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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

Pequeño hombre ¿y ahora qué? (9 page)

BOOK: Pequeño hombre ¿y ahora qué?
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—Sí, señor Kleinholz —contesta Pinneberg antes de salir disparado. No se siente muy bien, pero seguramente habrá sido pura palabrería de Emil como consecuencia de la resaca. Aun así…

Cuando regresa a Kleinholz desde la estación de ferrocarril, divisa al otro lado de la calle una figura femenina, una chica, una mujer, su mujer…

Así que cruza despacio la calzada hasta el otro lado de la calle…

Por ahí viene Corderita con un bolso de red en la mano. No lo ha visto. Ahora se acerca al escaparate del carnicero Brecht y se detiene junto al género expuesto. El se acerca mucho a ella, lanza una mirada inquisitiva por la calle, por los edificios, sin vislumbrar peligro alguno a la vista.

—¿Qué hay hoy de comida, joven señora? —susurra junto a su hombro, y cuando está a diez pasos de distancia, se vuelve a contemplar una vez su rostro transido de alegría.

Vaya, si la señora Brecht lo ha visto desde la tienda; ella lo conoce, pues siempre le compraba salchichas. Ha cometido otra imprudencia, en fin, qué se le va a hacer, cuando uno tiene una mujer así. Por lo visto ella todavía no ha comprado cazuelas, porque tiene que vigilar mucho el dinero…

En la oficina está el jefe. Solo. Lauterbach y Schulz han salido. Malo, piensa Pinneberg, malísimo. Pero el jefe no se fija en él, con una mano en la frente, la otra se desliza despacio arriba y abajo por las filas de números del libro de caja mientras silabea.

Pinneberg evalúa la situación. Lo más astuto, le pasa por la mente, es recurrir a la máquina de escribir. Cuando uno escribe a máquina es cuando menos le hablan.

Pero se equivoca. Apenas ha escrito: «Estimado señor, por la presente nos permitimos enviarle una muestra de nuestro trébol rojo o violeta, cosecha de este año, garantizado, con un poder germinativo del noventa y cinco por ciento, y una pureza del noventa y nueve por ciento… », una mano se posa sobre su hombro.

—Oiga, Pinneberg, un momento… —Le dice el jefe.

—¿Qué desea, señor Kleinholz? —pregunta apartando los dedos de las teclas.

—Está usted escribiendo lo del trébol rojo. Deje esa labor a Lauterbach…

—De acuerdo…

—¿Va bien el asunto de los vagones?

—Sí, señor Kleinholz.

—Esta tarde tenemos todos que arrimar el hombro y ensacar el trigo. También tendrán que echar una mano mis mujeres. Atando los sacos.

—Sí, señor Kleinholz.

—Marie es muy hábil en esas tareas. En general es una chica muy capaz. No es precisamente una belleza, pero capacidad le sobra.

—Sin duda, señor Kleinholz.

Ahí están los dos, sentados uno frente al otro. Es en cierto modo una pausa en la conversación. El señor Kleinholz quiere que sus palabras surtan efecto, que sean, valga la expresión, el revelador que descubra la imagen que encierra la placa.

Pinneberg, sentado, contempla abatido y muy preocupado a su jefe, que se sienta ante él con un abrigo loden verde y botas altas.

—Bueno, Pinneberg —el jefe reanuda la conversación con tono muy sentimental—, ¿lo ha pensado? ¿Qué me dice?

Pinneberg reflexiona, aterrado. Pero no se le ocurre ninguna salida.

—¿A qué se refiere, señor Kleinholz? —pregunta neciamente.

—Al despido —contesta el patrón tras una larga pausa—. ¡Al despido! Si estuviera en mi lugar, ¿a quién despediría usted?

Pinneberg se acalora. Qué canalla. Qué cerdo. ¡Está apretándome las tuercas!

—No puedo contestarle, señor Kleinholz —declara, preso de la inquietud—. No puedo hablar contra mis colegas.

