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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

Pequeño hombre ¿y ahora qué? (10 page)

BOOK: Pequeño hombre ¿y ahora qué?
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—Pero ¿qué voy a hacer entonces? Algo tendré que decirle.

—Yo… yo hablaría con los compañeros —sugiere Corderita, meditabunda—. A lo mejor también los ha amenazado igual que a ti. Si os mantenéis todos unidos, no creo que se atreva a despediros a los tres.

—No es mala idea —admite él—. Con tal de que no te engañen. Lauterbach no engaña, es demasiado tonto para eso, pero Schulz…

Corderita cree en la solidaridad de todos los trabajadores.

—¡Tus compañeros no van a venderte, hombre! No, chico, todo se arreglará. Yo siempre creo que no pueden irnos mal las cosas. Además, ¿por qué? Somos trabajadores, ahorrativos, buenas personas, queremos al crío y lo esperamos complacidos… así que ¿por qué nos iba a ir mal? ¡Sería absurdo!

Kleinholz busca bronca, Kube busca bronca y los empleados se escaquean. Todavía no hay guisantes

E
l granero de la firma Emil Kleinholz es una historia muy complicada. No cuenta con un verdadero dispositivo para ensacar. Todo tiene que ser pesado en básculas y los sacos se dejan caer por un hueco en el tejado a través de un tobogán hasta el camión.

Ensacar en una tarde ochenta mil kilos es otra vez el genuino teatro de Kleinholz. No existe la menor distribución del trabajo ni plan alguno. El trigo lleva una semana, mejor dicho, dos, en el granero; hace mucho que se habría podido comenzar a ensacar, pero no, hay que hacerlo en una tarde.

El granero bulle de gente, todos los que Kleinholz ha podido reunir en tan poco tiempo colaboran. Unas mujeres barren el trigo hasta los montones y hay tres básculas a pleno rendimiento: Schulz en la primera, Lauterbach en la segunda y Pinneberg en la tercera.

Emil corre de un lado a otro, de peor humor que por la mañana, porque Emilie le ha dejado completamente seco, por eso tampoco les ha permitido subir al granero a ella y a Marie. La ira del tiranizado se ha impuesto a todos los sentimientos paternales.

—No quiero ni oleros siquiera, malas bestias.

—¿Tiene usted en cuenta el peso del saco, señor Lauterbach? ¡Menudo idiota! ¡Un saco de un quintal pesa tres libras, no dos! Se ensaca exactamente un quintal en tres libras, señores. Y que nadie se pase del peso. No tengo nada que regalar. Yo comprobaré el peso, mi querido Schulz.

Dos hombres deslizan un saco hacia la tolva. El saco se abre y un chorro de trigo pardo rojizo cae al suelo crepitando.

—¿Quién ha atado ese saco? ¿Usted, Schmidt? ¡Maldita sea mi estampa, debería saber manejar los sacos! Ya no es usted una jovencita. ¡Y no me mire embobado, Pinneberg, su báscula pesa de más! ¿No le he dicho que no regalamos nada, idiota?

Ahora Pinneberg mira de hito en hito, muy enfadado, por cierto, a su jefe.

—¡No me mire como un cretino! Si no le gusta, ahí tiene la puerta. Schulz, mentecato, suelte ahora mismo a Marheinecke. Este individuo pretende liarse con las mujeres en mi granero.

Schulz murmura algo ininteligible.

—¡Cierre el pico! Le ha dado un pellizco en el trasero a Marheinecke. ¿Cuántos sacos tiene ahora?

—Veintitrés.

