—Vaya, vaya. —El Mochuelo coge su whisky con la mano derecha y apoya la izquierda en el brazo de Mauro, luego hace un gesto de asentimiento con la cabeza—. Me da que esta noche le doy otro revolcón.
Luego se toma un trago con la cabeza echada hacia atrás. Pero se da cuenta de que Mauro todavía no ha tocado su vaso. Nada. Está allí quieto. Tranquilo. Demasiado tranquilo. Un poco abatido.
—Pero ¿qué te pasa, tronco? —El Mochuelo le pasa la mano por detrás de la cabeza y se la sacude—. ¿Qué te pasa? ¿Se te ha comido la lengua el gato? Cuéntale a papá lo que te pasa. ¡Hay que ver, estás acabado! Ni que se te hubiese muerto el canario.
Mauro se queda impasible. Entonces coge el vaso, se lo lleva a la boca, lo piensa un instante y le da un largo trago. A continuación baja la cabeza aprieta los ojos.
—Ahhh, qué fuerte es.
El Mochuelo asiente.
—No es fuerte, es bueno. Puedes hablar, ¿qué te ha pasado?
Mauro se toma otro sorbo de whisky.
—Nada… Paola.
—Ah, tu chica. Ya te lo dije, a ésa le gustan las comodidades.
—Me trajiste mal fario.
—No. Te bastaste tú solito. Todas las chicas quieren comodidades. Sobre todo…
—¿Sobre todo?
—… si son guapas. Siempre hay uno que está esperando para ofrecérselas.
Mauro guarda silencio.
—¿Y sabes cuál es el problema?
—No, ¿cuál es?
—Que ellas lo saben muy bien. —El Mochuelo asiente, mueve la cabeza y da un largo trago.
Mauro lo mira y lo imita. Un trago largo, hasta apurar el vaso, sin detenerse, de una sola vez.
El Mochuelo lo mira admirado.
—Vaya, te ha gustado, ¿eh?
Mauro sacude la cabeza, la agita, como si estuviese intentando librarse de algo que tiene en la garganta.
—Tengo el remedio para ti, confía en mí. —El Mochuelo se saca dinero del bolsillo delantero. Encuentra diez euros y los arroja sobre la mesa.
—¿De qué estás hablando? —pregunta Mauro.
—De un atajo para lograr comodidades para ella. Ya verás como en dos noches reconquistas a tu amor —Mauro está indeciso. Mira de frente al Mochuelo.
—¿Tú crees?
—Pues claro, es matemático. Pero primero tienes que venir conmigo. —El Mochuelo se levanta y se va al baño.
Mauro lo sigue. El Mochuelo cierra la puerta a sus espaldas y se apoya en ella, para asegurarse de que nadie más entre.
—Ten. —Se saca una bolsita transparente del bolsillo de los tejanos. Está llena de un polvo blanco—. Métete una rayita de coca. Como bautizo.
El Mochuelo descuelga el espejo de la pared y lo apoya sobre el lavamanos.
—Ya te he buscado nombre. Halcón Peregrino. El Mochuelo y el Halcón Peregrino. ¿Te gusta?
—Sí. ¿Qué tenemos que hacer?
El Mochuelo se inclina sobre el espejo y con un billete de veinte euros enrollado, aspira una raya por el lado izquierdo de la nariz.
—Fácil. —Sorbe por la nariz—. Ten, las llaves de mi moto. Yo tengo otra copia. Tú sólo tienes que acompañarme a buscar un coche a casa de una amiga y después te vas a tu casa con mi moto. Mañana por la mañana la paso a buscar. Es fácil, ¿no?
Mauro sonríe.
—Facilísimo.
Gino, el Mochuelo le pasa los veinte euros enrollados a Mauro.
—Andando, Halcón, que cuanto antes nos pongamos antes acabamos.
Mauro se inclina y también él hace desaparecer una raya blanca. Se incorpora y todavía le sigue picando la nariz cuando oye decir al Mochuelo.
—Y piensa que, con este viaje, te ganas cincuenta mil del ala. Ya podrás darle comodidades a tu pequeña Paola.
Salen del baño, los dos muy contentos. El Mochuelo se despide de la chica de la barra con una pequeña promesa en los ojos.
—Adiós, Mary, nos vemos. Si acabo pronto, me paso. —Y le guiña un ojo. Fuera del local, el Mochuelo abraza a Mauro—. Ya te digo. Me paso y te repaso como anoche. —Y se echa a reír—. Andando, Halcón. —Y desaparecen a lomos de la enorme moto, en dirección al centro.
