Pequeño hombre ¿y ahora qué? (14 page)

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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

BOOK: Pequeño hombre ¿y ahora qué?
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—No voy a emplearlo, señor Pinneberg. Y ¿por qué? ¡Porque no puedo!

—¡Señor Bergmann!

—El matrimonio es un asunto complicado, señor Pinneberg. Usted se ha casado muy pronto. ¿Tiene una buena mujer?

—¡Señor Bergmann…!

—Ya veo, ya veo. Ojalá siga igual de buena siempre. Escuche, Pinneberg, lo que le comento es la pura verdad. Me gustaría darle trabajo, pero no puedo, mi mujer se niega. Se enfadó con usted porque le dijo «Usted no es quién para decirme nada» y no se lo perdona. No puedo volver a emplearlo; lo siento, señor Pinneberg, es imposible.

Pausa prolongada.

El pequeño Bergmann gira la prensa copiadora, saca la carta y lo mira.

—¿Sí, señor Pinneberg? —dice despacio.

—Podría ir a ver a su esposa —susurra Pinneberg—. Estaría dispuesto a hacerlo, señor Bergmann.

—¿Tiene eso sentido? No, no lo tiene. Sepa usted, Pinneberg, que mi mujer lo obligará a rogar una y otra vez, le hará venir de nuevo, querrá pensárselo. Pero no lo readmitirá y al final yo me vería obligado a comunicarle que no hay nada que hacer. Las mujeres son así, señor Pinneberg.

Bueno, usted es joven, todavía no sabe nada de eso. ¿Cuánto tiempo lleva casado?

—Poco más de cuatro semanas.

—Poco más de cuatro semanas. Aún cuenta por semanas. Bueno, será usted un buen marido, salta a la vista. No se avergüence; cuando se pide algo a otra persona, eso carece de importancia. Lo que importa es la amabilidad. Sea siempre amable con su mujer. Lo siento, señor Pinneberg.

Pinneberg se marcha lentamente.

Llega una carta y Corderita corre en delantal por la ciudad para llorar ante Kleinholz

L
lega el viernes veintiséis de septiembre, y ese viernes Pinneberg, como de costumbre, está en la oficina. Corderita, por su parte, se dedica a hacer la limpieza. Mientras trajina, llaman a la puerta y ella dice «Pase». Entra el cartero preguntando:

—¿Vive aquí la señora Pinneberg?

—Soy yo.

—Traigo una carta para usted. Debería poner un rótulo fuera, en la puerta. No soy adivino.

Y tras estas palabras, el sustituto de las palomas mensajeras desaparece.

Corderita se queda quieta con la carta en la mano, un sobre grande, de color lila, con una letra ampulosa llena de garabatos. Es la primera carta que Corderita recibe desde que está casada; con los de Platz no se escribe.

Además, esa carta no procede de Platz, sino de Berlín.

Y cuando Corderita le da la vuelta, figura incluso el remitente; para ser más exactos, la remitente.

«Mia Pinneberg, Berlín NW 40, Spenerstrasse 92 II».

La madre de su chico. Mia, no Marie, piensa Corderita, aunque no se ha dado mucha prisa.

Sin embargo, no abre la carta. La deposita encima de la mesa y, mientras prosigue las tareas de limpieza, le echa una ojeada de vez en cuando. Allí está y seguirá estando hasta que llegue su chico. La leerá con él, es lo mejor.

De repente Corderita aparta la gamuza. Tiene un presentimiento, es un gran momento, está segura de ello. Corre a la cocina de la Scharrenhöfer y se lava las manos en el grifo. La Scharrenhöfer le dice algo y ella responde mecánicamente que sí, aunque no ha prestado atención. Ya está delante del espejo, atusándose el pelo para comprobar si está guapa.

Después se sienta en la esquina del sofá con el enérgico golpe prohibido —¡el muelle hace hiiii-yuuu! —, coge la carta y la abre.

La lee.

Poco a poco va comprendiendo.

La relee.

Se incorpora, le tiemblan un poco las piernas, no importa, irá hasta Kleinholz, tiene que hablar enseguida con su chico.

