustedes los jóvenes? Primero he de arreglarme, por las noches siempre lloro un poco…

—¿Sí? —pregunta Corderita—. Pero si molestamos… Solo pretendíamos…

—No, voy a encender la luz. Quédense, jóvenes. Les contaré por qué he llorado y daré la luz…

En ese momento se enciende realmente la luz, lo que la anciana Scharrenhöfer llama luz: una bombilla mortecina, muy alta en el techo, que genera una triste penumbra entre terciopelo y felpa, algo lívida, de un gris cadavérico. Y en la lóbrega estancia hay una mujer alta y huesuda, pálida, con una larga nariz enrojecida, ojos acuosos, cabellos finos, blanco grisáceos, con un vestido gris de alpaca.

—Los jóvenes —dice, tendiendo a Corderita una mano húmeda y huesuda—. ¡En mi casa! ¡Los jóvenes!

Corderita aprieta con fuerza el paquete de colchas contra su cuerpo. Sobre todo que no lo vea la anciana de ojos tristes, llorosos. Menos mal que el chico se ha librado de su reloj, a lo mejor pueden llevárselo luego sin llamar la atención. El valor de Corderita se ha esfumado.

—Pero, de verdad, no queremos molestarla —insiste Corderita.

—¿Cómo van a molestar ustedes? Ya no viene nadie a verme. ¡Ay, cuando aún vivía mi marido…! Pero está bien que él haya muerto.

—¿Padecía una grave enfermedad? —pregunta Corderita, asustada de su estúpida pregunta.

La anciana, sin embargo, no la ha oído.

—Fíjense ustedes, jóvenes —les dice—. Antes de la guerra poseíamos nuestros buenos cincuenta mil marcos. Pero ahora el dinero se ha acabado. ¿Cómo puede haberse acabado? —pregunta, temerosa—. Una mujer vieja no puede gastar tanto, ¿no?

—Cuando hay inflación —apunta Pinneberg, cauteloso.

—No puede haberse acabado —insiste la anciana haciendo oídos sordos—. Yo hago mis cálculos. Siempre lo he anotado todo. Ahí pone: una libra de mantequilla, tres mil marcos… ¿Puede costar tres mil marcos una libra de mantequilla?

—Cuando hay inflación… —empieza a decir Corderita.

—Se lo contaré a ustedes. Ahora sé que me robaron mi dinero. Uno que vivió aquí de alquiler me lo robó. Yo estoy aquí y pienso: ¿quién fue? Pero no acierto a recordar el nombre, y desde la guerra han vivido tantos aquí… Yo estoy aquí, cavilo. Se me ocurre que debió de ser uno listísimo, para que no me diera cuenta falsificó mi libro de gastos domésticos. Convirtió un tres en un tres mil sin que me percatara.

Corderita mira, desesperada, a Pinneberg. Este no alza la vista.

—Cincuenta mil… ¿Cómo pueden haberse acabado cincuenta mil? Yo he estado aquí, he calculado todo lo que he comprado durante años, desde la muerte de mi marido, medias y un par de camisas, yo tenía un precioso ajuar, no necesito mucho, está todo anotado. Cincuenta mil, les repito que no…

—Pues entonces se debe a la depreciación de la moneda. —Corderita no ceja en su intento.

—Me lo robó —responde, quejumbrosa, la anciana y lágrimas claras fluyen sin esfuerzo de sus ojos—. Les enseñaré los libros, me he dado cuenta ahora, después los números son completamente distintos, con muchos ceros.

Se levanta para aproximarse al secreter de caoba.

—En serio, no es necesario —dicen Corderita y Pinneberg.

En ese momento sucede: fuera, el reloj que Pinneberg ha dejado a escondidas en el dormitorio de la anciana, da las nueve, presuroso y con claridad.

La anciana se detiene a mitad de camino. La cabeza levantada, atisba en la oscuridad, escucha con la boca entreabierta, los labios temblorosos.

—¿Sí? —pregunta, medrosa.

Corderita agarra el brazo de Pinneberg.

—Ese es el reloj de compromiso de mi marido. Pero ¿no estaba en el otro lado?

El reloj ha dejado de sonar.

—Señora Scharrenhöfer, nos gustaría pedirle… —empieza a decir Corderita.

Pero la anciana no oye, quizá no oye absolutamente nada de lo que hablan los demás. Abre la puerta entornada y aparece el reloj, visible incluso con esa luz mortecina.

—Los jóvenes me han devuelto mi reloj —musita la anciana—. El regalo de compromiso de mi marido. A los jóvenes que viven en mi casa no les gusta. Y ellos tampoco se quedan conmigo. Ninguno se queda…

Y nada más decirlo, el reloj comienza de nuevo a dar la hora aún más deprisa, acaso con claridad más cristalina aún, tañido a tañido, diez veces, quince, veinte, treinta…

—Eso es por acarrearlo. Ya no resiste el transporte —susurra Pinneberg.