El señor Kleinholz paladea la ocasión.

—¿Así que si usted fuera yo no se despediría? —inquiere.

—¿Si yo fuera…? ¿A mí mismo? Pero si no puedo…

—Bueno —replica Emil Kleinholz, levantándose—. Estoy convencido de que reflexionará sobre el asunto. Porque tiene usted un mes de preaviso, ¿verdad? Y eso sería el uno de septiembre para el primero de octubre, ¿me equivoco?

Kleinholz abandona la oficina para contar a mamá que ha apretado las tuercas a Pinneberg. Es posible que entonces mamá le sirva un trago. La verdad es que le apetece.

Corderita prepara una sopa de guisantes, que queda demasiado aguada, y escribe una carta

L
o primero que hace Corderita por la mañana es ir a comprar. Coloca deprisa los edredones en la ventana para ventilarlos y sale a la compra. ¿Por qué no le habrá dicho lo que tiene que cocinar? ¡Ella no lo sabe ni intuye lo que le gusta comer a su marido!

La meditación disminuye las posibilidades, al final el espíritu planificador de Corderita queda reducido a una sopa de guisantes. Es fácil y barata, y puede consumirse durante dos mediodías seguidos.

¡Ay, Dios mío, qué suerte tienen las chicas que han asistido a una verdadera clase de cocina! A mí, mi madre siempre me echaba del fogón. ¡Largo de aquí, la torpe os manda saludos!

¿Qué necesita? Agua. Una cazuela. Y guisantes. ¿Cuántos? Seguro que un cuarto de kilo basta para dos personas, los guisantes cunden mucho. ¿Sal? ¿Apio y perejil? ¿Un poco de grasa? Bueno, quizá, por si las moscas. ¿Cuánta carne? Primero, ¿de qué tipo? Vaca, por supuesto. Cuarto de kilo bastará. Los guisantes son muy nutritivos y comer demasiada carne, insano. Y además patatas, claro.

Corderita se marcha a la compra. Es maravilloso pasear por la calle una mañana de diario, cuando todo el mundo está en la oficina y el aire todavía es fresco a pesar de que el sol brilla con fuerza.

Un gran autobús de correos de color amarillo toca la bocina al cruzar la plaza mayor. Detrás de esas ventanas de ahí quizá se siente su chico. Pero no está allí, porque diez minutos más tarde le pregunta por encima del hombro qué hay de comida. La carnicera seguro que ha notado algo, está tan rara, y pide treinta pfennigs por medio kilo de huesos para sopa, no le queda más remedio que reconocerlo, simples huesos mondos y lirondos, sin una miaja de carne. Escribirá a su madre preguntándole si la receta está bien. No, mejor no, es preferible arreglárselas sola. Pero tiene que escribir a la madre de su marido. Y durante el regreso a casa empieza a redactar la carta en su mente.

La Scharrenhöfer parece un espectro nocturno; en la cocina, cuando Corderita va a por agua, no ve ninguna huella de que allí se haya cocinado o se cocine, todo está limpio, frío, y de la habitación trasera no sale el menor ruido. Pone los guisantes, ¿se añadirá enseguida la sal? Será mejor esperar hasta el final, hay más posibilidades de acertar.

Y ahora, la limpieza. Es duro, aún más duro de lo que Corderita imaginaba, oh, esas estúpidas rosas de papel, esas guirnaldas, descoloridas y de un verde chillón, esos muebles tapizados descoloridos, esos ángulos, esas esquinas, esos pomos, esas balaustradas. Tiene que terminar para las once y media, entonces escribirá la carta. El chico, que tiene de doce a dos para comer, no llegará antes de la una menos cuarto, primero tiene que ir al ayuntamiento para la inscripción.

A las doce menos cuarto está sentada ante una pequeña mesa de nogal, con el papel de cartas amarillo de su juventud frente a sí.

Primero la dirección: «Señora Marie Pinneberg, Berlín NW 40, Spenerstrasse 92 II».

