Y con un horrorizado «¡Ay, Señor! », Marie Kleinholz se levanta precipitadamente de la silla y del borde de la mesa, recoge rauda la ropa y sale apresuradamente. Pinneberg se queda sentado, a decir verdad muy satisfecho. Silba algo entre dientes y calcula muy diligente, mientras lanza una mirada de reojo para comprobar si Corderita regresa. Pero a lo mejor ya ha pasado.
Total, que dan las once, las once y media, y las doce menos cuarto, y Pinneberg entona su «Hosanna, alabada sea mí Corderita, tenemos otro mes asegurado», y todo habría ido de maravilla, pero a las doce menos cinco entra Kleinholz padre en la oficina, contempla a su contable, se acerca a la ventana, mira hacia el exterior y dice:
—No me canso de darle vueltas a la cabeza, Pinneberg. Me encantaría quedarme con usted y echar a uno de los otros. Pero que el domingo me adjudicase el reparto de pienso para divertirse con sus mujeres, eso no se lo perdono y por eso voy a despedirlo.
—¡Señor Kleinholz…! —con tono firme y viril Pinneberg inicia una explicación muy vaga, que seguro habría durado hasta después de las doce y por tanto más allá del plazo de despido posible—. Señor Kleinholz, yo…
Pero en ese momento, Emil Kleinholz vocifera iracundo:
—¡Maldita sea mi estampa, ahí está otra vez esa mujer! ¡Queda usted despedido con fecha uno de octubre, señor Pinneberg!
Y antes de que Johannes Pinneberg pueda pronunciar una sola palabra, Emil desaparece dando un portazo. Pinneberg ve a su Corderita doblar la esquina de la plaza mayor, y con un profundo suspiro mira el reloj. Las doce menos tres minutos. A las doce menos dos minutos, Pinneberg sale corriendo a toda velocidad, cruzando el patio, hacia el granero de siembra. Allí se precipita hacia Lauterbach y dice sin aliento:
—Lauterbach, ve a ver ahora mismo a Kleinholz y despídete. ¡Recuerda tu palabra de honor! Acaba de ponerme de patitas en la calle.
Pero Ernst Lauterbach, retirando con ademán pausado el brazo de la manivela de la aventadora, replica:
—Primero, son las doce menos un minuto y no puedo despedirme hasta las doce; segundo, antes tendría que hablar con Schulz, que no está; tercero, he sabido hace un rato por Marie que estás casado y, si eso es cierto, has sido pero que muy artero con nosotros, tus compañeros. Y cuarto…
Pinneberg, sin embargo, ya no oye la cuarta razón: el reloj de la torre da despacio, tañido a tañido, doce campanadas, es demasiado tarde. Pinneberg está despedido sin remedio.
T
res semanas más tarde —es un día nublado, ventoso, frío y lluvioso de septiembre—, tres semanas más tarde Pinneberg cierra despacio la puerta de salida de la oficina de su sindicato. Durante un momento se detiene en el descansillo de la escalera para leer una proclama que apela al sentimiento de solidaridad de todos los empleados. Tras un profundo suspiro, desciende despacio los peldaños.
El señor grueso de rutilantes dientes de oro de la oficina le ha demostrado con contundencia que no se puede hacer nada por él, que se queda en el paro sin remisión.
—Señor Pinneberg, usted sabe cómo está el ramo textil aquí, en Ducherow. No hay nada disponible —pausa. Y con reiterada firmeza—: Ni lo habrá.
—Pero el sindicato tiene delegaciones por todas partes —arguye Pinneberg, apocado—. ¿No podría ponerse en contacto con ellos? Tengo excelentes informes. A lo mejor en otro sitio —Pinneberg esboza un vago ademán a lo lejos—, a lo mejor en alguna parte hay algo que hacer.
—¡Eso está descartado! —explica con decisión el señor Friedrichs—. Si algo queda libre, y dónde va a quedar algo libre si todos permanecen en sus puestos como petrificados, en la localidad hay muchos afiliados que lo esperan. No sería justo, señor Pinneberg, que postergáramos a los afiliados de la localidad por un forastero.
