Suspiró de nuevo, en esta ocasión algo más profundamente.
—Pero no salió bien. El verdadero amor rara vez fluye bien. Tuve que matarla.
—¿
Tuviste
que matarla?
Suspiró.
—Sí. Pero le evité cualquier dolor… y le dije que lo sentía.
—Es una historia muy emotiva —murmuró Landen.
—Tú y yo tenemos algo en común, señor Parke-Laine.
—La verdad es que, sinceramente, espero que no sea así.
—Sólo vivimos en los recuerdos de Thursday. Ella nunca se deshará de mí hasta el día de su muerte. Lo mismo vale para ti. Es irónico, ¿no crees? ¡El hombre al que ama, el hombre al que odia!
—Él volverá —respondí confiada—, cuando Jack Schitt salga de «El cuervo».
Acheron rió.
—Creo que sobrevaloras lo que la Goliath respeta sus promesas. Landen está tan muerto como yo, quizá más… Al menos yo sobreviví a la infancia.
—Te derroté completamente, Hades —le dije, pasándole la mermelada y un cuchillo mientras él se preparaba un bollo—, y me enfrentaré a la Goliath y también ganaré.
—Ya veremos —respondió Acheron pensativo—, ya veremos.
Pensé en el Skyrail y en el Hispano—Suiza caído del cielo.
—¿Intentaste matarme el otro día, Hades?
—¡Si pudiese! —respondió, agitando la cucharilla de la mermelada en nuestra dirección y riendo—. Pero podría ser que lo hubiese hecho… después de todo, estoy aquí sólo como recuerdo tuyo de mí. Sinceramente espero estar, bien, quizá no vivo, pero de alguna forma ahí fuera de verdad, ¡maquinando, maquinando…!
Landen se puso en pie.
—Vamos, Thurs. Dejemos a este payaso con sus bollos. ¿Recuerdas nuestro primer beso?
El salón de té desapareció de pronto y en su lugar nos encontramos en una cálida noche de Crimea. Estábamos de vuelta en el campamento Aardvark, contemplando el bombardeo de Sebastopol en el horizonte, el mejor espectáculo de fuegos artificiales del planeta si uno conseguía olvidar sus efectos. La distancia convertía el sonido del bombardeo casi en una canción de cuna. Los dos íbamos con ropa de combate y estábamos de pie, juntos pero sin tocarnos… y por Dios, cómo queríamos tocarnos.
—¿Dónde estamos? —preguntó Landen.
—Es donde nos besamos por primera vez —respondí.
—¡No! —respondió Landen—. Recuerdo que contemplaba el bombardeo contigo, pero esa noche sólo hablamos. No llegué a besarte hasta la noche en que tú me llevaste al puesto avanzado y nos quedamos atrapados en el campo de minas.
Reí en alto.
—¡Los hombres tienen una memoria penosa en lo referente a estas cosas! Estábamos de pie, así, y deseábamos tocarnos desesperadamente. Tú me pusiste la mano en el hombro fingiendo señalarme algo y yo te puse la mano en la base de la espalda…
así.
No dijimos nada, pero cuando nos tocamos fue como… ¡como
electricidad!
Lo hicimos. Así fue. Los estremecimientos me llegaron a los pies, rebotaron, recorrieron mi cuerpo en espiral y surgieron por el cuello en forma de un poco de sudor.
—Bien —respondió Landen con voz tranquila unos minutos más tarde —. Creo que prefiero
tu
versión. Entonces, si nos besamos aquí, la noche del campo de minas fue…
—Sí —le dije—. Sí, sí, lo fue.
Y allí estábamos, sentados en el exterior de un vehículo blindado de transporte en plena noche, dos semanas más tarde, atrapados en medio del que probablemente fuese el campo de minas mejor señalizado de la zona.
—La gente creerá que lo hicimos a propósito —le dije mientras bombarderos invisibles sin piloto sobrevolaban el terreno con la misión de bombardear a alguien.
—Recuerdo que yo escapé sólo con una reprimenda —respondió—. Y además, ¿quién dice que no lo hice aposta?
—¿Deliberadamente entraste en un campo de minas para echar un polvo? —pregunté, riendo.
—No un polvo cualquiera —respondió—. Además, no había ningún peligro.
Se sacó del bolsillo un mapa dibujado a toda prisa.
—Me lo hizo el capitán Bird.
—¡Mamoncete manipulador! —le dije, lanzándole una lata vacía de raciones—. ¡Estaba aterrorizada!
—¡Ah! —respondió Landen con una sonrisa—. ¿Luego fue el terror y no la pasión lo que te arrojó a mis brazos?
Me encogí de hombros.
—Bien, quizás un poco de ambas cosas.
Landen se inclinó, pero se me ocurrió una idea y le puse un dedo en la boca.
—Pero ése no fue el mejor, ¿verdad?
Se detuvo, sonrió y me susurró al oído.
—¿En la tienda de muebles?
—En tus sueños, Land. Te daré una pista. Tú todavía tenías la pierna y los dos teníamos una semana de permiso… al mismo tiempo, por afortunada coincidencia.
—No fue una coincidencia —dijo Landen con una sonrisa.
