—Bien —dice Pinneberg—. Podemos…
—¿Lo ves? —Le interrumpe Heilbutt—. Por eso quería pedírtelo. Sentiría mucho que la casa se echase a perder. Ten la amabilidad de encender la estufa todo el día, para que las paredes se sequen bien. Para empezar te daré estos diez marcos. Y el próximo primero de mes tráeme la factura del carbón como justificante, ¿te parece bien?
—No, no —dice deprisa Pinneberg mientras traga saliva— No estás obligado a hacerlo, Heilbutt. Siempre me devuelves el dinero del alquiler. Ya nos has ayudado bastante, incluso en Mandel…
—¡Pero Pinneberg! —exclama Heilbutt, muy asombrado—. Ayudar… Pero si alquitranar el tejado y calentar redunda en mi propio beneficio. No cabe hablar de ayuda. Tú ya te ayudas a ti mismo… —menea la cabeza al mirar a Pinneberg.
—¡Heilbutt! —balbucea Pinneberg—. Te entiendo, tú…
—Presta atención. ¿Te he contado ya a quién me encontré de Mandel?
—No, pero…
—¿No? ¿De veras? —inquiere Heilbutt—. Jamás lo adivinarías. A Lehmann, nuestro antiguo señor y jefe de personal.
—¿Y? —pregunta Pinneberg—. ¿Hablaste con él?
—Pues claro que sí —le informa—. Es decir, habló él todo el rato. Se desahogó conmigo.
—Y ¿eso por qué? —pregunta Pinneberg—. La verdad es que no tiene muchos motivos de queja.
—Lo han echado —le cuenta Heilbutt con tono enfático—. Lo echó el señor Spannfuss. Igual que nos echaron a nosotros.
—¡Cielo santo! —exclama Pinneberg, atónito—. ¡Lehmann a la calle! Heilbutt, cuéntamelo con todo detalle. Voy a tomarme la libertad de coger otro cigarrillo.
E
stán a punto de dar las siete cuando Pinneberg sale de nuevo a la calle. La conversación con Heilbutt lo ha animado, se siente de muy buen humor y al mismo tiempo invadido por una tristeza mortal. Así que Lehmann ha caído, Pinneberg recuerda bien al gran Lehmann, al imponente señor Lehmann; sentado solo tras un escritorio reluciente diciendo: «Bueno, nosotros no llevamos abonos».
Lehmann hizo patalear al pobre Pinneberg, pero después llegó el señor Spannfuss e hizo patalear al pobre Lehmann. Un buen día también pataleará el señor Spannfuss, tan entrenado y tan deportista. Así era ese mundo, en realidad era un pobre consuelo que a todos les llegase su turno.
¿Por qué había caído el señor Lehmann? Si se atenía a lo dicho, si se aceptaba la causa del despido, había sido por culpa de Pinneberg. Atended, el eficiente señor Spannfuss, a base de indagaciones, había averiguado que Lehmann, el jefe de personal, se había excedido en sus atribuciones, dando empleo a enchufados en esa época de reducción de plantilla. El aseguraba que procedían de otras sucursales, de Hamburgo, de Fulda o de Breslau, pero Spannfuss había desenmascarado esas afirmaciones.
En realidad todos sabían que solo era un pretexto para despedirlo. Siempre se contrataba a enchufados, el señor Spannfuss estaba llenando la empresa con su gente. Mas para hacerlo con absoluta tranquilidad era requisito imprescindible que cayera Lehmann. Lo que todo el mundo ha aguantado durante veinte años colma la medida en el veintiuno. ¿No había llevado a cabo el señor Lehmann falsificaciones? «Viene de la filial de Breslau», había ordenado consignar Lehmann en su expediente, pero el hombre procedía de Kleinholz, en Ducherow. Lehmann todavía debía estar agradecido al señor Spannfuss, porque no cabía descartar una eventual persecución penal. Lehmann solo tenía que mantener la boca cerrada.
