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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

Pequeño hombre ¿y ahora qué? (8 page)

BOOK: Pequeño hombre ¿y ahora qué?
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Ella camina despacio con sus zapatillas y su bata hasta la esquina, hasta el local de Bruhn. Pero su marido no está. Podría preguntar con educación si ha estado, pero la educación no va con ella y prefiere cubrir de improperios al tabernero: dar de beber a borrachos, menudos bribones. Lo denunciará por inducir a la embriaguez.

El viejo Bruhn en persona, el de la barba cerrada, la saca fuera, ella está que trina de rabia junto al gigante, pero este la agarra con firmeza.

—Vamos, jovencita —dice.

Y ella se encuentra en la calle. En la plaza mayor de una ciudad pequeña, con adoquines irregulares, casas de dos pisos, a veces gabletes, fachadas que dan a la plaza, todas con las cortinas corridas, todas oscuras. Solo las farolas de gas resplandecen y tiemblan.

¿Ir ahora a casa? ¡Ni por asomo! Que Emil se burle de ella durante días, que le tome el pelo diciendo que fue a buscarlo y no lo encontró. Tiene que encontrarlo, arrancarlo de la mejor borrachera, de la compañía más borracha… de la juerga más deliciosa.

¡La juerga más deliciosa!

De repente le viene a la mente: ese día hay baile en el Tívoli, allí estará Emil. ¡Sí! ¡Allí estará!

Y cruza media ciudad de esa guisa, en zapatillas y bata, hasta el Tívoli. El cajero de la Agrupación Armonía quiere cobrarle un marco por entrar y ella se limita a espetarle:

—¿Quieres que te suelte un sopapo?

El cajero no quiere saber nada más de ella.

Así que entra en el salón de baile. Al principio, un tanto inhibida, atisba desde detrás de una columna, pero después su furia se desborda. Ahí está su todavía guapo Emil con su barba rubia baila que te baila con una pequeña fresca vestida de negro, a ella no la conoce, suponiendo que pueda denominarse baile a esos trompicones de borracho. El encargado del baile dice:

—¡Señora! ¡Señora, por favor!

Y entonces comprende que se ha desatado un fenómeno de la naturaleza, un tornado, una erupción volcánica, y las personas son impotentes contra eso. Y retrocede. Se forma una calle entre los bailarines, ella se dirige entre dos muros humanos hacia una de las parejas que se afana y tropieza sin sospechar nada, una pareja desprevenida.

Él recibe en el acto una bofetada.

—¡Ay, corazón! —grita sin comprender, pero poco a poco se va haciendo la luz en su mente…

Ella sabe que ha llegado el momento de marcharse, con dignidad, con elegancia. Le ofrece el brazo:

—Es la hora, Emil. Vamos.

Su marido la acompaña. Abandona la sala con paso torpe, sin dignidad, cogido de su brazo. Vuelve a mirar como un gran perro apaleado a su pequeña, simpática y dulce compañera vestida de negro, obrera en la fábrica de marcos de Stossel, que tampoco ha tenido ninguna suerte en la vida y que se ha alegrado muchísimo de la solvencia y la prodigalidad del caballero. Él se marcha, ella también. Fuera aparece de repente un coche, lo cierto es que la dirección de la Armonía sabe que en tales ocasiones lo mejor es pedir un taxi por teléfono cuanto antes.

Durante el trayecto, Emil Kleinholz se sume en un profundo sueño. Ni siquiera se despierta cuando la mujer lo mete en casa con ayuda del chófer, lo lleva a la cama, a esa odiada cama conyugal que él ha abandonado con tanto afán dos horas antes. Duerme. La mujer apaga la luz y yace un momento a oscuras, y vuelve a encender la luz para contemplar a su marido, su guapo, calavera y rubio marido. Bajo la cara hinchada, macilenta, ve el rostro de antaño, cuando le hacía la corte, pródigo en artimañas y bromas, siempre alegre, siempre descarado, siempre dispuesto a manosearle el pecho, y ciertamente tampoco le importaba nunca la bofetada que se ganaba por ello.