—Pero ¿y si el forastero lo necesita más?
—No, no, sería completamente injusto. Hoy lo necesita todo el mundo.
Pinneberg no analiza con más detalle la cuestión de la justicia.
—¿Y en otra cosa? —pregunta, tenaz.
—Bueno… —El señor Friedrichs se encoge de hombros—. En otra cosa tampoco hay nada. Porque usted no tiene formación de contable, señor Pinneberg, aunque haya hecho sus pinitos en el tema con Kleinholz. Dios, Kleinholz, menuda empresa la suya… Por cierto, ¿es verdad que se emborracha todas las noches y después lleva mujeres a casa?
—No lo sé —contesta Pinneberg—. Por la noche no trabajo.
—Claro, claro, señor Pinneberg —responde el señor Friedrichs un tanto molesto—. Y el SEA también se opone a ese tipo de cosas: el cambio de personal poco cualificado de un ramo a otro. Eso no puede apoyarlo el sindicato, pues perjudica la posición de los empleados.
—¡Dios mío! —se lamenta Pinneberg. Y a continuación, tozudo—: Pero tiene que procurarme algo; en primer lugar, señor Friedrichs, estoy casado.
—¡En primer lugar! Eso serían ocho días netos. Así que hay que descartarlo por completo, ¿cómo voy a hacerlo? Tiene que comprenderlo, Pinneberg. Usted es una persona sensata.
Pinneberg no concede valor alguno a la sensatez.
—Esperamos un hijo, señor Friedrichs —musita.
Friedrichs alza la vista de soslayo hacia el solicitante. Después, con tono muy afectuoso, consolador:
—Bueno, los hijos vienen con un pan debajo del brazo. Eso dicen. De momento cuenta usted con el subsidio de desempleo. Cuántos tienen que apañarse con menos… Todo se arreglará, se lo aseguro.
—Pero tengo…
El señor Friedrichs comprende que debe hacer algo.
—Está bien, Pinneberg, preste atención. Comprendo que su situación no es precisamente halagüeña. Aquí… ¿lo ve?, escribiré su nombre en mi bloc de notas: Pinneberg, Johannes, veintitrés años, dependiente, ¿domicilio? ¿Dónde vive?
—En Grünes Ende.
—¿Eso está muy en las afueras, no? ¡Ya está! Y ahora su número de afiliado. Bien… —El señor Friedrichs contempla la nota, meditabundo—. Pondré esta nota aquí, junto a mi tintero, fíjese, para tenerla siempre ante mis ojos. Y cuando salga algo, pensaré primero en usted…
Pinneberg intenta decir algo.
—Bueno, le estoy dando un trato preferente, señor Pinneberg; en realidad es una injusticia con respecto a los demás afiliados, pero respondo de ello. Lo haré. Por encontrarse usted en tan mala situación.
El señor Friedrichs contempla la nota entornando los ojos, toma un lápiz rojo y añade un grueso signo de exclamación rojo.
—¡Bien! —exclama satisfecho, antes de depositar la nota junto al tintero.
Pinneberg suspira y se dispone a marcharse.
—Entonces, señor Friedrichs, seguro que se acordará de mí, ¿verdad?
—Tengo la nota. Tengo la nota. Mañana, señor Pinneberg.
Pinneberg se detiene en la calle, indeciso. En realidad ahora tendría que regresar a la oficina de Kleinholz, solo dispone de unas horas libres para buscar trabajo. Pero le da asco, le asquean sobre todo sus queridos compañeros, que ni se han despedido ni piensan despedirse, aunque preguntan solícitos:
—¿Qué, todavía sin empleo, Pinneberg? Tienes que esforzarte más porque los niños gritan pidiendo pan.
—Te voy a partir la boca… —replica Pinneberg con energía, mientras se encamina hacia el parque municipal.
