—¿Anotar? En fin, ya sabe, en realidad solo deseaba ver. No comprar. No ponga usted esa cara. Le he dado trabajo. Le enviaré entradas para el próximo estreno. Como tiene novia, dos.
Pinneberg dice deprisa y en voz baja:
—Señor Schlüter, se lo ruego, compre ropa, por favor. Escuche, usted tiene mucho dinero, gana tantísimo, por favor, compre. Si se va sin comprar nada, me echarán la culpa y me despedirán.
—Qué extraño es usted —replica el actor—. ¿Por qué voy a comprar ropa? ¿Por usted? ¿Quién me regala algo a mí?
—Señor Schlüter —argumenta Pinneberg levantando la voz—, lo vi en la película, interpretaba a un pobre hombre anónimo. Usted sabe cómo se siente la gente como yo. Yo también tengo mujer e hijo. El niño aún es muy pequeño y alegre… pero si me despiden…
—Por Dios —lo corta el señor Schlüter—, eso son asuntos privados. No voy a comprar trajes que no necesito para que su hijo esté de buen humor.
—Señor Schlüter, hágalo por mí —suplica Pinneberg—. He estado una hora con usted. Compre al menos este traje. Es puro cheviot, duradero, le satisfará…
—Haga el favor de acabar de una vez —dice el señor Schlüter—, me aburre tanta pamema.
—Señor Schlüter —ruega Pinneberg apoyando la mano en el brazo del actor, que intenta irse—, la empresa nos fija una cuota, tenemos que vender una cantidad determinada o seremos despedidos. A mí me faltan quinientos marcos. Por favor, compre algo, se lo ruego. ¡Ya sabe cómo nos sentimos, usted interpretó ese papel!
El actor retira de su brazo la mano del vendedor.
—Oiga, joven, no le tolero que me agarre —replica a voces—. Me importa un comino lo que me cuenta.
De pronto, el señor Jänecke viene hacia él.
—Dispense, soy el jefe de sección.
—Y yo Franz Schlüter, el actor…
El señor Jänecke se inclina.
—Tienen aquí unos vendedores la mar de raros. Te violentan para que les compres. Este hombre afirma que ustedes les obligan a eso. Habría que escribir sobre el asunto en los periódicos, ese método es chantaje…
—Este hombre es muy mal vendedor —argumenta el señor Jänecke—. Ya ha sido advertido varias veces. Lamento en el alma que le haya atendido él. Ahora lo despediremos, por inepto.
—Bueno, tampoco es para tanto, querido señor, no se lo exijo, aunque me ha agarrado…
—¿Que le ha agarrado? Señor Pinneberg, vaya inmediatamente a la Oficina de Personal y pida el finiquito. Y en lo que respecta a esos chismorreos sobre la cuota, sepa que todo es mentira, señor Schlüter. Hace tan solo dos horas le he advertido a este caballero que si no lo consigue, no pasa nada, que tampoco es tan grave. Un hombre incapaz, le pido mil perdones, señor Schlüter.
Pinneberg permanece inmóvil, siguiéndolos con la vista.
Se ha quedado parado y los sigue con la vista.
Todo, todo ha terminado.
N
ada termina: la vida sigue. Todo sigue. Transcurre el mes de noviembre, un año más tarde. Hace catorce meses que Pinneberg dejó de trabajar en Mandel. Es un noviembre oscuro, frío, húmedo, si bien el tejado está intacto. El tejado de la casita de jardín está bien, Pinneberg lo reparó hace cuatro semanas, impermeabilizándolo con alquitrán. Ahora se ha despertado, la esfera luminosa del despertador marca las cinco menos cuarto. Pinneberg escucha la lluvia de noviembre que repiquetea y tamborilea sobre el tejado de la casita de jardín. Resiste, se dice a sí mismo. Lo he arreglado bien. Resiste. Al menos la lluvia no podrá con nosotros.