Y en la medida en que su pequeño y estúpido cerebro es capaz de pensar, analiza el camino recorrido desde entonces hasta el presente: dos hijos, una hija fea, un hijo feo y gruñón. Un negocio medio dilapidado, un hombre dado a la vida licenciosa… ¿Y ella? ¿Y ella?

Sí… Al final solo cabe llorar, cosa que también puede hacerse a oscuras, al menos así se ahorra luz cuando tanto se derrocha. Y entonces le viene a la mente cuánto habrá despilfarrado él hoy en esas dos horas, y enciende de nuevo la luz, rebusca en su cartera, cuenta y calcula. Y de nuevo a oscuras se propone ser amable con él a partir de entonces, y gime y se lamenta:

—De nada sirve lamentarse. ¡Tengo que atarlo más corto aún!

Y luego vuelve a llorar y al final se queda dormida igual que quien al fin consigue conciliar el sueño tras un dolor de muelas, un parto, una riña o una desbordante e infrecuente alegría.

El primer despertar acontece a las cinco y ella se limita a entregar deprisa la llave del cajón de la avena al encargado de preparar el pienso para los animales; el segundo a eso de las seis, cuando la muchacha llama a la puerta para recoger la llave de la despensa. ¡Una hora más de descanso! Y más tarde, el tercer despertar, el definitivo, a las siete menos cuarto, el chico tiene que ir al colegio y su marido todavía duerme. Cuando echa un vistazo al dormitorio a las ocho menos cuarto, él, ya despierto, se siente mal.

—Te está bien empleado por darte a la bebida —le reprocha antes de marcharse.

Luego él baja a desayunar, sombrío, mudo, devastado.

—Un arenque, Marie —se limita a pedir.

—Podrías avergonzarte un poco, padre, de tu vida licenciosa —dice Marie, mordaz, antes de traer el arenque.

—¡Dios me confunda! —grita él—. ¡Que esta se vaya ahora mismo de casa! —vocifera.

—Tienes razón, papá —lo tranquiliza la mujer—. ¿Para qué alimentas a tres muertos de hambre?

—Pinneberg es el mejor. ¡Pinneberg tiene que apencar! —explica el hombre.

—Claro. Apriétale las tuercas.

—Por descontado que lo haré —contesta el hombre.

Y a continuación el patrón de Johannes Pinneberg, señor de los ingresos del joven, de Corderita y del crío nonato, pasa a la oficina.

Comienza el tormento. El nazi Lauterbach, el demoníaco Schulz y el marido secreto, en apuros

E
l primer empleado en llegar a la oficina es Lauterbach: a las ocho menos cinco. No lo hace por ser un celoso cumplidor de sus obligaciones, sino por aburrimiento. Ese tarugo bajo, grueso, rubio claro, de manos enormes y coloradas fue en su día funcionario agrícola. Pero a Lauterbach no le gustaba el campo y se mudó a la ciudad. Se fue a Ducherow a trabajar con Emil Kleinholz. Allí se ha convertido en una especie de experto en simientes y abonos. Los campesinos no se alegraban demasiado al verlo encima del vagón cuando entregaban patatas. Lauterbach se daba cuenta en el acto de si el género era bueno o intentaban engañarlo colando Silesia, de carne blanca, entre la variedad de carne amarilla. Mas por otro lado Lauterbach tampoco era tan malo. Ciertamente no aceptaba que lo sobornasen invitándole a una copa de aguardiente —él nunca bebía aguardiente porque hay que proteger a la raza aria de esas drogas para degenerados—, así que no echaba un trago ni aceptaba cigarrillos. Palmeaba con energía los hombros de los campesinos:

—¡Viejo tramposo! —les descontaba el diez, el quince, el veinte por ciento del precio, y con esto los desagraviaba, portaba la cruz gamada, les contaba los mejores chistes sobre judíos, informaba del último viaje propagandístico de las SA a Buhrkow y Lensahn. En suma, era alemán, digno de confianza, un enemigo de los judíos, de los extranjeros, de las reparaciones, de los sociatas y del Partido Comunista. Eso lo compensaba todo.