Ay, Dios, no debe alegrarse demasiado, eso perjudica al crío.

«Es imprescindible evitar todas las emociones fuertes», ordena
El divino milagro de la maternidad
. Dios santo, ¿cómo voy a evitar esta? ¿Deseo acaso evitarla?

En la oficina de Kleinholz reina un ambiente un tanto letárgico, los tres contables están ociosos y Emil también. Esa mañana no hay gran cosa que hacer. Pero mientras los contables simulan que trabajan, y además con celo febril, Emil se limita a permanecer ocioso preguntándose si Emilie le servirá otra copa. Ese día temprano ya ha tenido suerte en dos ocasiones.

Y de improviso la puerta de esa oficina aburrida se abre de golpe e irrumpe una mujer joven con el pelo ondeante, ojos brillantes, mejillas agradablemente sonrosadas y un verdadero delantal doméstico puesto, que grita:

—¡Sal enseguida, chiquito! Tengo que hablar contigo inmediatamente.

Y cuando los cuatro le dedican una mirada de asombro e incomprensión, ella añade con una súbita serenidad:

—Perdone, señor Kleinholz. Me llamo Pinneberg, necesito hablar con mi marido. Es urgente.

De repente la joven se serena, se echa a llorar y ruega:

—Chiquito, chiquito, ven, date prisa. Yo…

Emil rezonga algo, el memo de Lauterbach chilla, Schulz sonríe con descaro y Pinneberg siente una vergüenza espantosa. Esboza un desvalido ademán de disculpa mientras se encamina hacia la puerta.

Delante de la oficina, en la ancha puerta cochera por la que cruzan los camiones con sus sacos de trigo y de patatas, Corderita abraza a su marido entre sollozos.

—¡Chico, chico, estoy loca de felicidad! Tenemos colocación. ¡Mira, lee!

Y le entrega la carta de color lila.

El chico, desconcertado, no sabe lo que sucede. Luego lee:

Querida nuera, llamada Corderita:

El chico, como es natural, seguirá siendo igual de insensato, y tú tendrás una buena carga con él. ¡Qué disparate que él, al que proporcioné tan buena formación, trabaje en «abonos»! Tiene que venir aquí inmediatamente y ocupar el uno de octubre un empleo que le he conseguido en los grandes almacenes Mandel. De momento viviréis conmigo.

Saludos de vuestra mamá.

Posdata: Intento escribiros desde hace cuatro semanas, pero no he tenido tiempo. ¡Telegrafiadme comunicando la fecha de vuestra llegada!

—Ay, chiquito, chiquito, ¡qué feliz soy!

—Sí, mi niña, sí, mi amor. Yo también. A pesar de todo, mamá, con su formación… Bueno, ahora no diré una palabra. Ve y ponle un telegrama.

Transcurre un rato hasta que se separan.

Después, Pinneberg vuelve a entrar en la oficina, se sienta muy tieso, silencioso y henchido de orgullo.

—¿Qué, algo nuevo del mercado de trabajo? —pregunta Lauterbach.

Y Pinneberg contesta con tono de indiferencia:

—Tengo un empleo como primer vendedor en los grandes almacenes Mandel de Berlín. Trescientos cincuenta de sueldo.

—¿Mandel? —pregunta Lauterbach—. Judíos, claro.

—¿Mandel? —inquiere Emil Kleinholz—. Procure que sea una firma decente. Yo en su lugar me informaría primero.

—Yo también tuve una —dice Schulz meditabundo— que se echaba a llorar en cuanto se alteraba. ¿Es siempre tan histérica tu mujer, Pinneberg?

Segunda parte
BERLÍN
La señora Mia Pinneberg obstaculiza la circulación, le cae bien a Corderita, aunque desagrada a su hijo, y cuenta quién es Jachmann

U
n taxi sube por la Invalidenstrasse, avanza despacio sorteando el barullo de peatones y tranvías, llega a la plaza más despejada situada delante de la estación de ferrocarril y se apresura, tocando el claxon como liberado, por la rampa de la estación de Stettin.

Una dama se apea.

—¿Cuánto es? —pregunta al chófer.