Se dispone a dar media vuelta, satisfecho, y seguir durmiendo, cuando recuerda el ruido que le ha despertado: el chirrido de la puerta del huerto. ¡Eso significa que Krymna llamará enseguida! Pinneberg agarra por el brazo a Corderita, que yace a su lado en la estrecha cama de hierro e intenta despertarla con suavidad. Pero ella se sobresalta.
—¿Qué pasa?
Corderita ya no tiene el alegre despertar de antaño; cuando la despierta a deshora, teme que sea algo malo. Pinneberg oye su respiración agitada.
—¿Qué pasa?
—¡Habla bajo! —susurra Pinneberg—. O despertarás al crío. Todavía no son las cinco.
—Pero ¿qué pasa? —insiste su mujer, un tanto impaciente.
—Viene Krymna —susurra Pinneberg—. ¿No debería quizá acompañarlo?
—No, no, no —contesta Corderita con fervor—. Eso está descartado, ¿me oyes? ¡No! De ningún modo vamos a empezar a robar. Me niego…
—Pero… —objeta Pinneberg.
Fuera llaman a la puerta.
—¡Pinneberg! —grita una voz—. ¿Nos acompañas, Pinneberg?
El interpelado se levanta de un salto, durante un instante vacila.
—Pues… —empieza a decir mientras escucha.
Pero Corderita no responde.
—¡Pinneberg, hombre! ¡Vago! —insiste el de fuera.
Pinneberg va tanteando el camino hacia la veranda, a través de los cristales se divisa el contorno oscuro del otro.
—¡Al fin! ¿Vienes o no?
—Yo… —dice Pinneberg a través de la puerta—, me gustaría…
—O sea, no.
—Compréndelo, Krymna, iría, pero mi mujer… Ya sabes que las mujeres…
—¡O sea, que no! —vocifera Krymna en el exterior—. Pues entonces ¡iremos solos!
Pinneberg lo ve alejarse. Puede distinguir contra el cielo más claro la figura tosca de Krymna. Después la puerta del jardín chirría nuevamente y a Krymna se lo traga la noche.
Pinneberg suspira. Tiene mucho frío, no puede ser bueno estar ahí en camisa. Pero ahí está, aterido.
Dentro llama el crío:
—Pa-pá. Ma-má.
Pinneberg regresa a tientas en completo sigilo.
—Pequeñajo, tienes que dormir —advierte—. Tienes que dormir un ratito todavía.
El niño respira profundamente, el padre oye cómo se prepara en la cama.
—Ñeco —susurra bajito—. Ñeco…
Pinneberg se esfuerza por encontrar a oscuras el muñeco de goma. El crío necesita agarrarlo para dormirse. Encuentra el muñeco.
—Toma, criaturita, aquí tienes a Ñeco. Sostenlo bien fuerte. Y ahora a dormir, pequeñajo.
El niño emite un sonido de satisfacción, de felicidad. No tardará en dormirse.
También Pinneberg regresa a la cama. Como está tan frío, se esfuerza por evitar el contacto con Corderita, no desea asustarla.
Total que se tumba, pero no logra conciliar el sueño, además tampoco merece la pena. Medita en todo lo habido y por haber. En si Krymna se habrá cabreado porque Pinneberg no lo ha acompañado a «buscar madera», en si Krymna puede perjudicarlo mucho en la colonia. Después, en cómo conseguir el dinero para las briquetas ahora que no les darán leña. Después, en que ese día tiene que viajar a Berlín, pues pagan el desempleo. Luego, en que también tiene que reunirse con Puttbreese para entregarle seis marcos. No necesita el dinero, se lo gasta en bebida, es para volverse loco en lo que dilapida la gente el dinero que otros necesitan con tanta urgencia. Después Pinneberg piensa que Heilbutt también tiene que recibir ese día sus diez marcos, con lo que se habrá acabado el dinero del desempleo. De dónde van a sacar para comida, calefacción la semana que viene, el cielo lo sabrá, aunque seguramente tampoco lo sepa…
Llevan así semanas y semanas, meses enteros… Lo más desesperante es que continúe así eternamente. ¿Ha pensado Pinneberg alguna vez en que se ha terminado? Lo peor es que sigue siempre, siempre igual… es algo inconcebible.
