Al cabo de un rato Pinneberg termina su labor. Sale un poco al huerto y contempla el terreno. Si diminuta es la casita de jardín con su pequeña veranda acristalada, la parcela, en comparación, es descomunal, casi mil metros cuadrados. La tierra, sin embargo, tiene mal aspecto; desde que Heilbutt la heredó no se ha trabajado nada, y de eso hacía casi tres años. Las fresas acaso aún tuviesen salvación, pero habría que cavar muchísimo, todo está cubierto de malas hierbas, de ortigas, de grama…
Tras la lluvia matinal el cielo se había aclarado, hacía fresco, pero el crío se sentiría bien cuando saliera.
Pinneberg entra de nuevo.
—Bueno, hijito, ahora tenemos que salir de paseo —dice mientras le pone el suéter de lana y las polainas grises. Después le planta la gorra de pompón blanca.
El crío grita con ganas:
—¡Ca-ca, ca-ca! —Y el padre se las da.
Las cartas tienen que acompañarlos en cada paseo, el crío necesita tener algo en las manos. El carrito para el niño está en la veranda, en verano lo cambiaron por el cochecito.
—Sube, hijo mío —dice Pinneberg, y el niño obedece.
Parten despacio. Pinneberg toma un camino distinto al acostumbrado; hoy no le apetece pasar por la casita de Krymna, se habría producido un altercado. Dado su actual desánimo y desesperanza, a Pinneberg le habría encantado no tener ningún altercado, pero no siempre podían evitarse. Ahora, en invierno, en esa gran colonia de tres mil parcelas viven a lo sumo cincuenta personas, todo aquel que logra reunir dinero para una habitación o refugiarse en casa de parientes ha huido a la ciudad para librarse del frío, de la suciedad y de la soledad.
Pero los que se han quedado, los más pobres, los más duros y los más valientes, se sienten en cierto modo compañeros, y lo malo es que, sin embargo, no lo son: son o comunistas o nazis, de modo que entablan continuas broncas y peleas.
Pinneberg no ha conseguido decidirse todavía ni por una cosa ni por otra, ha pensado que es el modo más fácil de pasar inadvertido, pero a veces parece justo el más difícil.
En algunos huertos sierran y hacen astillas con ahínco, son los comunistas, que han emprendido una excursión nocturna con Krymna. Parten muy deprisa la leña para que el guarda que hace la ronda no pueda comprobar nada. Cuando Pinneberg saluda cortésmente con un «buenos días», responden «buenas» con tono seco o gruñón, pero sin excesiva amabilidad. Seguro que se han enfadado con él. Pinneberg está preocupado.
Al fin llegan al verdadero pueblo, de largas calles pavimentadas y numerosas casas pequeñas. Pinneberg suelta la correa de la que arrastra el carro y le dice al crío:
—Anda, baja.
El crío mira al padre: sus ojos azules denotan picardía.
—Venga, baja de una vez —repite Pinneberg—. Empuja el carro.
El crío mira al padre, saca una pierna del carro y vuelve a meterla.
—Baja, niño —lo apremia el padre.
El crío se tumba como si deseara dormir.
—Bien —dice Pinneberg—. Entonces pa-pá seguirá solo.
El crío parpadea, pero no se mueve.
Pinneberg sigue andando despacio, deja atrás el carrito con el niño. Camina diez pasos, veinte: nada. Da diez pasos más, muy despacio, y entonces el niño grita con fuerza:
—¡Pa-pá! ¡Pa-pá!
Pinneberg se gira: el crío se ha bajado del carro, pero no se dispone a seguir a su padre, sostiene la correa en alto exigiendo que el padre lo ate.
Pinneberg retrocede y lo hace. El sentido del orden del niño, que empuja el carro durante mucho tiempo al lado de su padre, ha quedado satisfecho. Al cabo de un rato cruzan un puente bajo el que fluye un arroyo bastante ancho e impetuoso que atraviesa un prado. Por delante y por detrás del puente se puede bajar al prado por un talud.