—Esto no avanza. ¡No avanza! Pero os lo aseguro, nadie bajará del granero hasta que no estén terminados los ochocientos sacos. No hay vísperas. Y si tenéis que seguir aquí a las once de la noche, aquí estaré yo…

Bajo el tejado, sobre el que cae el inclemente sol agosteño, hace un calor agobiante. Los hombres solo llevan camisa y pantalón, y las mujeres, poco más. Huele a polvo seco, a sudor, a heno, al yute fresco y brillante de los sacos de trigo y, sobre todo, a sudor, a sudor y a sudor. Una densa vaharada de corporalidad, un hedor a la sensualidad más mezquina se propaga por la estancia. Y entremedias resuena sin cesar la voz de Kleinholz como un
gong
fragoroso:

—¡Lederer, haga el favor de manejar la pala como es debido! Pero hombre, ¿se maneja así una pala? Mantén el saco bien abierto, cerdo seboso, tiene que tener boca. Así, así…

Pinneberg atiende su báscula. De manera completamente mecánica baja el cierre.

—Un poco más, señora Friebe. Un pellizco. Vaya, ahora es demasiado. Quite otro puñado. Listo. El siguiente. Dese prisa, Hinrich, le toca ya. O seguiremos aquí a medianoche.

Y continuamente le pasa por la mente a ráfagas: Corderita está bien. Aire fresco… las cortinas blancas ondean. ¡Cierra el pico, maldito perro! Tiene que estar siempre ladrando. ¡¡¡Y por esto tiene que temblar uno!!! Esto es lo que no se quiere perder a ningún precio. Pues que te aproveche.

Y de nuevo el
gong
atronador:

—¡Vamos, Kube! ¿Qué ha pesado usted del montón? ¿Noventa y ocho quintales? Pues eran cien. Ese es el trigo de la granja Nickel. Eran cien quintales. ¿Dónde ha dejado usted los dos quintales que faltan, Schulz? Voy a comprobar el peso. ¡Vamos, vuelve a subir el saco a la báscula!

—El trigo ha encogido por el calor —aduce Kube, el viejo obrero del granero—. Estaba muy húmedo cuando vino de la granja Nickel.

—¿Acaso compro yo trigo húmedo? ¡Cierra el pico! Yo contestaré. ¿Lo llevaste a casa de tu madre, eh? Ha sido robado, aquí afana todo el mundo.

—No es preciso que me acuse de robar, jefe —contesta Kube—. Lo comunicaré a la asociación. Esa acusación está de más, eso ya lo veremos.

Dirige una mirada penetrante al rostro de su jefe por encima de su mostacho canoso.

¡Ay, Dios, qué maravilla!, se alegra Pinneberg en su interior. ¡Asociación! ¿Entre nosotros? Nanay.

Pero Kleinholz no se queda callado; Kleinholz está acostumbrado a eso.

—¿He dicho yo que has robado? No he dicho ni pío. Los ratones también son rateros y siempre existen mermas. Tenemos que volver a poner cebollas albarranas o inocular difteria, Kube.

—Señor Kleinholz, usted me ha acusado de robar trigo. De esto son testigos todos los que están en el granero. Iré a la Asociación. Lo denunciaré, señor Kleinholz.

—¡No he dicho nada! ¡No le he dicho ni una palabra! Eh, señor Schulz, ¿he acusado a Kube de robo?

—Yo no he oído nada, señor Kleinholz.

—¿Lo ves, Kube? Y usted, señor Pinneberg, ¿ha oído algo?

—No, nada —responde Pinneberg, vacilante, mientras por dentro llora lágrimas de sangre.

—Ahí lo tiene —replica Kleinholz—. Toda la vida con tus broncas, Kube. Y este pretende ser del comité de empresa…

—Ándese con cuidado, señor Kleinholz —advierte Kube—. Vuelve usted a las andadas. Sabe de lo que hablo. Tres veces se ha llevado un chasco con el viejo Kube ante un tribunal.

Y acudiré una cuarta. No le temo, señor Kleinholz.

—Lo tuyo es mera palabrería —replica Kleinholz, furioso—, eres viejo, Kube, y no sabes lo que dices. ¡Me das pena!

Pero Kleinholz está harto. Además, allí arriba hace un calor espantoso, sobre todo si te pasas todo el rato corriendo de un lado a otro y dando voces. Así que se toma un descanso para merendar.

—Voy un momento a la oficina, Pinneberg. Vigile para que continúe el trabajo. No hay descanso para merendar, ¿entendido? ¡Responde de ello ante mí, Pinneberg!

