Perdida en un buen libro (20 page)

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Authors: Jasper Fforde

Tags: #Aventuras, #Humor, #Policíaco

BOOK: Perdida en un buen libro
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Media hora más tarde tomé el Sobremanto hasta Tokio. Iba casi vacío y subí a bordo de un Skyrail a Osaka. Llegué al distrito comercial a la una de la mañana, cuatro horas después de salir de Saknussum. Cogí una habitación de hotel y me quedé sentada toda la noche mirando las luces parpadeantes y pensando en Landen.

15

En Osaka

Descubrí mis extrañas habilidades para saltar a los libros cuando era niña, en la escuela inglesa de Osaka donde mi padre daba clases. Me habían dicho que me pusiese en pie y leyese para la clase un fragmento de
Winnie-the-Pooh
. Empecé por el capítulo 9, «Llovió, llovió y llovió…», pero tuve que parar porque de repente el bosque de los Cien Acres giraba rápidamente a mi alrededor. Cerré el libro de golpe y regresé, empapada y desconcertada, a mi clase. Más tarde visité el bosque de los Cien Acres desde la seguridad de mi dormitorio y allí disfruté de maravillosas aventuras. Pero siempre tuve cuidado, incluso a tan tierna edad, de no modificar jamás la historia visible. Excepto, claro, para enseñar a leer y escribir a Christopher Robin.

O. N
AKAJIMA

Aventuras en el negocio de los libros

Osaka era menos ostentosa que Tokio pero no menos bulliciosa. Por la mañana desayuné en el hotel, compré un ejemplar de
Toad del Lejano Oriente
y leí las noticias de Inglaterra planteadas desde la óptica oriental… lo que daba para una buena aproximación a todo el asunto ruso. Durante el desayuno reflexioné sobre cómo localizar a una mujer en concreto en una ciudad de un millón de habitantes. Aparte de saber su apellido y que hablaba un inglés perfecto, no tenía mucho con lo que empezar. Como primer paso, le pedí al conserje que me fotocopiase todas las páginas de los Nakajima de la guía telefónica. Quedé consternada al descubrir que Nakajima era un nombre bastante común: había 2.729. Llamé a uno al azar y una agradable señora Nakajima estuvo hablando conmigo diez minutos. Le di las gracias profusamente y colgué el teléfono sin haber entendido ni una sola palabra. Suspiré. Llamé al servicio de habitaciones y pedí un buen café.

351 Nakajimas «incapaces de saltar a los libros» más tarde y en los brazos de la depresión, empecé a decirme que lo que hacía era inútil: si la señora Nakajima se había retirado al distante trasfondo de
Jane Eyre,
¿iba a estar cerca de un teléfono?

Me desperecé haciendo sonar todos los huesos, me bebí el resto del café frío y decidí dar un paseo corto para relajarme. Mientras caminaba miraba las páginas fotocopiadas, intentando pensar en una forma de limitar la búsqueda, cuando la chaqueta de un joven me llamó la atención.

En el Lejano Oriente muchas camisetas y chaquetas llevan textos en inglés; algunos tienen sentido, mientras que otros no son más que una colección de palabras que a los jóvenes japoneses les deben parecer tan elegantes como el
kanji
a nosotros. Había visto chaquetas con la extraña frase «100 $ Chevrolet del volador» y una con «Película escuadrón Pratt & Whitney», así que estaba preparada para cualquier cosa. Pero ésta era diferente. Era una elegante chaqueta de cuero que llevaba bordado en la espalda el siguiente mensaje: «¡Sígueme, chica Next!»