Poco a poco Pinneberg entra en calor y se adormila. Todavía conseguirá echar una cabezadita. Dormir siempre compensa. De repente suena el despertador: son las siete. Pinneberg se despierta en el acto, también el crío exclama con ahínco:
—¡Tic-tac, tic-tac, tic-tac! —una y otra vez hasta que silencia el despertador.
Corderita sigue durmiendo.
Pinneberg enciende la pequeña lámpara de petróleo con la pantalla de cristal azul. Comienza el día, la primera media hora tiene mucho que atender. Se apresura de un lado a otro, ahora está en pantalones, el crío pide ca-ca. Y su pa-paíto le lleva la ca-ca, el juguete más bonito, una caja de cigarrillos llena de viejos naipes. El fuego arde en la estufita de hierro, ahora también en el fogón. Pinneberg corre por agua a la bomba del jardín, se lava, prepara el café, corta el pan, lo unta… Corderita sigue durmiendo.
¿Recuerda Pinneberg mientras tanto la película que vio una vez hace mucho, mucho tiempo? En ella la mujer también yacía en la cama, durmiendo plácidamente, mientras el marido se afanaba y atendía… Ay, Corderita no es plácida, Corderita tiene que trabajar todo el día, está pálida y cansada, pero equilibra el presupuesto. Todo es completamente distinto.
Pinneberg viste al niño. Al mismo tiempo dice en dirección a la cama:
—Es la hora, Corderita.
—Sí —contesta obediente mientras comienza a vestirse—. ¿Qué ha dicho Krymna?
—Bah, nada. Estaba furioso.
—Deja que se enfurezca. Nosotros de ningún modo nos meteremos en algo así.
—¿Sabes? —dice Pinneberg con cautela—, no puede pasarte nada. A buscar leña siempre van seis u ocho hombres. Ningún guarda forestal se atreve a acercarse.
—Me da igual —declara Corderita—. Nosotros no nos meteremos en algo así y punto.
—Y ¿de dónde vamos a sacar el dinero para carbón?
—Hoy tengo que zurcir calcetines todo el día en casa de los Krämer. Son tres marcos. Y mañana a lo mejor remiendo la ropa blanca de los Rechlin. Otros tres marcos.
Y la semana que viene tendré tres días ocupados. Yo aquí me muevo mucho.
La estancia parece iluminarse mientras habla, sus palabras son como un soplo de aire fresco.
—Es un trabajo tan esforzado —reconoce el hombre—. Nueve horas zurciendo calcetines, ¡y por tan poco dinero!
—Tienes que contar también la manutención —precisa ella—. En casa de los Krämer me dan comida en abundancia. Por la tarde siempre os traigo algo a vosotros.
—Tu comida debes comértela tú —dice su marido.
—En casa de los Krämer me dan comida en abundancia —repite Corderita.
Ahora ya está completamente claro, ha salido el sol. Pinneberg apaga la lámpara de un soplido y se sientan a la mesa del desayuno. El crío se sienta a veces en el regazo del padre, otras en el de la madre. Se bebe la leche, come el pan, le brillan los ojos por la satisfacción que trae el nuevo día.
—Si vas hoy a la ciudad —dice Corderita—, podrías traer un cuarto de buena mantequilla para él. Creo que no le conviene comer siempre margarina. Le cuesta echar los dientes.
—Pero es que hoy tengo que entregarle también sus seis marcos a Puttbreese.
—Claro que tienes. Y no se te olvide…
—Y también hay que pagar a Heilbutt sus diez marcos del alquiler. Pasado mañana es día uno.
—Cierto —admite Corderita.
—Pues con eso se acabó el dinero del desempleo. Me quedará justo para el transporte.
—Te daré cinco marcos —dice Corderita—. Hoy ganaré tres. Trae la mantequilla y después intenta encontrar plátanos a cinco pfennigs en Alex. Estos ladrones de aquí piden quince. ¿Quién puede pagar semejante dineral?