Pinneberg deja el carro arriba, coge al crío de la mano y descienden hasta el arroyo. Este lleva un buen caudal por la lluvia, el agua es turbia y forma muchos remolinos de espuma en su cauce.
Pinneberg se acerca con el crío de la mano, y ambos contemplan en silencio el agua que corre impetuosa. Al cabo de algún tiempo dice el padre:
—Esto es la preciada y benéfica agua, hijo mío.
El niño profiere un leve sonido de aprobación. Pinneberg repite la frase varias veces y el crío siempre demuestra su satisfacción al comprobar que su padre la repite.
Pero entonces a Pinneberg le parece injusto permanecer tan erguido al lado del niño impartiendo enseñanzas, así que se agacha y dice de nuevo:
—Esto es la querida y benéfica agua, hijo mío.
Al observar el niño que el padre se agacha, debe de pensar que es lo correcto, pues se agacha a su vez. Se quedan así un momento, en cuclillas, contemplando el agua. Después siguen andando. El crío, cansado de empujar el carro, camina solo. Primero un ratito junto a su padre y el carro, después siempre encuentra algo que le llama la atención, unas gallinas, un escaparate, la tapa de hierro de una alcantarilla que destaca en medio del adoquinado.
Pinneberg espera un momento, después continúa su camino despacio. Vuelve a detenerse y llama y atrae a su hijo con halagos. El crío da, afanoso, diez pasitos, sonríe a su padre, da media vuelta y regresa junto a la tapa de hierro.
Sucede lo mismo unas cuantas veces, hasta que el padre se adelanta, excesivamente en opinión del crío. Este llama al padre, pero el padre continúa su andadura. El niño se queda parado, pasea de un lado a otro sobre sus cortas piernecitas, muy agitado. Se lleva la mano al borde de su gorro de pompón y de un tirón se lo baja a la cara, de forma que no ve nada. Al mismo tiempo grita con todas sus fuerzas:
—¡Pa-pá!
Pinneberg se vuelve. Ahí está su pequeño en medio de la calle, con el gorro tapándole el rostro, caminando torpemente de un lado a otro, a punto de caerse. Pinneberg corre y corre para llegar cuanto antes y, con el corazón desbocado, piensa: Año y medio y ha caído en la cuenta él solito. Se tapa los ojos para que vaya a buscarlo.
Retira el gorro de la cara del niño, y este lo mira encantado.
—¡Pero qué botarate eres, pequeñajo, qué botarate!
Pinneberg repite una y otra vez esta frase, con lágrimas de emoción en los ojos.
En ese momento llegan a Gartenstrasse, donde vive Rusch, propietario de una fábrica, cuya esposa debe a Corderita seis marcos desde hace tres semanas. Pinneberg se repite su promesa de no armar ningún escándalo, se lo propone firmemente, no armará escándalos, y luego llama al timbre.
La villa se alza al fondo de un jardín, retirada de la calle. Es una villa grande y bonita, con una huerta de frutales grande y bonita detrás. A Pinneberg le gusta.
Tiene muy buena pinta. Luego, poco a poco, repara en que nadie contesta a su timbrazo. Vuelve a llamar.
Se abre una ventana de la villa y una mujer pregunta:
—¿Qué es lo que quiere? ¡No damos limosna!
—Mi mujer estuvo aquí remendando. Vengo a cobrar los seis marcos.
—Venga mañana —contesta la mujer, cerrando la ventana.
Pinneberg se queda parado un momentito y analiza qué margen de acción le permite la promesa hecha a su esposa. El crío está muy callado en su carro, seguro que nota que su padre está furioso.