—¡Por Dios, ven deprisa! —ruega Corderita.

Pero la anciana, en la puerta, les impide el paso mientras contempla el reloj.

—Da la hora —musita—. Da la hora sin parar. Y después no vuelve a darla. Lo oigo por última vez. Todo me abandona. Hasta el dinero. Cuando el reloj daba la hora, yo siempre pensaba: mi marido aún lo oyó…

El reloj ha enmudecido.

—Perdone, señora Scharrenhöfer, siento mucho haber tocado su reloj.

—La culpa es mía —solloza Corderita—. Solo mía

—Váyanse, jóvenes, váyanse. Así son las cosas Buenas noches, jóvenes.

Los dos pasan encogidos, temerosos, intimidados como niños pequeños.

De pronto la mujer exclama con voz clara y nítida:

—¡El lunes no se olviden de inscribirse en la comisaría! O tendré problemas.

Se alza el velo de la mística, Bergmann y Kleinholz, y también por qué Pinneberg no puede estar casado

N
o saben bien cómo han llegado a su habitación atravesando todas esas estancias oscuras y atiborradas, cogidos de la mano como niños muertos de miedo.

Ahora están en su habitación, también bastante fantasmagórica, uno junto al otro, sumidos en la oscuridad, como si la luz les repugnase, como si esta pudiera ser tan tristona como la iluminación mortecina de casa de la anciana.

—Ha sido horrible —dice Corderita, respirando hondo.

—Sí —asiente su marido. Y al cabo de un momento repite—: Sí. Esa mujer está loca, Corderita, muerta de pena por su dinero.

—Lo está. Y yo… —los dos siguen todavía cogidos en la oscuridad—, y yo tengo que pasar todo el día aquí sola en casa, y ella puede entrar a verme. ¡No, no!

—Tranquilízate, Corderita. Hace poco se comportó de manera completamente distinta. A lo mejor solo ha sucedido una vez.

—Jóvenes… —repite Corderita—. Lo dice de una forma tan tea como si todavía desconociéramos algo. ¡Chico, chico, no quiero volverme como ella! Nunca me volveré como ella, ¿verdad? Me aterra.

—Pero si eres Corderita —responde él, estrechándola entre sus brazos. Ella se siente tan desvalida, tan grande y tan desvalida, que acude a él en busca de protección—. Tú eres Corderita y lo seguirás siendo. ¿Cómo vas a volverte igual que la vieja Scharrenhöfer?

—¿Verdad que no? Y para nuestro retoño tampoco será bueno que yo viva aquí. Él no debe asustarse, su madre quiere estar siempre alegre para que él también lo esté.

—Sí, sí —contesta su esposo, acariciándola y meciéndola—. Lo haremos, todo se arreglará.

—Eso dices tú. Pero no me prometes que nos mudaremos. ¡Sin tardanza!

—¿Podemos hacerlo? ¿Acaso tenemos dinero para pagar dos pisos durante mes y medio?

—¡Ay, el dinero! —exclama ella—. ¿Tengo que asustarme? ¿El crío tiene que volverse raquítico por un puñado de dinero?

—¡Ay, sí, el dinero! —repite él—. El maldito y querido dinero.

La mece en sus brazos. De repente se siente sabio y viejo, las cosas que antes importaban dejan de tener importancia. Puede ser sincero.

—No me adornan especiales prendas, Corderita —le confiesa—. Yo no ascenderé, Corderita. Siempre tendremos que afanarnos por el dinero.

—¡Qué dices! —replica ella con voz cantarina—. ¡Qué dices!

El viento mueve las cortinas blancas de las ventanas. Una suave luz ilumina el cuarto. Atraídos mágicamente, ambos se dirigen cogidos del brazo a la ventana abierta y se asoman.

La luz de la luna ilumina el campo. A la derecha del todo brilla un puntito titilante, trémulo: la última farola de gas de la Feldstrasse. Pero ante ellos se extiende el campo, bellamente dividido en una claridad amistosa y en una suave y profunda sombra de la que emergen los árboles. Reina tal silencio que incluso allí arriba oyen el chapoteo del Strela encima de unas piedras. El aire nocturno acaricia muy suavemente sus frentes.

—¡Qué hermoso es esto! —exclama ella—. ¡Qué apacible!

—Sí —reconoce él—. Sienta de maravilla. Se respira hondo, no como en vuestra casa en Platz.

—Vuestra casa… Yo ya no vivo en Platz, ya no pertenezco a Platz, estoy en Grünes Ende, en casa de la viuda Scharrenhöfer…

—¿Solo con ella?

—Solo con ella.

—¿Quieres que bajemos otra vez?

—Ahora no, chico, quedémonos aquí un ratito más. Además, me apetece preguntarte algo.