Y lo hice. Seguí al joven dos manzanas antes de ver una
segunda
chaqueta muy parecida a la primera. Cuando crucé el canal había otra chaqueta con «OpEspec por aquí» bordado en la espalda, luego «¡Jane Eyre para la eternidad!» seguido rápidamente de «Goliath chica mala». Pero eso no era todo; como obedeciendo una extraña llamada, todos los que llevaban esas chaquetas iban
en la misma dirección.
De pronto me vino a la cabeza el recuerdo de coches caídos del cielo y de trenes, así que saqué el entropioscopio del bolso, lo agité y aprecié una ligera separación entre el arroz y las lentejas. La entropía disminuía. Me volví rápidamente y me puse a caminar en dirección opuesta. Di tres pasos y me detuve porque se me ocurrió una idea atrevida. Claro… ¿Por qué no dejar que el fallo entrópico me hiciese el trabajo sucio? Seguí los logotipos hasta una plaza de mercado cercana, donde el arroz y las lentejas del entropioscopio formaron bandas curvas; la coincidencia se había incrementado hasta el punto de que todos los que veía llevaban un texto apropiado. «Desarrollos MycroTech», «Charlotte Brontë», «Toad News Network», «Hispano-Suiza», «Goliath» o «Skyrail» cosido o pegado a gorras, chaquetas, paraguas, camisetas o bolsas. Miré a mi alrededor, intentando desesperadamente dar con el epicentro de las coincidencias. Entonces le vi. En un inexplicable hueco en medio del bullicioso mercado había un anciano sentado detrás de una mesita. Era tan oscuro como una nuez y bastante calvo y una joven acababa de abandonar la silla que tenía delante. Un cartelito gastado apoyado contra un maletín pequeño declaraba, en ocho idiomas, la función y la oferta del adivino. En inglés decía: «¡Tengo la respuesta que buscas!» A mí no me cabía ninguna duda de que, dijera lo que dijese, sería efectivamente lo que buscaba… y probablemente, aunque muy
improbablemente
en su ejecución, casi con seguridad acabaría en muerte. Di dos pasos hacia el adivino y volví a agitar el entropioscopio. El patrón era más definido, pero no la separación clara mitad y mitad que precisaba. El hombrecito me había visto acercarme y me llamó.

—¡Por favor! —dijo—. Por favor, venga. ¡Se lo diré
todo!

Me detuve y busqué cualquier señal de peligro. No había nada. Me encontraba en una plaza perfectamente pacífica en una zona próspera de una pequeña ciudad provinciana de Japón. Fuera lo que fuese lo que mi enemigo anónimo me tenía preparado, era algo que no podía prever.

Me quedé en mi sitio, sin estar segura de si obraba muy inteligentemente. Fue la aparición de una camiseta que no tenía
nada
que ver conmigo lo que me hizo decidirme. Si dejaba pasar la oportunidad jamás daría con la señora Nakajima. Saqué el bolígrafo, le di a la punta y caminé decidida hacia el hombrecito, que me sonrió con entusiasmo.

—¡Viene! —dijo en un mal inglés—. Descubrirá todo. ¡Adiós, de mi parte!

Pero no me detuve. Mientras caminaba hacia el adivino metí la mano en el bolso y saqué una hoja cualquiera de las páginas de los Nakajima; luego, justo cuando pasaba por delante del hombrecito marrón como una nuez, clavé al azar el bolígrafo en la página y eché a correr. No me detuve cuando oí el golpe del rayo, ni los gritos horrorizados de los viandantes. No me detuve hasta que no estuve lejos de allí, de vuelta entre polos sencillos y marcas de ropa normales, y mi entropioscopio volvía a mostrar aglomeraciones aleatorias. No investigué lo que había sucedido; no me hacía falta. El adivino estaba muerto… y yo también lo hubiese estado de haberme detenido para hablar con él. Para recuperar el aliento me senté en un banco. Volví a sentir náuseas y casi vomité en una papelera cercana, para consternación de una ancianita sentada a mi lado. Me recuperé un poco y miré al Nakajima seleccionado por el bolígrafo. Si las coincidencias estaban tan desatadas como esperaba, entonces ese nombre tenía que ser el que buscaba. Le pedí ayuda a la señora sentada a mi lado. Parecía que todavía quedaba algún rastro de entropía negativa: la dirección estaba a apenas dos minutos andando de mi asiento.