—¿Otra vez el capitán Bird?
—Doscientas tabletas de chocolate. Pero valió la pena hasta la última de ellas.
—Eres un poco libertino, ¿sabes?, Land… pero de la mejor forma posible. En cualquier caso —añadí—, decidimos pasear en bicicleta por la República de Gales.
Mientras hablaba, el vehículo blindado desapareció, la noche negra se retiró y paseábamos cogidos de la mano por un bosquecillo junto a un arroyo. Era verano y el agua murmuraba excitada entre las rocas, el moho esponjoso formaba una alfombra mullida bajo nuestros pies. El cielo azul estaba limpio de nubes y la luz del sol se filtraba entre el follaje verde sobre nuestras cabezas. Apartamos ramas bajas y seguimos el sonido de la cascada. Llegamos hasta dos bicicletas apoyadas contra un árbol, las bolsas abiertas y la tienda medio montada en el suelo. El corazón se me aceleró a medida que recuperaba los recuerdos de ese día concreto de verano. Había empezado a montar la tienda pero paramos un momento cuando la pasión nos controló a los dos sobre el suelo tibio. Apreté la mano de Landen y él me pasó el brazo por la cintura. Él me sonrió con su curiosa sonrisa.
—Cuando estaba vivo regresaba continuamente a este recuerdo —me confió—. Es uno de mis favoritos y, asombrosamente, tu recuerdo parece ser básicamente correcto.
—¿En serio? —pregunté mientras le besaba suavemente en el cuello. Me estremecí un poco y le pasé los dedos por la espalda desnuda.
—Sin..
. ploc…
duda.
—¿Qué has dicho?
—Nada…
ploc…
¿por qué?
—¡Oh, no! ¡Ahora no!
—¿Qué? —preguntó Landen.
—Creo que estoy a punto de… despertar.
Pero hablaba sola. Estaba otra vez en mi dormitorio de Swindon, porque
Pickwick
había acortado inoportunamente mi excursión por los recuerdos. Me miraba desde la alfombra, con la correa en el pico y haciendo
ploc-ploc.
Le dediqué una mirada de odio.
—
Pickers,
eres un incordio. Justo cuando llegaba lo bueno.
Ella me miró, sin comprender lo que había hecho.
—Te voy a dejar en casa de mamá —le dije mientras me sentaba y me estiraba—. Me voy a Osaka un par de días.
Inclinó la cabeza y me miró de forma extraña.
—Tú y
Júnior
estaréis en buenas manos, lo prometo.
Salí de la cama y tropecé con algo duro y peludo. Miré qué era y sonreí. Buena señal. Sobre la alfombra había una vieja cáscara de coco y, mejor aún, todavía llevaba un poco de arena en los pies. Después de todo, mi lectura de
Robinson Crusoe
no había sido un completo fracaso.
El Gravetubo
A finales de esta década pretendemos construir un sistema de transporte que permita a un hombre o a una mujer ir desde Nueva York a Tokio y regresar en dos horas…
J
OHN
F. K
ENNEDY,
presidente de Estados Unidos
Para el transporte masivo mundial disponíamos principalmente del ferrocarril y las naves aéreas. El ferrocarril era rápido y cómodo pero no atravesaba el océano. Las naves aéreas podían recorrer distancias mayores… pero eran lentas y tendían a retrasarse por las condiciones climáticas. En los años cincuenta el tiempo de viaje hasta Australia o Nueva Zelanda era de unos diez días. En 1960 empezó a funcionar una nueva forma de transporte,
el Gravetubo.
Prometía un viaje sin retrasos a cualquier punto del planeta. Ir a cualquier destino, ya fuese Auckland, Roma o Los Angeles, llevaba exactamente el mismo tiempo: un poco más de cuarenta minutos. Fue, posiblemente, la mayor hazaña de ingeniería que la humanidad haya intentando nunca.
V
INCENT
D
OTT
El Gravetubo: la décima maravilla del mundo
Pickwick
insistió en sentarse en el huevo todo el camino a casa de mamá y estuvo haciendo
ploc
nerviosamente en cuanto yo pasaba de los treinta kilómetros por hora. Le preparé un nido en el armario de la caldera y la dejé ocupándose del huevo mientras los otros dodos se esforzaban por mirar por la ventana, intentando descubrir qué pasaba. Llamé a Bowden mientras mamá me preparaba un sándwich.
—¿Estás bien? —preguntó Bowden—. ¡Tenías el teléfono descolgado!
—Estoy bien, Bowd. ¿Qué tal por la oficina?
—Se ha filtrado la noticia.
—¿Lo de Landen?
—Lo del
Cardenio.
Alguien se lo sopló a la prensa. Ahora mismo Vole Towers está rodeada de periodistas. Lord Volescamper le ha estado gritando a Victor, diciendo que uno de nosotros ha hablado.
—No he sido yo.
—Ni yo. Volescamper ya ha rechazado una oferta de cincuenta millones de libras… Todos los empresarios teatrales del planeta quieren comprar los derechos de la primera representación. Y escucha esto: OE-1 te ha exonerado de cualquier culpa. Llegaron a la conclusión de que si los tiradores de OE-14 le dispararon a Kaylieu ayer por la mañana era posible que tú hubieses tenido razón.