—Lo haré. Y tú procura no volver muy tarde para no dejar al niño solo mucho tiempo.
—Veré qué puedo hacer. A lo mejor puedo volver a las cinco y media. Tú no te irás hasta la una, ¿verdad?
—Sí —le contesta—. Estoy citado a las dos en la oficina de empleo.
—Todo irá bien —dice la mujer—. La verdad es que me preocupa que el crío se quede tan solo en la casita. Pero nunca ha pasado nada.
—Hasta que pase.
—No digas eso —lo reconviene ella—. ¿Por qué siempre nos van a ocurrir desgracias? Ahora que trabajo zurciendo y remendando, no nos va nada mal.
—No —dice él despacio—. No, claro que no.
—¡Vamos, chico! —exclama—. Las cosas cambiarán. Mantente firme. Todo se arreglará.
—Yo no me casé contigo —argumenta, obstinado— para que me mantengas.
—Y no lo hago. ¿Con mis tres marcos? ¡Menudo disparate! —reflexiona— Escucha, chico, podrías ayudarme en algo —vacila—. No es muy agradable, pero supondría una gran ayuda para mí.
—¿Sí? —pregunta, esperanzado—. ¡Lo que quieras!
—Ya sabes que hace tres semanas estuve remendando en casa de los Rusch, en la Gartenstrasse. Dos días, seis marcos. Todavía no he cobrado.
—¿Quieres que vaya yo?
—Sí —contesta Corderita—. Pero prométeme que no armarás ningún escándalo.
—No, mujer. Traeré el dinero.
—Muy bien —se alegra ella—. Me quitas un peso de encima. Y ahora he de irme. Adiós, chico. Adiós, hijito.
—Adiós, chiquita —contesta Pinneberg—. Y no te mates a zurcir. Dos pares de calcetines más no van a ninguna parte. Di adiós, pequeñajo.
—Adiós, hijito mío —dice la mujer—. Y esta noche, sin falta, haremos un plan de lo que plantaremos en el huerto la próxima primavera. ¡Tendremos verdura en abundancia! Piénsalo.
—Eres la mejor. Con diferencia. De acuerdo, lo pensaré. Adiós, mujer.
—Adiós, marido.
El hombre tiene al niño en brazos, y ambos miran a la mujer mientras recorre el sendero del huerto. Llaman, ríen y agitan la mano. Después la puerta del huerto chirría. Corderita toma el sendero entre las parcelas. A veces se interpone una casita de jardín y el crío grita:
—¡Ma-má!
—Ma-má volverá enseguida —le consuela el padre.
Pero al final la madre desaparece de su vista y ambos entran en casa.
P
inneberg deposita al crío en el suelo y mientras se dispone a ordenar la habitación, le entrega un periódico. Es un periódico grande para un niño tan pequeño y al pequeñín le cuesta un buen rato desplegarlo. La habitación es muy reducida, tres por tres metros, dentro no cabe más que una cama, dos sillas, una mesa y el tocador. Eso es todo.
El crío ha descubierto las fotos del interior y dice afanoso:
—Fo —y muy alegre—: ¡Uy, uy!
Pinneberg confirma su hallazgo:
—Eso son fotos, hijo mío.
Cuando el crío toma a alguien por un hombre lo llama «pa-pá», y todas las mujeres son «ma-má», es un niño muy vital y de un humor excelente, hay muchos hombres y mujeres en el periódico.
Pinneberg ventila los edredones en la ventana, ordena la habitación, después pasa al lado, a la cocina. Esta es poco más que un pañuelo, tres metros de largo por uno y medio de ancho, el fogón es el más pequeño del mundo, con un solo fuego. El fogón es la mayor aflicción de Corderita. Pinneberg ordena y friega también allí, le gusta hacerlo, tampoco le importa barrer y limpiar. Pero lo que está haciendo en ese momento no le gusta: pelar las patatas y las zanahorias para la comida.