¡Ese parque frío, ventoso, vacío! ¡Con esos arriates devastados! ¡Y esos charcos! ¡Y un vendaval que ni siquiera permite encender un cigarrillo! Bueno, mejor que mejor, de todos modos lo de fumar también se acabará muy pronto. ¡Pobre infeliz! ¡Nadie tiene que dejar de fumar seis semanas después de la boda, solo él!
Menudo viento. Cuando llegas a la orilla del parque, donde comienzan los sembrados, te embiste de verdad. Te sacude, agita tu abrigo, de repente tienes que sujetarte el sombrero. Son verdaderos sembrados otoñales, empapados de agua, desordenados, desoladores… En casa… Hay un dicho estúpido aquí, en la región: «Está bien que las casas sean huecas, para que puedan vivir dentro las personas».
Grünes Ende, por fin. Y cuando se acabe Grünes Ende, vendrá algo diferente, más barato, en cualquier caso cuatro paredes, un techo sobre la cabeza, calor. Una mujer, sí, una mujer. Es maravilloso yacer en una cama y que alguien resople en medio de la noche a tu lado. Es maravilloso leer el periódico y que alguien cosa o zurza sentado en la esquina del sofá. Es maravilloso llegar a casa y que alguien diga: «Buenas tardes, chiquito. ¿Qué tal hoy? ¿Todo bien? ». Es maravilloso tener a alguien por quien trabajar y preocuparse, y también, en mi caso, por quien estás preocupado y sin trabajo. Es maravilloso tener a alguien a quien consolar.
De pronto Pinneberg se echa a reír. Es ese salmón, ese cuarto de salmón. Pobre Corderita, qué desdichada se sentía. Consolarla, eso es.
Una noche, cuando se disponían a cenar, Corderita explicó que no podía comer, que todo le repugnaba. Pero que ese mismo día, en la tienda de
delicatessen
había visto un salmón ahumado, tan jugoso, tan sonrosado, ¡ojalá pudiera comprarlo!
—¿Y por qué no lo trajiste?
—¡Es que no te figuras lo que costaba!
Y hablan, que si sí, que si no, que es una insensatez, que resulta muy caro para ellos. ¡Pero si Corderita no puede comer otra cosa! Ahora mismo —la cena se demora media hora— su chico irá a la ciudad.
¡De eso ni hablar! Irá Corderita en persona. Qué se ha figurado él. Andar es muy sano y, además, ¿cree que se va a quedar allí sentada temiendo que él compre el salmón equivocado? Ella tiene que verlo con sus propios ojos, comprobar cómo la vendedora lo corta, loncha a loncha. Así que irá ella cueste lo que cueste.
—De acuerdo. Vas tú.
—Y ¿cuánto?
—Mitad de cuarto. Bueno, mejor trae un cuarto. Permitámonos el lujo de ser generosos por una vez.
La ve marcharse: camina con paso airoso, largo, vigoroso. Con ese vestido azul está preciosa. La sigue con la mirada, asomado a la ventana, hasta que desaparece, y después camina de un lado a otro. Calcula que cuando haya serpenteado cincuenta veces por la habitación, aparecerá. Corre a la ventana. En efecto, Corderita entra en el edificio en ese momento, sin mirar hacia arriba. Bueno, ya solo faltan dos o tres minutos. Se queda de pie, esperando. En una ocasión cree oír el ruido de la puerta del vestíbulo al abrirse. Pero Corderita no llega.
¿Qué demonios ocurre? La ha visto entrar en el edificio, pero no llega.
Abre la puerta del vestíbulo y Corderita aparece justo delante del umbral, arrimada a la pared, con el rostro inundado de lágrimas, temerosa, y le tiende un papel de estraza, brillante por la grasa y vacío.
—Pero, Dios mío, Corderita, ¿qué sucede? ¿Has perdido el salmón?
—Me lo he comido —solloza—. Me lo he comido todo yo sola.
—¿Y te lo has comido así, del papel? ¿Sin pan? ¿El cuarto entero? ¡Pero, Corderita…!
—Entero —gime—. Yo solita.