Pinneberg vuelve a apretar el botón del timbre durante un buen rato. Pero nada se mueve. Pinneberg reflexiona, se dispone a irse, pero entonces recuerda lo que significan dieciocho horas zurciendo y remendando, y aprieta su codo con fuerza sobre el botón del timbre. Se queda así mucho rato, a veces pasa gente y lo mira. Pero él ni se inmuta y el crío no dice ni mu.
La ventana vuelve a abrirse y la mujer grita:
—Como no se aparte ahora mismo del timbre, llamaré a la policía.
Pinneberg aparta el codo del timbre y contesta a gritos:
—¡Pues llámela! Y yo les contaré que…
La ventana se cierra de nuevo y Pinneberg reanuda los timbrazos. Siempre ha sido una persona amable y pacífica, pero esto se va acabando poco a poco. Aunque en su situación sería un error garrafal tener que vérselas con la policía, ahora le da igual. Después de tanto tiempo en el carro, el crío debe de tener bastante frío, pero tampoco eso sirve de nada: allí está el pobre Pinneberg llamando al timbre de la casa del propietario de la fábrica Rusch. Quiere cobrar los seis marcos, se ha empeñado en ello y los cobrará.
Se abre la puerta de la casa y la mujer se encamina hacia él, iracunda. Lleva dos dogos sujetos por la correa, uno negro y otro gris, que deben de guardar la finca y la casa por la noche. Los animales, comprendiendo que tienen enfrente a un enemigo, tiran de sus correas y gruñen amenazadores.
—¡Como no se largue ahora mismo, soltaré a los perros! —amenaza la mujer.
—Me debe seis marcos —replica Pinneberg.
La ira de la mujer aumenta al ver que los perros tampoco sirven de nada, porque la verdad es que no puede soltarlos. Saltarían la vega en el acto y despedazarían al hombre. Y el desconocido lo sabe tan bien como ella.
—Habrá aprendido usted a esperar —dice la mujer.
—Sí —responde Pinneberg sin moverse.
—Es usted un parado —apunta la mujer, despectiva—, salta a la vista. Lo denunciaré. Tiene que comunicar las ganancias adicionales de su mujer, eso es defraudar.
—Muy bien —replica Pinneberg.
—Y pienso descontarle a su mujer el impuesto sobre la renta y el seguro de enfermedad y la pensión —le comunica la otra mientras tranquiliza a los perros.
—Hágalo —replica Pinneberg— y regresaré mañana para exigir ver los recibos de Hacienda y del seguro de enfermedad.
—¡Ya puede venir su mujer otra vez a pedirme trabajo! —grita la mujer.
—Son seis marcos —insiste Pinneberg.
—¡Es usted el hombre más zafio y desvergonzado que me he echado a la cara! —exclama la mujer—. Si estuviera aquí mi marido…
—Pero no está —dice Pinneberg.
Y entonces aparecen los seis marcos. Ahí, encima de la reja, hay tres monedas de dos marcos. Pinneberg aún no puede cogerlas, antes la mujer tiene que retroceder con sus perros. Después Pinneberg las recoge.
—Muchas gracias —dice levantándose el sombrero.
—¡Di… di! —grita el crío.
—Sí, dinero —concluye el padre—. Dinero, pequeñajo. Y ahora nos vamos a casa.
Y sin girarse para mirar a la mujer y a la villa, se aleja arrastrando despacio su carro, devastado, cansado y triste.
El crío parlotea, reclamándolo.
De vez en cuando el padre contesta, pero no lo conveniente. Hasta que el crío se queda callado.
D
os horas después, Pinneberg ha preparado la comida para el crío y para él, se la han zampado juntos y a continuación ha llevado al crío a la cama. Ahora Pinneberg está detrás de la puerta entornada de la cocina esperando a que su hijo se quede dormido. Este todavía se niega y reclama una y otra vez su presencia:
—¡Pa-pá!
Pero Pinneberg permanece mudo como una tumba, esperando.
Ya va siendo hora de ir a la estación, tiene que coger el tren de la una si quiere estar puntualmente para cobrar el desempleo, y la idea de ser impuntual, aunque sea por el mejor motivo del mundo, se le antoja sencillamente grotesca.