¡Oh, pero cómo la abrió el señor Lehmann cuando se tropezó con Heilbutt, antiguo empleado! ¿No era Heilbutt amigo de ese pobre empleado regordete… ese tal… ¿cómo se llamaba, Pinneberg? A ese también lo habían despedido, ¡pobre tonto insignificante! ¿Porque no vendía lo suficiente? ¡Qué va, ese hombre vendía mucho, tras la marcha de Heilbutt había sido el único de su departamento que cumplía más o menos los objetivos. Por eso seguramente había tenido amigos especiales entre los demás empleados y se había incluido una carta en su expediente, anónima faltaría más, que afirmaba que el tal Pinneberg era miembro de una sección de asalto de los nazis.
Lehmann siempre había pensado que era una bobada, ¿cómo si no habría sido Pinneberg amigo precisamente de Heilbutt? Pero fue inútil desmentirlo, Spannfuss solo creía a Jänecke y a Kessler, y además quedó demostrado con certeza casi absoluta que el empleado Pinneberg había pintado con asiduidad cruces gamadas en las paredes de los lavabos del personal, y también ¡Muera Judá! y una horca con un judío gordo colgando y la leyenda «¡Menudo cambio, Mandel! », Esos dibujos habían cesado tras la marcha de Pinneberg, ahora las paredes de los lavabos estaban blancas e impolutas… ¡Y el señor Lehmann había empleado a un tipo de esa calaña aduciendo que procedía de Breslau!
Lehmann había caído por culpa de Pinneberg y este por Kessler, ahora podía meditar sobre lo ventajoso que era ser un buen vendedor, vender a gusto y con cariño, y luchar con el mismo afán por un pantalón de algodón de seis cincuenta que por un frac de ciento veinte marcos. ¡Claro que sí, existía una solidaridad entre los empleados, la solidaridad de la envidia contra los eficientes, eso es lo que existía!
Pinneberg camina ahora por la Friedrichstrasse, pero también la ira y la rabia envejecen. Eso le ocurrió a él, se puede enfurecer por eso, pero en el fondo carece de sentido. ¡La vida es así!
Antes Pinneberg paseaba mucho por la Friedrichstrasse, en cierto modo allí se siente como en casa, por eso repara en que ahora hay más chicas que antes. Como es natural no todas son chicas, entre ellas hay mucha competencia desleal; hace año y medio comentaron en la tienda que las mujeres de muchos desempleados hacían la calle para ganar unos marcos.
Y es cierto, salta a la vista que muchas carecen de posibilidades de éxito, de atractivo, o, si son guapas, tienen ansia, avidez por el dinero.
Pinneberg recuerda a Corderita y al crío. «Nosotros todavía no estamos mal», suele repetir su esposa. Y no le falta razón.
Parece que la policía aún no se ha tranquilizado del todo, todos los guardias van en pareja y por la acera también pasa gente a cada momento. A fuer de sincero, Pinneberg no tiene nada contra la poli, los policías tienen que existir, faltaría más, sobre todo los de tráfico, pero a pesar de todo le parece que tienen un aspecto provocador por lo bien alimentados y vestidos que van, y de hecho su comportamiento es provocador. En realidad caminan entre el público como antaño los maestros entre los alumnos: ¡Portaos como es debido o…!
Bah, olvídalos.
Pinneberg recorre por cuarta vez el tramo de la Friedrichstrasse entre Leipzigstrasse y Unter den Linden. Aún no es hora de regresar a casa, todavía no. Cuando está en casa todo ha terminado, la vida sigue despidiendo un débil resplandor que crece sin esperanza, pero puede acontecer algo. Las chicas, sin embargo, no lo miran: el abrigo raído, los pantalones sucios y la falta de cuello lo descartan por completo. Si quiere chicas, tendrá que dirigirse a la zona de la Schlessische Strasse, a esas les da igual tu aspecto con tal de que tengas dinero… Pero ¿quiere algo de las chicas?