—Ven aquí, Corderita, y cuéntamelo. Entra, no llores por eso. Cuéntamelo todo desde el principio. Así que has comprado el salmón…
—Sí, y sentía avidez por él. Casi no podía aguantar ver cómo lo cortaban y lo pesaban. De modo que apenas he salido, he entrado en el siguiente portal, he cogido deprisa una loncha… y me la he zampado.
—¿Y después?
—Pues, chiquito —solloza—, he hecho lo mismo durante todo el trayecto, en cuanto veía un portal, no podía contenerme y entraba. Al principio no quería estafarte, lo repartía exactamente, mitad y mitad… Pero después he pensado: por una loncha a él no le importará. Total, que he seguido comiendo de lo tuyo, pero te he dejado un trozo, y lo he subido, hasta que aquí, en el vestíbulo, justo delante de la puerta…
—¿Te lo has comido?
—Sí, me lo he comido, y está fatal por mi parte, te he dejado sin salmón, chiquito. Pero no es maldad por mi parte —vuelve a sollozar—. Es mi estado. Yo nunca he sido ávida.
Y estoy terriblemente triste, mira que si el crío también sale igual de ávido… ¿Quieres que vuelva ahora deprisa a la ciudad y te traiga salmón? Te lo traeré, de verdad de la buena, te lo traeré.
El la mece en sus brazos.
—Ay, niñita grande. Niñita grande, que todo sea como esto…
Y la consoló y tranquilizó, y enjugó sus lágrimas, y empezaron a besarse despacio mientras oscurecía y caía la noche…
H
ace mucho que Pinneberg ha abandonado el ventoso parque municipal y camina por las calles de Ducherow con un destino fijo. Se ha abstenido de doblar para entrar en Feldstrasse, tampoco ha ido a la oficina de Kleinholz. Pinneberg camina, ha tomado una decisión trascendental. Ha descubierto que su orgullo es ridículo, ahora sabe que todo da igual, pero a Corderita no puede irle mal y el crío tiene que ser feliz. ¿Qué importa su persona? Él no es tan importante, puede humillarse tranquilamente, con tal de que sus dos amores estén bien.
Pinneberg se encamina derecho hacia la tienda de Bergmann, hacia la pequeña y oscura jaula separada de la tienda.
Y en efecto, allí está el jefe, imprimiendo una carta en la prensa copiadora. Eso aún se hace en Bergmann.
—¡Hombre, Pinneberg! —lo saluda Bergmann—. ¿Cómo le va?
—Señor Bergmann —contesta Pinneberg, acongojado—. He sido un tremendo idiota por haberle dejado. Le pido disculpas, señor Bergmann, me gustaría recuperar mi puesto.
—¡Alto! —exclama el señor Bergmann—. No diga más disparates, señor Pinneberg. No he oído sus palabras. No tiene que pedirme perdón, señor Pinneberg, no voy a volver a emplearlo.
—¡Señor Bergmann!
—¡No hable! ¡No suplique! Después se avergonzará por haber suplicado y habrá sido en vano. No volveré a emplearlo.
—Señor Bergmann, usted dijo que quería hacerme mendigar durante un mes antes de recuperar mi empleo…
—Lo dije, señor Pinneberg, es cierto, y lo siento en el alma. Lo dije llevado por la ira, porque usted es una persona tan formal, tan complaciente, excepto en el asunto del correo, y marcharse con semejante borracho y mujeriego… Me dejé llevar por la ira.
—Señor Bergmann —insiste Pinneberg—, ahora estoy casado, vamos a tener un hijo. Kleinholz me ha despedido. ¿Qué voy a hacer? Usted sabe cómo están las cosas aquí, en Ducherow. No hay trabajo. Vuelva a emplearme. Usted sabe que me gano el sueldo.
—Lo sé, lo sé —responde meneando la cabeza.
—Deme trabajo, señor Bergmann. ¡Por favor!
El judío bajo y feo, con el que el Señor no se mostró muy misericordioso al crearlo, menea la cabeza.