El caso es que Lauterbach se había ido con los nazis por aburrimiento. Se había puesto de manifiesto que Ducherow era tan poco adecuado como el campo para llenar su tiempo libre. No tenía planes con ninguna chica, y como el cine no empezaba hasta las ocho de la tarde y el servicio divino terminaba a las diez y media, quedaba un largo y vacío intermedio.

Los nazis no eran aburridos. Él ingresó enseguida en los Grupos de Asalto, en las peleas demostró ser un hombre joven extraordinariamente juicioso que utilizaba sus zarpas, y lo que en ese momento llevara en ellas, con una sensibilidad de resultados casi artísticos. El anhelo vital de Lauterbach estaba apaciguado: podía pelearse casi todos los domingos y a veces incluso entresemana por la noche. Sin embargo, el hogar de Lauterbach era la oficina. Allí tenía colegas, un jefe, una jefa, obreros, campesinos: a todos ellos podía contar lo sucedido, lo que iba a suceder, la viscosa y lenta papilla de su perorata se derramaba sobre justos y pecadores, animada por las estruendosas carcajadas cuando describía cómo se encargaba de los hermanos soviéticos.

Hoy no puede referir historias parecidas, pero en cambio han llegado nuevas instrucciones para cada «Jefe de grupo» y ahora se lo cuenta a Pinneberg, que ha aparecido puntual a las ocho: ¡los de las SA tienen nuevas insignias!

—Me parece sencillamente genial. Hasta ahora solo teníamos los números de la Sección de Asalto. Ya sabes, Pinneberg, cifras arábigas bordadas en la solapa derecha. Ahora hemos recibido además un cordón bicolor en el borde del cuello. Eso es genial, ahora se puede comprobar siempre por la espalda a qué Sección de Asalto pertenece cada hombre de las SA. ¡Imagínate lo que esto supone en la práctica! O sea, que estamos en una pelea, por ejemplo, veo que uno está sacudiendo a otro y por el cuello sé…

—Fantástico —Pinneberg asiente mientras clasifica las hojas de ruta del sábado por la tarde—. ¿Oye, Múnich 387536 era realmente una carga general?

—¿El vagón de trigo? Sí. Y figúrate, nuestro jefe de grupo lleva ahora una estrella en la solapa izquierda.

—¿Qué es un jefe de grupo? —pregunta Pinneberg.

Schulz, el tercer muerto de hambre, llega a las ocho y diez. Y su llegada relega de golpe al olvido las insignias nazis y las hojas de ruta del trigo. Llega el demoníaco, el genial, pero poco merecedor de confianza Schulz, un hombre capaz de calcular de memoria 285, 63 por 3, 85 más deprisa de lo que lo hace Pinneberg en el papel, pero es un hombre que tiene mucho éxito con las mujeres, un calavera sin escrúpulos, un donjuán, el único hombre que ha conseguido besar a Mariechen Kleinholz, así como quien no quiere la cosa, por sus abundantes dones, y sin embargo no lo han casado en el acto.

Llega Schulz con sus rizos negros, engominados, sobre el rostro amarillo, arrugado, de ojos negros, grandes, brillantes; Schulz, el elegante de Ducherow con la raya del pantalón y el sombrero negro de fieltro de pelo (cincuenta centímetros de diámetro); Schulz, con gruesos anillos en sus dedos amarilleados por la nicotina; Schulz, el rey de los corazones de las criadas, el ídolo de las dependientas, al que esperan por la noche delante de la tienda y se disputan baile tras baile.

Llega Schulz.

—Buenos días —saluda. Cuelga su ropa con mucho cuidado en una percha, dirige a los colegas una mirada primero inquisitiva, después compasiva y luego despreciativa, y les espeta—: ¡Vaya, vaya, veo que no sabéis nada!

—¿A qué chavala anónima te beneficiaste ayer? —pregunta Lauterbach.

—No sabéis nada. Nada en absoluto. Estáis aquí sentados, calculando las hojas de ruta del ferrocarril, las contabilizáis, y sin embargo…

—¿Qué?