A lo mejor sí, no acierta a precisarlo, tampoco lo piensa.
Pero alguna vez le gustaría poder contarle a alguien cómo era todo antes, qué trajes tan bonitos tenía y lo precioso que es el crío…
¡El crío!
Se ha olvidado por completo de la mantequilla y los plátanos para él. Son las nueve y ya no llegará a ninguna tienda. Pinneberg se enfurece consigo mismo y se entristece más todavía; así no puede volver a casa, ¿qué pensaría de él Corderita? ¿No podrá colarse en alguna tienda? Ahí hay una enorme tienda de
delicatessen
, con brillante iluminación. Pinneberg aplasta la nariz contra el cristal, a lo mejor hay alguien al fondo a quien llamar. ¡Tiene que comprar la mantequilla y los plátanos como sea!
—¡Siga su camino! —ordena alguien a media voz.
Pinneberg da un respingo, le han dado un verdadero susto, mira a su alrededor. Ve a un policía a su lado.
¿Se refiere a él?
—¡Oiga, que siga su camino le he dicho! —exclama el policía en voz alta.
Hay más gente junto al escaparate, personas bien vestidas, pero el policía no se dirige a ellos, sino únicamente a Pinneberg, que parece totalmente confundido.
—¿Cómo? Pero… ¿por qué…? ¿Es que no puedo…? —balbucea, incapaz de comprender.
—¿Obedecerá de una vez? —pregunta el policía—. ¿O tendré que…?
Lleva en la muñeca la correa de sujeción de la porra de goma que ahora blande levemente.
Todo el mundo clava la vista en Pinneberg. Se ha detenido más gente, es el comienzo de un verdadero tumulto. La gente parece expectante, no toman partido ni por uno ni por otro, ayer apedrearon escaparates allí, en la Friedrichstrasse, y en la Leipzigstrasse.
El policía tiene cejas oscuras, ojos brillantes, rectos, nariz firme, mejillas coloradas, un bigotito negro debajo de la nariz…
—Bueno, ¿qué? —inquiere el policía con una tranquilidad pasmosa.
A Pinneberg le gustaría hablar, mira al policía con un temblor en los labios y luego a la gente. La gente se detiene delante del escaparate, gente bien vestida, gente de orden, gente que gana dinero.
Pero en el cristal del escaparate se refleja alguien más, un espectro pálido, sin cuello, con un abrigo raído y el pantalón manchado de alquitrán.
De repente, al ver a ese policía, a esas gentes de orden, ese cristal reluciente, Pinneberg lo comprende todo: está fuera, ya no pertenece a ese mundo, lo expulsan con razón: resbalado, hundido, liquidado. Erase una vez el orden y la pulcritud—… Erase una vez el trabajo y el sustento seguro… Erase una vez el progreso y la esperanza… La pobreza no se reduce a la miseria, la pobreza también es punible, la pobreza es oprobio, la pobreza genera sospecha.
—¿Tengo que ponerte en marcha? —pregunta el policía.
Pinneberg se somete en el acto sin rechistar, está como anestesiado, quiere seguir deprisa por la acera hacia la estación de Friedrichstrasse, llegar a su tren, reunirse con Corderita…
Pinneberg recibe un empujón en el hombro, no muy fuerte, aunque lo lanza a la calzada.
—¡Lárgate, hombre! —lo apremia el policía—. ¡Deprisita!
Y Pinneberg se pone en marcha, camina por la calzada al borde de la acera, pensando en muchas cosas, en provocar un incendio, en poner bombas, en matar a tiros, piensa en que también ha llegado al final con Corderita y con el crío, que ya no tiene futuro… Pero en realidad camina con la mente en blanco…
Llega al cruce de la Jägerstrasse con Friedrichstrasse. Intenta cruzar para dirigirse a la estación, a casa, con Corderita y con el crío, allí es alguien…
El policía le da un empujón.
—¡Sigue por ahí! —y señala la Jägerstrasse.