«Ha llegado el momento», piensa él.

Pero no le pregunta. Está apoyada en la ventana, el viento le mueve el pelo rubio en la frente, colocándolo así y asá. La mira.

—Qué apacible… —repite Corderita.

—Sí —dice él, y añade—: Vámonos a la cama, Corderita.

—Y ¿por qué no nos quedamos levantados un rato? Mañana podemos dormir lo que nos apetezca, porque es domingo. Además, deseo preguntarte algo.

—¡Pues pregunta de una vez! —exclama Pinneberg, un tanto irritado.

Luego coge un cigarrillo, lo enciende con cuidado, da una profunda calada y repite con un tono mucho más suave:

—Pregunta de una vez, Corderita.

—¿Es que no quieres decírmelo?

—Pero si no sé lo que quieres preguntar.

—Claro que lo sabes.

—Por supuesto que no, Corderita…

—Lo sabes.

—Por favor, Corderita, sé razonable. ¡Pregunta!

—Lo sabes.

—Pues no preguntes —replica ofendido.

—Chico, chico —dice ella—, ¿te acuerdas cuando estábamos en la cocina, en Platz? El día de nuestro compromiso. Estaba todo oscuro y había tantas estrellas, y a veces salíamos al balcón de la cocina.

—Sí —responde enfurruñado—. Lo recuerdo. ¿Y?

—¿Se te ha olvidado nuestra conversación?

—¡Venga, por favor, que estuvimos hablando hasta por los codos! ¡Si tuviera que acordarme de todo!

—Pero es que hablamos de algo muy concreto. Incluso nos lo prometimos.

—No me acuerdo —dice él, tajante.

En fin, ahí tenemos ese paisaje iluminado por la luna ante la señora Emma Pinneberg, de soltera Mörschel. La pequeña farola de gas situada a la derecha parpadea. Y justo enfrente, en la orilla de este lado del Strela, crece un grupo de árboles, cinco o seis. El Strela chapotea y el viento nocturno es muy agradable.

Todo en general es muy agradable, y ese calificativo cabría dar a esta noche: agradable. Pero algo en el interior de Corderita la reconcome, algo parecido a una voz: tanto deleite es una mentira, un autoengaño, y deja de ser agradable, hasta que de pronto uno se encuentra enfangado hasta las orejas.

Corderita, de golpe, da la espalda al paisaje y dice:

—Sí, nos prometimos una cosa. Nos prometimos solemnemente que siempre seríamos sinceros el uno con el otro y que no habría secretos entre nosotros.

—Perdona, no fue así. Eso me lo prometiste tú.

—Y ¿tú no quieres ser sincero?

—Pues claro que quiero; sin embargo, hay cosas que las mujeres no tienen por qué saber.

—¡Vaya! —exclama Corderita, completamente abatida. Pero se recupera con rapidez y añade a toda prisa—: ¿Que le dieras al chófer cinco marcos cuando el taxi solo costaba dos con cuarenta es una de esas cosas que las mujeres no debemos saber?

—¡Subió la maleta y el edredón!

¿Por dos marcos sesenta? Y ¿por qué llevabas la mano derecha dentro del bolsillo ocultando el anillo? ¿Por qué tenía que estar echada la capota del coche? ¿Por qué no has querido bajar conmigo a la tienda? Y ¿por qué la gente puede sentirse ofendida por estar casados? Y ¿por qué…?

—Corderita —la interrumpe él—. Corderita, de veras, no me gustaría…

—Todo esto es un disparate, chico —replica—. Tú, simplemente, no debes tener secretos conmigo. Porque si tenemos secretos, mentiremos y entonces acabaremos siendo igual que los demás.

—Sí, claro, Corderita, pero…

—¡Puedes contármelo todo, chico, todo! Aunque me llames Corderita, estoy enterada. No tengo nada que reprocharte.

—Ya, ya, Corderita, pero la cosa no es tan sencilla, ¿sabes? Me gustaría, claro, pero… parece tan estúpido, suena tan…

—¿Es algo relacionado con alguna chica? —pregunta decidida.

—No, no. O sí, pero no lo que tú crees.

—Entonces, ¿qué? Suéltalo ya, chico. Me muero de curiosidad.

—De acuerdo, Corderita, si así lo deseas… —Pero vuelve a vacilar—: ¿Y si te lo cuento mañana?

—Ahora misino. En el acto. ¿Crees que conseguiré dormir dándole vueltas a la cabeza? Es algo de una chica, pero no de una chica… Suena tan misterioso.

Other books

Daisies Are Forever by Liz Tolsma
The Four Swans by Winston Graham
The Call of Cthulhu by H. P. Lovecraft
Anglo-Saxon Attitudes by Angus Wilson
Elemental Pleasure by Mari Carr
All the Little Live Things by Wallace Stegner
Still the Same Man by Jon Bilbao