Desaparece por la escalera del granero y en el acto se inicia una conversación generalizada, animada. Kleinholz se ha encargado de proporcionar abundante material.

—Bueno, ya se sabe por qué está hoy tan fuera de sí ese.

—Le bastaría tomar una copa para sentirse mejor.

—¡Hora de merendar! —grita el viejo Kube—. ¡Hora de merendar!

Emil todavía no habrá cruzado el patio.

—Por favor, Kube —ruega Pinneberg, que tiene veintitrés años, a Kube, que cuenta sesenta y tres—; por favor, Kube, sea formal, que el señor Kleinholz lo ha prohibido taxativamente.

—Lo recoge el convenio, señor Pinneberg —arguye Kube, el de bigotes de morsa—. La merienda está en el convenio. Eso no puede prohibírnoslo el viejo.

—Pero me soltará un broncazo tremendo…

—Y a mí qué me importa —resopla Kube—. Usted ni siquiera le oyó insultarme llamándome ladrón.

—Kube, sí estuviera usted en mi situación…

—Lo sé, lo sé. Si todos pensasen como usted, joven, nosotros por orden de los señores empresarios tendríamos que trabajar encadenados y entonar salmos por cada mendrugo de pan. Bueno, usted aún es joven, tiene toda la vida por delante, ya se dará cuenta de adónde se llega con el servilismo. Así que a merendar.

Pero todo el mundo está merendando desde hace un rato. Los tres empleados se quedan aislados.

—Los señores pueden seguir ensacando —dice un obrero.

—O hacerle la pelota a Emil —suelta otro—. A lo mejor les deja oler el coñac.

—No, hombre, ¡oler a Marie!

—¿A los tres? —estruendosas carcajadas.

—Esa aceptará a los tres, menuda es.

—Marie, florecilla feliz… —empieza a cantar uno, y la mayoría lo secunda.

—¡Espero que todo salga bien! —dice Pinneberg.

—No lo aguanto más —dice Schulz—. ¿He de tolerar que me insulten delante de todos llamándome viejo verde? O le hago un hijo a Marie y la dejo plantada. —Y sonríe maligno y enfadado.

Y el forzudo Lauterbach:

—Habría que acecharlo cuando se haya emborrachado por la noche y darle una buena paliza en la oscuridad. Eso ayudaría.

—Ninguno de nosotros lo hará —dice Pinneberg—. Los obreros tienen toda la razón. Estamos siempre cagados de miedo.

—Lo estarás tú. Yo no —responde Lauterbach.

—Ni yo —replica Schulz—. Además, estoy harto de todo esto.

—Bueno, entonces hagamos algo —propone Pinneberg—. ¿No ha hablado con vosotros a primera hora?

Los tres se miran, inquisitivos, desconfiados, confusos.

—Os diré una cosa —explica Pinneberg. Ahora ya no importa—. Esta mañana temprano me ha hablado de Marie, de lo trabajadora que es, y luego que para el día uno tengo que decidir si quiero dejarme despedir voluntariamente, porque soy el más joven, o, en conclusión, Marie.

—Conmigo ocurrió lo mismo. Que le ocasiono muchos problemas porque soy nazi.

—Y conmigo, porque de vez en cuando salgo con una chica.

Pinneberg respira hondo.

—Bueno, ¿y qué?

—¿Cómo que y qué?

—¿Qué vais a responder el día uno?

—¿Responder?

—¿Que si queréis a Marie?

—¡Ni soñarlo!

—¡Prefiero irme al paro!

—Pues entonces…

—¿Qué quieres decir?

—Que entonces podemos llegar a un acuerdo.

—¿Sí? ¿Qué?

—Por ejemplo, daremos nuestra palabra de honor de que los tres rechazaremos a Marie.

—Emil no hablará de ella, no es tan tonto.

—Marie no es un motivo de despido.

—Bien, entonces acordamos que si despide a uno de nosotros, también se despedirán los otros dos. Lo acordaremos dando nuestra palabra de honor.

Los otros dos se miran, indecisos, sopesando cada uno sus oportunidades de ser despedido, es decir, si la palabra de honor merece la pena.