—Dos sesenta, señora.

La dama rebusca en su bolsito, pero retira la mano.

—¿Dos sesenta por diez minutos de trayecto? No, buen hombre, no soy millonaria, que lo pague mi hijo. Espere un momento.

—Imposible, señora —contesta el taxista.

—¿Qué significa imposible? No voy a pagar, así que tendrá usted que esperar a que venga mi hijo. Llega a las cuatro y diez en el tren de Stettin.

—No puedo —replica el taxista—. No se nos permite parar aquí, en la rampa.

—Pues entonces espere ahí enfrente, hombre. Cruzaremos y montaremos ahí enfrente.

El chófer ladea la cabeza y guiña un ojo.

—Cruzarán, señora —dice—. Cruzarán, eso es tan seguro como la próxima reducción de salarios. Pero, ¿sabe?, haga que su hijo le reembolse el dinero. Es mucho más sencillo para usted.

—¿Qué pasa aquí? —pregunta un policía—. Circule, chófer.

—La señora desea que espere, señor agente.

—Circule, chófer.

—¡Pero es que no me paga!

—Haga el favor de pagar, señora. Aquí no se puede parar, otras personas desean salir.

—Yo no. Volveré enseguida.

—¡Quiero mi dinero, vieja pintarrajeada…!

—Voy a denunciarle, taxista.

—Demonios, avanza, idiota, o embisto tu cacharro…

—¡Bueno, señora, pague de una vez, por favor! Usted misma ve… —En su desesperación, el policía hace una especie de reverencia de clase de baile y entrechoca los tacones.

La señora se muestra radiante.

—Por supuesto que pagaré. Si el hombre no puede esperar, no deseo hacer nada prohibido. ¡Tanta agitación! Dios mío, señor policía, las mujeres tendríamos que tener algo de mando. Todo iría como una seda…

Vestíbulo de la estación. Escalera. Distribuidor automático de billetes de andén. ¿Saco uno? Otros veinte pfennigs. Pero después hay un par de salidas y los perderé. Le diré sencillamente que me los devuelva. En el camino de regreso tengo que comprar mantequilla de calidad, sardinas en aceite, tomates. El vino es cosa de Jachmann. ¿Flores para la joven? Nooo, mejor no, todo cuesta dinero y no hay que malacostumbrar a la gente.

La señora Mia Pinneberg recorre el andén de arriba abajo. Tiene un rostro blando, es regordeta, con unos ojos azules extrañamente pálidos, como descoloridos, rubia, muy rubia, lleva las cejas oscuras pintadas y va ligeramente maquillada, lo justo para ir a buscarlos al tren. Por lo demás nunca sale a esas horas.

Dios, el buen chico, piensa emocionada, sabedora de que ahora debe mostrar una cierta emoción o toda su búsqueda será irritante. ¿Seguirá siendo tan insensato? Seguro. ¿Quién se casa con una chica de Ducherow? Yo podría convertirlo en algo grande, de veras… Su mujer… En definitiva, ella también puede ayudarme, aunque es una pánfila… precisamente por ser una pánfila. Jachmann no se cansa de repetir que mi hogar es demasiado caro. A lo mejor echo a la Möller. Ya veremos. Gracias a Dios, el tren…

—Buenos días —saluda radiante—. Tienes un aspecto espléndido, hijo mío. El comercio del carbón parece una ocupación sana. ¿No comerciabas con carbón? ¿Y por qué me lo escribiste? Tranquilo, dame un beso, mi barra de labios es indeleble. Tú también, Corderita. Aunque a ti te imaginaba completamente distinta.

Sostiene a Corderita a medio metro de distancia de ella.

—¿Y bien, mamá? —pregunta Corderita, sonriente—. ¿Qué te imaginabas?

—Uy, ya sabes, del campo, y te llamas Emma, y él te llama Corderita… Se dice que en Pomerania todavía lleváis ropa interior de franela. ¡Hans!, ¿cómo has conseguido esta chica? Corderita… es una valquiria, de pecho erguido, orgullosa… Oh, Dios mío, no te pongas colorada o volveré a pensar enseguida: Ducherow.