Hay que escribir a la madre, uno tiene que comunicárselo cuando se casa, sobre todo siendo el único varón, incluso el único hijo. Aunque no esté de acuerdo con ella, porque como hijo uno no está de acuerdo con su estilo de vida.

—Mi madre debería avergonzarse —le explicó Pinneberg.

—¡Pero, chico, si lleva veinte años viuda!

—¡Da igual! Y ni siquiera es siempre el mismo.

—Hannes, tú también has tenido más chicas que yo.

—Eso es completamente distinto.

—¿Qué dirá el crío cuando calcule cuándo nació y cuándo nos casamos nosotros?

—Pero si todavía no sabemos la fecha en que nacerá…

—Sí. A principios de marzo.

—¿De veras? ¿Y eso por qué?

—Déjalo ya, chico, yo lo sé. Escribiré a tu madre, eso es lo correcto.

—Haz lo que quieras, pero no quiero oír una palabra más al respecto.

«Estimada señora»… Terriblemente estúpido, ¿verdad? Así no se escribe. «Querida señora Pinneberg»… pero parece que me dirijo la carta a mí misma y tampoco suena bien. Seguro que mi chico la leerá.

Bah, piensa Corderita, a lo mejor es justo como cree mi chico y entonces da completamente igual lo que yo escriba, o es una mujer simpática de veras y entonces prefiero escribir lo que me apetezca. Así que escribe:

Querida madre. Soy Emma, llamada Corderita, su nueva nuera. Hannes y yo nos casamos anteayer; el sábado. Estamos felices y satisfechos, y nos encantaría que se alegrase tanto como nosotros. Nos va bien, aunque por desgracia Hannes ha tenido que abandonar la confección y trabaja en un comercio de abonos, lo que no nos entusiasma demasiado.

Un saludo. Suya,

Corderita

Deja espacio libre. ¡¡Y ahí escribirá su nombre mi chico!!

Y como ya solo le queda media hora de tiempo, consulta su libro, comprado catorce días antes,
El divino milagro de la maternidad
.

Lee con el ceño fruncido: «Con el niñito llegan días felices y radiantes. Es la compensación que la naturaleza procura a la frágil e imperfecta naturaleza humana».

Ella intenta entenderlo, pero siempre se le escapa, le parece en extremo difícil y además tampoco se refiere directamente al crío. A continuación vienen unos versos que lee despacio un par de veces seguidas:

Oh, boca infantil, oh, boca infantil,

alegre de inconsciente sabiduría,

lenguaje conocido de los pájaros, lenguaje conocido

/de los pájaros

como Salomón.

Corderita no acaba de entenderlo del todo. Pero, llena de contento, se reclina hacia atrás, ahora hay minutos en los que siente tan pesado su vientre, rico, y lo repite en su interior con los ojos cerrados: «… lenguaje conocido de los pájaros, lenguaje conocido de los pájaros como Salomón».

Debe de ser poco más o menos el colmo de la alegría, siente ella. El crío tiene que ser alegre: «… lenguaje conocido de los pájaros… ».

—¡La comida! —grita su chico fuera, en el pasillo.

Mi comida, piensa ella, levantándose despacio.

—¿Aún no has puesto la mesa? —Le pregunta.

—Un momento, chiquito, lo haré enseguida —contesta, corriendo hacia la cocina—. ¿Pongo la cazuela sobre la mesa? Aunque también me gusta utilizar la sopera.

—¿Qué hay de comer?

—Sopa de guisantes.

—Estupendo. Bueno, trae la cazuela. Entretanto pondré la mesa.

Corderita sirve.

—¿No crees que está un poco aguada? —pregunta preocupada.

—Seguro que sabrá bien —contesta él mientras corta la carne sobre el platito.

Ella la prueba.

—¡Dios mío, qué floja! —exclama sin pensar, y añade—: ¡Ay, Dios mío, la sal!