El bloque de apartamentos al que me dirigía no estaba en muy buen estado. El yeso que cubría las grietas tenía grietas y la suciedad que cubría la pintura descascarillada también empezaba a descascarillarse. En el interior había un pequeño vestíbulo donde un anciano miraba la versión doblada de
El 65 de Walrus Street.
Subí al cuarto piso, donde al final del pasillo di con el apartamento de la señora Nakajima. El barniz de la puerta había perdido el lustre y el pomo metálico estaba deslustrado, ceniciento y apagado; por allí no había pasado nadie desde hacía tiempo. Sorprendentemente, cedió con facilidad y la puerta se abrió. Me detuve para mirar a mi alrededor, y como no vi a nadie, entré.

El apartamento de la señora Nakajima era normalísimo. Tres dormitorios, baño y cocina; las paredes y los techos pintados con sencillez, el suelo de madera clara. Daba la impresión de que se había mudado unos meses antes y se lo había llevado todo. La única excepción notable era una mesa pequeña situada cerca de la ventana del salón, sobre la que encontré cuatro volúmenes delgados encuadernados en piel junto a una lamparita metálica. Tomé el libro de encima. «Jurisficción», rezaba la tapa sobre un nombre que no reconocí. Intenté abrirlo, pero no pude. Probé con el segundo sin mayor suerte, pero me detuve un momento al ver el tercero. Toqué delicadamente el delgado volumen y pasé los dedos sobre la fina capa de polvo que se había acumulado en el lomo. El vello de la nuca se me erizó y me estremecí. No es que tuviese miedo. Era el toque delicado de la aprensión; sabía que podría abrir ese libro.
El nombre de la portada era el mío.
Había esperado mi llegada. Lo abrí. En la página del título encontré una nota escrita a mano de la señora Nakajima, breve y concisa:

Para Thursday Next, con anticipado agradecimiento por el buen trabajo y las buenas experiencias futuras con Jurisficción. Te introduje en un libro cuando tenías nueve años, pero ahora debes hacerlo por ti misma… y puedes, y lo harás. Te sugiero además que te des prisa; mientras lees esta nota el señor Schitt-Hawse se acerca por el pasillo y no ha venido precisamente a pedir donativos para los huérfanos de la CronoGuardia.

S
EÑORA
N
AKAJIMA

Corrí a la puerta y pasé el cerrojo justo cuando empezaba a moverse el pomo. Se produjo una pausa y luego un estruendo en la puerta.

—¡Next! —dijo la inconfundible voz de Schitt-Hawse—. ¡Sé que está ahí! ¡Déjeme pasar y juntos podremos rescatar a Jack!

Era evidente que me habían seguido. De pronto tuve la idea de que quizá la Goliath estuviese más interesada en cómo entrar en los libros que en el propio Jack Schitt. Había un agujero de mil millones de libras en el presupuesto de su división de armamento avanzado y un Portal de Prosa,
cualquier
Portal de Prosa, sería perfecto para taparlo.

—¡Váyase al infierno! —grité, y volví a mi libro.

En la primera página, bajo un gran encabezado que decía «¡LÉEME PRIMERO!», venía la descripción de una biblioteca. No me hizo falta más; la puerta se combó bajo un tremendo golpe y vi que cerca de la cerradura la pintura saltaba. Si se trataba de Chalk o Cheese, no tardarían en entrar.

Me relajé, respiré hondo, me aclaré la garganta y leí de manera clara, fuerte y confiada, expresiva y expansiva. Añadí pausas, inflexiones y alcé la voz allí donde el texto lo exigía. Leí como nunca había leído.

—«Era un pasillo largo y oscuro revestido de madera —empecé—, repleto de estantes que iban desde el suelo, generosamente alfombrado, hasta el techo abovedado…»

El sonido de golpes se incrementó y, mientras yo leía, el marco de la puerta se astilló cerca de las bisagras, la hoja cayó hacia dentro y Chalk se precipitó pesadamente al suelo seguido de cerca por Cheese, que le aterrizó encima.