Pinneberg intenta rebelarse otra vez, tiene que tomar el tren.
—Pero es que tengo… —dice.
—¡He dicho que por ahí! —repite el policía empujándolo hacia la Jägerstrasse—. ¡Lárgate ya, pero deprisa, amiguito! —Y le propina un fuerte empujón.
Pinneberg echa a correr a toda velocidad, se da cuenta de que ya no lo persiguen, pero no se atreve a volverse. Continúa su carrera por la calzada, siempre adelante, hacia la oscuridad, hacia la noche que en ninguna parte es una noche oscura como boca de lobo.
Al cabo de mucho mucho tiempo aminora el paso. Se detiene. Acecha a su alrededor. Vacío. Nada. Ni rastro de la policía. Levanta un pie con cuidado y lo pone sobre la acera. Después el otro. Ya no está en la calzada, sino nuevamente en la acera.
Pinneberg prosigue su camino, paso a paso, atravesando Berlín. Pero en ninguna parte reina una oscuridad absoluta y es muy difícil pasar junto a los policías.
E
n la calle 87 a, delante de la parcela 375 se ha detenido un coche, un taxi procedente de Berlín. Su chófer está sentado desde hace muchas horas en la casita de los Pinneberg, más concretamente en la cocina, que llena con su cuerpo.
El hombre ha bebido un puchero de café, después se ha fumado un cigarrillo, luego ha paseado un rato por el jardín, pero en medio de la oscuridad no se veía nada. Ha regresado a la cocina, se ha bebido otro puchero de café y se ha fumado otro cigarrillo.
Los de dentro, sin embargo, continúan hablando, el rubio grande sobre todo no para de rajar. Si el chófer quisiera, podría escuchar la conversación, pero no le interesa lo más mínimo. En un taxi, donde casi siempre hay una rendija entre los cristales que separan el asiento del conductor y el fondo, se oyen en una semana intimidades suficientes para colmar las necesidades de toda una vida.
Al cabo de un rato el hombre se decide, se levanta y llama a la puerta:
—¿Tardaremos mucho en marcharnos, señor?
—¡Pero, hombre! —exclama el rubio—. ¿Acaso no desea usted ganar dinero?
—Pues claro —contesta el chófer—. Pero es que el tiempo de espera cuesta un ojo de la cara…
—Vale, pero de la mía —precisa el hombretón—. Vuelva a sentarse sobre sus posaderas y compruebe si aún recuerda el catecismo. El bautismo no es simple agua… Se quedará pasmado de asombro.
—De acuerdo —dice el chófer—. Entonces echaré una cabezadita.
—Buena idea —lo anima el rubio.
Y Corderita:
—La verdad, no entiendo dónde se ha metido mi chico. Siempre llega a las ocho como muy tarde.
—Ya vendrá —dice Jachmann—. ¿Y qué tal se encuentra el joven padre, jovencita?
—Ay, Dios —contesta ella—. No lo tiene fácil. Cuando uno lleva catorce meses en paro…
—Las cosas cambiarán —explica Jachmann—. Ahora vuelvo a poblar los campos de aquí, ya encontraremos algo.
—¿De verdad estuvo usted de viaje, señor Jachmann? —pregunta Corderita.
—Sí, estuve fuera. —Jachmann se levanta y se acerca a la cama del crío—. Es un misterio que un padre pueda estar fuera con esto en la cama.
—Por Dios, señor Jachmann —dice Corderita—. Por supuesto que el crío es precioso, pero ¿consagrar la vida entera solamente al niño? Fíjese, yo durante el día me dedico a coser…
—Pues no debe hacerlo. ¡Ahora eso se acabará!
—… me dedico a coser y él se encarga de la casa, de la comida y del niño sin rechistar. Lo hace incluso con verdadero placer, pero ¿qué vida es esa para él? Dígame, Jachmann, ¿es que las cosas van a continuar eternamente así, los hombres en casa haciendo las labores domésticas y las mujeres trabajando? ¡Es imposible!