—Emil… Emil y Emilie… ayer por la noche en el Tívoli…

—¿Es que la llevó con él? ¡Imposible!

Schulz se sienta.

—Por cierto, habría que expedir de una vez por todas las muestras de trébol. Quién lo hará, ¿tú o Lauterbach?

—¡Tú!

—Esa labor no es cosa mía, sino de nuestro querido técnico agrícola. El jefe bailaba animadamente con Frieda, la de la fábrica de marcos, de pelo negro, yo estaba a dos pasos, y de pronto se le abalanza la vieja Emilie en bata, debajo solo debía de llevar el camisón…

—¿En el Tívoli?

—¡Mientes, Schulz!

—¡Es tan cierto como que estoy aquí sentado! En el Tívoli, la Agrupación Armonía había organizado una velada de baile familiar. ¡Orquesta militar de Platz, finísima! ¡El ejército, hecho un pincel! Y de repente nuestra Emilie se lanza sobre su Emil, le atiza una torta, viejo borracho, cerdo asqueroso…

¿Qué importan las hojas de ruta? ¿Qué importa el trabajo? La oficina Kleinholz tiene su escándalo.

Lauterbach le ruega:

—Cuéntalo otra vez, Schulz. Así que la señora Kleinholz entra en la sala… No acierto a imaginármelo… ¿Por qué puerta entró? ¿Cuándo la viste primero?

Schulz responde, halagado:

—¿Qué más voy a contar? Si ya lo sabes. Bueno, pues ella entra justo por la puerta del pasillo, muy colorada, ya sabes, se pone roja, azulada y violácea… Así que entra…

Pero el que entra es Emil Kleinholz, en la oficina concretamente. Los tres se separan de golpe, se sientan en sus sillas, el papel cruje. Kleinholz los contempla, mira sus cabezas gachas.

—¿Nada que hacer? —grazna—. ¿Nada que hacer? Voy a despedir a uno. ¿A quién será?

Ninguno de los tres levanta la cabeza.

—Racionalizar. Donde tres vaguean, dos pueden ser laboriosos. ¿Qué me dice usted, Pinneberg? Aquí es el más joven.

El aludido guarda silencio.

—Claro, claro, ahora ya nadie abre la boca. Pero antes… ¿Qué aspecto tiene mi vieja, eh, viejo verde, roja, azulada y violácea? ¿Lo despido a usted? ¿Lo echo ahora mismo?

Ha estado escuchando, el muy perro, piensan los tres lívidos de espanto. ¡Dios santo! Pero ¿qué he dicho?

—No hablábamos de usted, señor Kleinholz —responde Schulz en voz muy baja, como para sí mismo.

—Y usted, ¿qué? ¿Eh? —Kleinholz se dirige a Lauterbach.

Pero Lauterbach no es tan medroso como sus dos colegas. Lauterbach es uno de los dos o tres empleados a los que les da igual tener trabajo o no.

—¿Yo? —pregunta—. ¿Tengo que tener miedo yo? ¿Con estas zarpas? Hago de todo, de mozo de cuadra, de descargador. ¿Empleado? ¡Cuando escucho eso me quedo pasmado!

Así que Lauterbach mira sin miedo los ojos enrojecidos de su jefe.

—¿Sí, señor Kleinholz?

Kleinholz pega tal puñetazo sobre el mostrador que vibra.

—¡Voy a despedir a uno de vosotros, compañeros! Vosotros veréis… Mas no por eso estaréis seguros. La gente como vosotros abunda. Usted, Lauterbach, vaya al granero del pienso, meta en sacos con Kruse cien quintales de harina de cacahuete. ¡De Rufisque! ¡Alto, no, que vaya Schulz, que hoy parece un cadáver, le sentará bien levantar sacos!

Schulz desaparece sin decir ni pío, alegre de haberse escapado.

—Usted, Pinneberg, vaya a la estación, pero deprisita. Encargue para mañana temprano a las seis cuatro vagones cerrados de veinte toneladas, queremos expedir el trigo al molino. ¡Largo!

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