—Seguro que no nos deja marchar a los tres —apremia Pinneberg.

—Pinneberg tiene razón —confirma Lauterbach—. Eso no lo hará ahora. Yo empeño mi palabra de honor.

—Yo también —dice Pinneberg—. ¿Y tú, Schulz?

—De acuerdo. Estoy con vosotros.

—¡Terminó la merienda! —grita Kube—. Si los señores empleados desean molestarse…

—Entonces, ¿de acuerdo?

—Palabra de honor.

—Palabra de honor.

Dios, cómo se alegrará Corderita, piensa el joven. Está seguro un mes más.

Se aproximan a sus básculas.

P
inneberg, que llega a casa casi a las once, encuentra a Corderita dormida, acurrucada en un rincón del sofá. Tiene la cara llorosa de un niño, los párpados todavía húmedos.

—Ay, Dios, al fin estás aquí. Qué miedo tenía.

—¿Miedo? ¿A qué? ¿Qué podía pasarme? He tenido que hacer horas extraordinarias, me cabe esa satisfacción cada tres días.

—¡He pasado tanto miedo! ¿Tienes hambre?

—¡Un hambre canina! Pero te diré que hay un olor muy raro en casa.

—¿Raro? ¿Qué quieres decir? —Corderita olfatea—. ¡Mi sopa de guisantes!

Se abalanzan juntos hacia la cocina. Un humo apestoso sale a su encuentro.

—¡Abre las ventanas! ¡Deprisa, ábrelas todas! ¡Que haya corriente!

—Busca la llave del gas. Primero cierra el gas.

Al fin, respirando un aire algo más limpio, ambos examinan la enorme cacerola.

—Mi rica sopa de guisantes —musita Corderita.

—Carbonizada.

—Una carne tan buena.

Observan la cazuela, cuyo fondo y paredes están cubiertos de una masa negruzca, apestosa, pegajosa.

—La he puesto a las cinco —informa Corderita—, pensando que llegarías a las siete y mientras tanto perdería el exceso de agua. Pero tardabas tanto que me entró miedo y me olvidé de la maldita cazuela.

—También está echada a perder —reconoce Pinneberg, apesadumbrado.

—A lo mejor consigo limpiarla —propone Corderita, meditabunda—. Hay unos cepillos de cobre…

—Todo cuesta dinero —afirma Pinneberg, tajante—. Cuando pienso en la cantidad de dinero que hemos despilfarrado estos días. Y ahora todas estas cazuelas y los cepillos de cobre y la comida… Con esto habría podido pagarme la comida tres semanas. Sí, llora, llora, pero es la verdad…

Ella solloza.

—Si supieras cuánto me esfuerzo, chico. Pero cuando siento miedo por ti, se me olvida la comida. ¿No podías haber venido al menos media hora antes? Entonces aún nos habría dado tiempo a cerrar la llave del gas.

—En fin —dice Pinneberg, tapando la cazuela—, es el precio del aprendizaje. Yo… yo también cometo errores a veces —reconoce heroicamente—. No es preciso llorar por eso.

Y ahora dame algo de comer. ¡Estoy muerto de hambre!

Pinneberg no tiene ningún plan, pero emprende una excursión de ardientes y amorosas miradas

E
l sábado, ese sábado fatal, treinta de agosto, se alza de la noche radiante, profundamente azulado. Durante el desayuno, Corderita ha vuelto a repetir:

—Mañana seguro que libras. Mañana viajaremos a Maxfelde en el tren de vía estrecha.

—Mañana le toca servicio en las caballerizas a Lauterbach —declara Pinneberg—. Mañana nos vamos. Te lo prometo.

—Y luego alquilaremos un bote de remos y bogaremos por el lago Max, por el Maxe arriba —ríe—. Dios mío, chico, pero ¿qué nombres son estos? ¿Me estás tomando el pelo?

—Me encantaría. Pero he de irme a trabajar. Adiós, mujer.

—Adiós, marido.

Más tarde, Lauterbach habla con Pinneberg.

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