—«La alfombra tenía un dibujo elegante y el techo estaba decorado con suntuosas molduras que representaban escenas de los clásicos…»

—¡Next! —gritó Schitt-Hawse, metiendo la cabeza por la puerta mientras Chalk y Cheese luchaban por ponerse en pie—. ¡Venir a Osaka
no
entraba en el acuerdo! Le dije que me mantuviese informado. No le va a pasar nada—Pero algo estaba pasando. Algo nuevo, algo
diferente.
Mi absoluto desprecio por la Goliath, las ansias de escapar, el saber que sin la entrada a los libros nunca volvería a ver a Landen… todo eso me dio fuerzas para reblandecer las barreras que se habían reforzado desde el día de 1958 en que entré por primera vez en
Jane Eyre.

—«Muy arriba, a intervalos regulares, aberturas circulares delicadamente decoradas por las que entraba la luz…»

Podía ver a Schitt-Hawse acercándoseme, pero había empezado a volverse menos tangible; aunque veía el movimiento de sus labios, el sonido de su voz me llegaba a los oídos un segundo más tarde. Seguí leyendo, y mientras lo hacía el salón que me rodeaba comenzó a desaparecer con una ventolera.

—¡Next! —gritó Schitt-Hawse—. ¡Lo lamentará, lo juro!

Seguí leyendo.

—«… reforzaban la atmósfera sobria de la biblioteca…».

—¡Zorra! —oí que gritaba Schitt-Hawse—. ¡Agarradla!

Pero sus palabras se convirtieron en un céfiro; la sala adoptó la apariencia de la neblina matutina y se oscureció. Sentí un hormigueo, la sensación de agua tibia rozándome los pies… al instante siguiente, me había ido. Parpadeé dos veces, pero Osaka había quedado muy lejos. Cerré el libro, me lo coloqué con cuidado en el bolsillo y miré a mi alrededor. Me encontraba en un pasillo largo y oscuro revestido de madera repleto de estantes que iban desde el suelo, generosamente alfombrado, hasta el techo abovedado. La alfombra tenía un dibujo elegante y el techo estaba decorado con suntuosas molduras que representaban escenas de los clásicos. Cada cornisa soportaba el busto de un autor. Muy arriba, a intervalos regulares, aberturas circulares delicadamente decoradas por las que entraba la luz que se reflejaba en la madera brillante reforzaban la atmósfera sobria de la biblioteca. En el centro del pasillo había una fila de mesas de lectura, cada una con una lámpara metálica de pantalla verde. La biblioteca parecía interminable; en ambas direcciones el pasillo se perdía en la oscuridad sin llegar a un final claro. Pero eso no era lo importante; describir la biblioteca habría sido como mirar un Turner y comentar el marco. En todas las paredes, de un extremo a otro, estante tras estante, había libros. Cientos, miles, millones de libros. De tapa dura, de bolsillo, volúmenes encuadernados en piel, galeradas sin corregir, manuscritos, de todo. Me acerqué un poco y posé delicadamente la punta de los dedos sobre los volúmenes inmaculados. Eran cálidos al tacto, así que me acerqué más y pegué la oreja a los lomos. Podía oír un zumbido distante, el ruido sordo de la maquinaria, de gente hablando, tráfico, gaviotas, risas, olas contra las piedras, viento en las ramas invernales de los árboles, truenos lejanos, lluvia intensa, niños jugando, el martillo de un herrero… Un millón de sonidos simultáneos. Y luego, en un momento revelador, las nubes despejaron mi mente y una comprensión cristalina de la naturaleza de esos libros me iluminó. No eran simples acumulaciones de palabras dispuestas escrupulosamente sobre una página para ofrecer la
impresión
de realidad… Cada uno de aquellos volúmenes
era
realidad. La similitud de esos libros con los ejemplares que había leído en mi hogar no era mayor que la similitud de una fotografía con su sujeto: ¡aquellos libros estaban
vivos!

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