—Pero si no me pongo colorada —Corderita ríe—. Claro que tengo el pecho erguido. Y por descontado que soy orgullosa. Hoy sobre todo. ¡Berlín! ¡Mandel! ¡Y una suegra así! Su único error ha sido lo de la franela…

—Sí, a propósito de franela… ¿qué hay de vuestras cosas? Lo mejor será que las enviéis por el servicio de paquetería. ¿O tenéis muebles?

—Todavía no, mamá. Aún no hemos comprado muebles.

—Tampoco corre prisa. En mi casa tendréis una habitación con muebles espléndidos. Confortable y acogedora, os lo aseguro. El dinero es mejor que los muebles. Espero que tengáis dinero en abundancia.

—¿Cómo? —gruñe Pinneberg—. ¿Cómo íbamos a tenerlo? ¿Cuánto paga Mandel?

—¿Quién? ¿Mandel?

—Bueno, los grandes almacenes Mandel, donde me han dado empleo.

—¿Decía yo Mandel en mi carta? Ya no me acordaba. Esta noche tienes que hablar con Jachmann. Él es quien sabe todo eso.

—¿Jachmann…?

—Bueno, tomemos un taxi. Esta noche doy una pequeña fiesta y si no se me hará muy tarde. Corre, Hans, allí está la taquilla del servicio de paquetería. Y que no lo manden antes de las once, no me gusta que llamen al timbre de mi casa antes de esa hora.

Las dos mujeres se quedan solas un momento.

—¿Eres dormilona, mamá? —pregunta Corderita.

—Claro. ¿Tú no? A cualquier persona sensata le encanta dormir hasta tarde. Espero que no empezarás a arrastrarte por la casa antes de las ocho.

—A mí también me encanta dormir. Pero el chico tiene que llegar a tiempo a la tienda.

—¿El chico? ¿Qué chico? Ah, ya, el chico. ¿Lo llamas chico? Yo, Hans. En realidad se llama Johannes, así lo quiso el viejo Pinneberg. ¡Pero no por eso necesitas levantarte tan temprano! Esa es una especie de superstición masculina. Pueden prepararse su café solitos y untarse ellos mismos sus tostadas. Dile sencillamente que no haga mucho ruido. Antes era de lo más desconsiderado.

—Conmigo jamás —informa Corderita, tajante—. Conmigo es siempre el hombre más considerado del mundo.

—¿Cuánto tiempo lleváis casados? No me contestes, Corderita. Bah, ya veré cómo te llamo. ¿Todo resuelto, hijo? Pues al coche.

—Spenerstrasse noventa y dos —comunica Pinneberg al chófer. Y cuando están sentados—: ¿Das hoy una fiesta, mamá? ¿Pero no será…? —se interrumpe.

—¿Bueno, qué? —lo anima su madre—. ¿Te da vergüenza? ¿Querías decir en vuestro honor, verdad? No, hijo mío.

Primero, no tengo dinero para eso y, segundo, no es una fiesta, sino un negocio. ¡Un simple negocio!

—¿Ya no vas por las noches…? —Pinneberg vuelve a interrumpirse en mitad de la frase.

—¡Vaya por Dios, Corderita! —exclama su madre, desesperada—. ¿Qué le digo al chico? Vuelve a avergonzarse. Pretendía preguntarme si ya no voy al club nocturno. Cumplirá ochenta años y seguirá preguntando lo mismo. No, hijo mío, lo dejé hace ya muchos años. Seguro que a ti también te ha contado que voy al club nocturno, que soy una cabaretera, ¿verdad? ¿No lo ha hecho? Anda, cuéntaselo ya.

—Bueno, él ha… —dice Corderita vacilante.

—¡Qué te decía! —exclama, triunfal, mamá Pinneberg—. ¿Sabes?, mi hijo Hans lleva media vida correteando por ahí regodeándose en la inmoralidad de su madre. Está orgullosísimo de su dolor. Sería completa e infelizmente feliz si además fuera ilegítimo. Pero no tienes suerte, hijo mío, eres un hijo legítimo. Y yo, tonta de mí, también le fui fiel a Pinneberg.

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