Esa noche salen los cuatro. Enrico, Pietro, Alessandro e incluso Flavio, a quien extrañamente han dado permiso. Tienen una noche loca como no tenían hace tiempo. Se van al F.I.S.H., un restaurante en via dei Serpentini, piden un pescado muy bueno y se toman el mejor vino. Se explican de todo. Se confiesan pequeñas verdades.
—¡De manera que fue tu ayudante el que te envió aquel mail con la carta de Elena al chaval ese! —Pietro mueve la cabeza—. Ya te lo dije… ¡todas las mujeres son unas arpías! Y vosotros que no hacéis más que reñirme siempre. Lo mío es una misión educativa.
—¡Sí, educativa del carajo! —Alessandro se sirve vino—. ¿Sabes que por un momento pensé que podías ser tú el amante de Elena?
Pietro lo mira estupefacto.
—¿Yo? Pero ¡¿cómo puedes pensar eso?! Oye, mira, antes que haceros algo así a uno de vosotros, os lo juro, os juro que haría la cosa que me resulta más difícil de imaginar. ¡Vaya, hasta preferiría volverme maricón! Y ya sabéis lo que me costaría, ¿eh? —Pietro se detiene. Se pone triste. Se toma una copa de vino de un solo trago. Luego la deja en la mesa, casi golpeándola—. Susanna ha descubierto que la engaño, quiere dejarme. Estoy fatal.
Flavio lo mira.
—Pero tenías que pensar que tarde o temprano acabaría por descubrirlo. Tú por ahí has hecho de todo. Has estado con todas las mujeres que respiran.
Alessandro le pone una mano en el hombro.
—¿Y cómo lo ha descubierto? ¿Acaso ella también ha recibido un mail? —pregunta.
—No, me vio por la calle. Estaba besando a una.
—Bueno, entonces es que estás loco de remate.
—Sí, estoy loco. ¡Y me siento orgulloso de mi locura! No sólo eso, sino que, mientras esperamos, ¡me voy a fumar un cigarrillo! ¿Quién se viene conmigo?
—Yo voy. —Enrico se levanta.
—Vale, nosotros os esperamos, pero no tardéis mucho.
—Tranquilos…
Pietro y Enrico salen del restaurante. Pietro le enciende el cigarrillo a Enrico, luego prende el suyo y sonríe a su amigo.
—Bien.
—¿Bien qué?
—Ya has visto que yo tenía razón, hicimos bien en no decirle a Alex que habíamos visto a Elena besándose con ese pipiolo en el local aquel… Ya se encargó de ello su ayudante.
Enrico se encoge de hombros.
—Ha sido una casualidad. Alex y Elena podían haber vuelto y plantearse de nuevo el matrimonio y, a lo mejor, esta vez hasta se hubiesen casado. ¿Y si después no funcionaba? Entonces hubieses lamentado haberte lavado las manos.
—Yo no tenía por qué hablar y decidir por ellos.
—En cambio, yo lo veo como una cuestión de responsabilidad. Resulta demasiado fácil dejar que sean los demás los que tomen siempre las decisiones. Piensa en lo diferente que hubiese sido todo si el tipo aquel no se hubiese lavado las manos.
—No exageres. Piensa un poco más lo que dices. Me parece que, en aquel momento, la responsabilidad era un poco diferente, ¿o no? Lo que quiero decir es que nosotros no teníamos prisa, podíamos esperar. A lo mejor las cosas se arreglaban sin tener que poner en juego nuestra amistad. Y así es como ha sido. Yo creo que a Alex no le hubiese gustado que fuésemos nosotros quienes le diésemos la noticia. Quienes arruinásemos su sueño. Los amigos son como una isla al amparo de las corrientes…
—Ya. A propósito, hace frío, yo entro. —Enrico arroja su cigarrillo al suelo y lo apaga—. Además, yo también tengo que daros una noticia.
—¿Buena?
—Buenísima… Venga, espabila, te espero dentro.
Pietro sonríe. Da una última calada a su cigarrillo. Está tranquilo, sereno. Para él la decisión fue acertada. No explicar aquel encuentro con Elena y Marcello en el restaurante. Luego arroja su cigarrillo al suelo y lo apaga. Vuelve a entrar y se reúne con sus amigos. Pero Pietro no sabe si la decisión de Alessandro aquel día fue justa. Dar o no dar un curso personal a los acontecimientos.
Ésa es la cuestión. Una cosa es segura. Si aquella carpeta roja no hubiese ardido, hoy esa conversación tan alegre y civilizada entre Enrico y Pietro hubiese resultado imposible. Por una única razón. Enrico nunca hubiese compartido a su mujer con otro. Y aún menos con un amigo. Aunque sea tan simpático como Pietro.