También su marido aparta la cuchara. Las miradas de ambos se cruzan por encima de la mesa, por encima de la gruesa cazuela marrón esmaltada.

—Pues debería estar buena —se lamenta Corderita—. He puesto todos los ingredientes necesarios: un cuarto de kilo de guisantes, otro cuarto de carne, medio kilo de huesos, tendría que ser una sopa suculenta.

Él se levanta y remueve, meditabundo, la sopa con el cucharón esmaltado.

—De vez en cuando te encuentras pieles. ¿Cuánta agua le has puesto, Corderita?

—Debe de ser por los guisantes. Los guisantes no son sustanciosos.

—¿Cuánta agua? —insiste.

—Bueno, la cazuela llena.

—Cinco litros… para un cuarto de guisantes. Creo, Corderita —opina muy misterioso—, que es por el agua. Está demasiado aguada.

—¿Crees que he puesto demasiada? —inquiere, entristecida— . ¿Cinco litros? Pero es que tenía que durar dos días.

—Cinco litros… creo que es excesivo para dos días —prueba de nuevo—. Disculpa, Corderita, la verdad es que esto es un aguachirle caliente.

—Ay, mi pobre chico, ¿tienes un hambre espantosa? ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Quieres que suba unos huevos y prepare unos huevos estrellados con patatas fritas? Huevos estrellados y patatas fritas lo sé hacer con toda seguridad.

—¡Pues en marcha! —replica él—. Yo mismo traeré los huevos. —Y desaparece.

Cuando después se reúne con ella en la cocina, sus ojos lloran por la cebolla que ha cortado para las patatas.

—Pero, Corderita, ¡que no es una tragedia! —exclama.

Ella le rodea el cuello con sus brazos.

—Ay, chico, mira que si soy un ama de casa incapaz… Quisiera hacerlo todo perfecto para ti. Y si el crío no toma una buena comida, tampoco crecerá.

—¿Te refieres a ahora o al futuro? —pregunta él riendo—. ¿Crees que no aprenderás nunca?

—¿Lo ves? Encima me tomas el pelo.

—Lo de la sopa se me acaba de ocurrir hace un momento en la escalera. A la sopa no le falta nada, solo está aguada. Si vuelves a ponerla al fuego y la dejas hervir durante mucho rato, se consumirá el agua que sobra y tendremos una auténtica y suculenta sopa de guisantes.

—¡Bien! —exclama ella radiante—. Tienes razón. Lo haré esta misma tarde y tomaremos un plato para cenar.

Se trasladan a la habitación con sus patatas y dos huevos estrellados para cada uno.

—¿Te gusta? ¿Te saben igual que de costumbre? ¿No es demasiado tarde para ti? ¿No puedes echarte un rato? Pareces tan cansado, chiquito.

—Nooo. No es porque sea demasiado tarde, no, yo hoy no soy capaz de dormir. Ese Kleinholz…

Ha pensado mucho rato si debe siquiera contárselo.

Pero la noche del sábado acordaron que no se guardarían secretos, así que se lo cuenta. ¡Y además reconforta tanto desahogarse!

—Y ahora ¿qué hago? —pregunta él—. Si no le digo nada, seguro que me despedirá el día uno. ¿Y si le confesara simplemente la verdad? ¿Si le dijera que estoy casado, que no puede ponerme en la calle por las buenas?

Pero en ese aspecto Corderita es digna hija de su padre: un empleado no debe esperar nada del patrono.

—Le importará un bledo —responde enfurecida—. Antes sí, quizá entonces hubiese alguno que otro como es debido… Pero hoy… con tantos parados que necesitan salir adelante, ¡mis empleados me importan un bledo!, piensan esos.

—En realidad Kleinholz no es malo —comenta Pinneberg—, sino un tarambana. Habría que explicárselo como es debido. Que estamos esperando un crío y tal…

Corderita hierve de indignación.

—¿Contárselo a ese? ¿Al que pretende chantajearte? No, chico. Eso sí que no, ni soñarlo.

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