El crío grita:
—¡Pa-pá!
Como es natural, Pinneberg podría marcharse. Porque ha atado al niño en su cainita y nada puede sucederle, pero se va más tranquilo si el crío duerme. No es nada fácil imaginar que el niño siga llamando así toda la tarde, durante cinco o quizá seis horas hasta que regrese Corderita.
Pinneberg atisba por la puerta. El crío se ha callado, duerme. Pinneberg se desliza sigiloso fuera de la casita, cierra, se detiene un momento junto a la ventana para comprobar si el crío se ha despertado al cerrar. Nada. Silencio.
Emprende la marcha, aún puede llegar al tren, aunque no es probable. Pero tiene que conseguirlo como sea. La equivocación fundamental de ambos ha sido seguir pagando un año entero la cara vivienda de Puttbreese tras perder el trabajo. Cuarenta marcos de alquiler, cuando uno gana noventa. Era una locura, pero no podían decidirse… Renunciar a su último reducto, a estar solos, a estar juntos… Cuarenta marcos de alquiler… y se gastó el último sueldo, y el dinero de Jachmann, y después ya no hubo nada que gastar y sin embargo había que hacerlo. Deudas… y se presentó Puttbreese:
—¿Qué, joven, qué hay de la pasta? ¿Hacemos la mudanza ahora mismo? Yo le prometí mudanza gratis, hasta la calle…
Era Corderita la que apaciguaba siempre al maestro.
—Usted paga, joven señora —decía Puttbreese—. Pero, lo que es el joven… Yo habría encontrado trabajo hace mucho tiempo…
La tortura y los pagos atrasados aumentaron, y también el odio impotente hacia el hombre del blusón azul. Al final Pinneberg ya no se atrevía a volver a casa, se pasaba el día entero en algún parque o vagaba sin rumbo por las calles mirando cuántas cosas buenas, pagando lo suyo, ofrecían las tiendas. Y en cierto momento se le ocurrió buscar a Heilbutt, ¿por qué no? En su día solo había hecho un intento con la señora Witt, pero al fin y al cabo existían las comisarías, el registro, la oficina de empadronamiento. Pinneberg emprendió la búsqueda de Heilbutt no solo para estar ocupado, sino en parte porque también pensaba en la conversación que ambos habían mantenido en cierta ocasión, hablando del negocio propio de Heilbutt y del primer hombre al que daría trabajo.
El caso es que no le resultó muy difícil encontrarlo. Seguía viviendo en Berlín, había notificado como es debido su cambio de domicilio, pero ya no vivía en el este, se había acercado al centro de la ciudad. «Central Fotográfica de Joachim Heilbutt» se leía en la puerta de su empresa.
Ciertamente Heilbutt tenía su propio negocio, allí estaba el hombre que no se dejaba humillar y sin embargo salía adelante. Heilbutt se mostró dispuesto a dar trabajo a su antiguo amigo y compañero. Le ofrecía empleo pero no con un sueldo fijo, sino a comisión. Acordaron una comisión decorosa y dos días después el parado Pinneberg volvió a poner su destino en manos de Heilbutt.
Oh, él no discutía en modo alguno que pudiera ganarse dinero con eso, solo que él no podía ganarlo, sencillamente no le gustaba.
Ved, Heilbutt cayó en su día por una fotografía, por un desnudo se vio obligado a renunciar a un puesto de trabajo excelentemente desempeñado y no carente de perspectivas. Otras personas habrían huido de las fotos de desnudos como de la peste, pero Heilbutt convirtió la piedra de escándalo en el pilar de su existencia. Y es que él poseía una rica colección de valiosas fotos de desnudos, nada de modelos venales con cuerpos ajados, no, chicas jóvenes y lozanas, mujeres temperamentales… Heilbutt vendía fotos de desnudos.