—Bien por ellos. ¿Significa eso que me han levantado la suspensión?
—Victor quiere verte lo antes posible.
—Dile que estoy enferma, ¿vale? Tengo que ir a Osaka.
—¿Por qué?
—Mejor que no lo sepas. Te llamaré.
Colgué y mamá me dio queso sobre una tostada y una taza de té. Ella se sentó al otro lado de la mesa y ojeó un ejemplar ya ajado del
Femole
del mes anterior en el que salía yo.
—Mamá, ¿hay noticias de Mycroft y Polly?
—Recibí una postal desde Londres diciendo que estaban bien —respondió—, pero ponía que necesitan un frasco de salsa agridulce de verdura y mostaza y una llave de torsión. Lo dejé todo en el estudio de Mycroft y por la tarde se había evaporado.
—¿Mamá?
—¿Sí?
—¿Con qué frecuencia ves a papá?
Sonrió.
—Casi todas las mañanas. Se deja caer para decir hola. En ocasiones incluso le preparo un almuerzo para llevar…
Nos interrumpió un rugido que parecía de mil tubas tocando al unísono. El sonido reverberó por la casa e hizo vibrar las tazas en la alacena.
—¡Oh, señor! —exclamó—. ¡Otra vez los mamuts! —Y salió corriendo por la puerta.
Y un mamut era, de nombre y por tamaño. Peludo y tan grande como un tanque había atravesado el muro del jardín y olisqueaba suspicaz las glicinias.
—¡Sal de ahí! —aulló mi madre, buscando algún arma. Muy inteligentemente, los dodos habían salido corriendo a ocultarse tras el cobertizo. Renunciando a las glicinias, el mamut delicadamente arrancó una a una las verduras del huerto, se las metió en la boca y masticó lenta y decididamente. Mi madre estaba al borde del ataque de nervios.
—¡Es la segunda vez que pasa! —gritó desafiante—. Sal de mis hortensias, tú… tú… ¡cosa! —El mamut pasó de ella, de un trago vació todo el contenido del estanque ornamental y, torpemente, hizo astillas el mobiliario del jardín—. Un arma —dijo mi madre—, necesito un arma. ¡He sudado sangre con este jardín y ningún herbívoro reactivado va a cenárselo!
Desapareció en el interior del cobertizo y reapareció un momento más tarde blandiendo un rastrillo. Pero el mamut tenía poco que temer, incluso de mi madre. Después de todo, pesaba casi cinco toneladas. Estaba acostumbrado a hacer exactamente lo que le apetecía. El único aspecto positivo de la invasión era que no se trataba de la manada al completo.
—¡Sal! —aulló mi madre, rastrillo en ristre para darle al mamut en los cuartos traseros.
—¡Alto ahí! —gritó una voz. Nos volvimos. Un agente de OpEspec había saltado el muro y corría hacia nosotras—. Agente Durrell, OE-13 —anunció sin aliento, mostrándole la identificación a mi madre—. Golpee a esa mamut y la arrestaré.
La furia de mi madre se concentró en el agente de OpEspec.
—¿Así que se come mi huerto y yo no puedo hacer nada?
—Se llama
Buttercup
—le dijo Durrell—. El resto de la manada fue al oeste de Swindon como estaba planeado, pero
Buttercup
es un poco soñadora. Y sí, usted no hará nada. Los mamuts son una especie protegida.
—¡Bien! —dijo mi madre indignada—. ¡Si usted hiciese su trabajo como es debido los ciudadanos normales y respetuosos de la ley todavía tendríamos huerto!
Miramos lo que parecía haber sido el blanco de un bombardeo de artillería.
Buttercup,
con su voluminoso vientre repleto de las verduras de mamá, pasó por encima del muro y se rascó contra una farola de hierro, partiéndola como si fuese una ramita. La farola cayó pesadamente sobre el techo de un coche y rompió el parabrisas.
Buttercup
soltó otro potente barrito, que disparó algunas alarmas de coche y, en la distancia, se
oyó
la respuesta. Se detuvo, prestó atención y luego recorrió feliz la calle.
—¡Tengo que irme! —dijo Durrell, entregándole una tarjeta a mamá—. Puede reclamar una compensación si llama a este número. Puede que le interese pedir nuestro folleto gratuito «Cómo hacer que su jardín sea desagradable para los proboscídeos». ¡Buenos días!
Se tocó el sombrero y saltó el muro para ir hacia donde su compañero había parado el Land Rover de OE-13.
Buttercup
emitió otra llamada y el Land Rover partió, dejándonos a mi madre y a mí mirando el jardín destrozado. Los dodos, presintiendo que el peligro había pasado, salieron de detrás del cobertizo e hicieron
ploc-ploc
mientras picoteaban y rascaban la tierra revuelta.
—Quizá sea hora de cambiar a un jardín japonés —comentó mi madre, arrojando el mango del rastrillo—. ¡Ingeniería inversa! ¿Dónde iremos a parar? ¡Dicen que hay un
Diatryma
viviendo en New Forest!