En el interior del restaurante, Enrico los interrumpe a todos.
—Chicos, tengo que deciros una cosa. ¡Camilla está esperando un hijo!
—¡No! ¡Qué bien!
—¡Es fantástico! —Alessandro se hace cargo de la situación—. Camarero, ¡tráiganos una botella de champán en seguida! ¡Y tú, Pietro, alegra esa cara, joder! Intenta mantener la calma y acaba de sentar de una vez la cabeza. Verás como reconquistas a Susanna.
Enrico sonríe, abraza a Flavio.
—¿Y tú? ¿No tienes nada que decirnos?
—Por supuesto… —Se toma un vaso de vino, mientras espera a que llegue el champán—. He echado a Cristina de casa. Me tenía ya hasta los cojones.
—¿Qué? ¡Qué estás diciendo, no me lo puedo creer!
Todos se han quedado sin palabras de verdad, anonadados. Flavio los mira uno por uno y al final sonríe.
—Después volvió. Pero está mucho más calmada. Y desde entonces las cosas van mejor. Ya no tendré que sentirme culpable si juego a futbito, si no ordeno mis cosas, si quiero pasarme media hora tumbado a la bartola en el sofá sin hacer nada. Y, sobre todo, podré salir más a menudo con vosotros, así que ya podéis ir con cuidado, que os estaré vigilando.
Pietro le da una palmada en la espalda.
—¡Me alegro por ti! Pero lo podías haber hecho antes.
Flavio lo fulmina con la mirada.
—¿Y qué querías…? Más vale tarde que nunca, ¿no?
—Si tú vienes me controlarás. ¡Susanna estará más tranquila y yo podré seguir haciendo de las mías!
—¡Ah, no! ¡Ni hablar! ¡Mira que yo me chivo!
Llega la botella de champán.
—Chicos, brindemos. —Pietro la destapa y sirve rápidamente cuatro copas. Levanta la suya.
—Bien, por nuestra amistad, que no se acabe nunca. Por Alessandro, que ha tenido el valor de dudar de mí, precisamente él que no es capaz de tranquilizarnos acerca del hecho de que no sea maricón.
—¿Maricón yo?
—¡Pues claro! Uno que deja escapar un sueño como Niki… Si tú no eres maricón, ¡¿quién lo es?! Venga, Alex, ánimo. Ésta es la noche indicada para salir del armario. Venga, ábrete a nosotros, que después ya pensaremos en cómo volverte a tapar.
Y todos se echan a reír.
—¡Qué bordes sois! Bromas aparte, tengo una idea. Y tengo que darme prisa. Niki se va mañana.
Continúan bebiendo champán, mientras Alessandro les explica cuál es su idea y se divierten un montón. De todos modos, se necesita valor para atreverse a llevarla a cabo. De manera que piden también una grappa y un ron. Y por qué no, también un poco de whisky. Total, que al final acaban todos borrachos.
En el coche. Atmósfera superetílica.
—Despacio, despacio, ve despacito.
—Más despacio que esto… un poco más y retrocedo en el tiempo.
Alessandro, el más borracho de todos, aparca su Mercedes en el puente de corso Francia. Antes han pasado por la oficina a buscarlos y han armado un jaleo tremendo con el portero, que no quería dejarlos subir al verlos tan borrachos. Pero Pietro es buenísimo en eso. Sabe cómo beberse una buena botella de vino, pero también cómo «untar» a un portero mediocre. Vaya, que al final han logrado salirse con la suya. Y allí están, listos para la gran idea de Alessandro.
Flavio está preocupado.
—Chicos, tenemos casi cuarenta años. Vámonos, os lo pido por favor…
—Pero ¡Flavio, precisamente ahí está la gracia!
Se bajan todos del coche y se suben al puente. Alessandro se pone a horcajadas sobre el antepecho, demasiado alto para él y sobre todo para su nivel alcohólico. Se resbala pero se incorpora de nuevo. Coge el aerosol rojo y mira a su alrededor.
—Chissst…
Enrico lo ayuda.
—Ven, súbete aquí para escribir.
—Se va a caer del puente.
—¡Qué va! ¡Me tengo en pie perfectamente!
Pietro se le acerca.
—¿Has pensado ya lo que vas a escribir? O sea, ¿tienes lista una frase?
—¡Pues claro! —Alessandro sonríe borracho—. «Desde que te conocí soy el hombre más feliz del mundo y además…»
Flavio lo interrumpe.
—Oye, estás con un aerosol encima de un puente. ¡Tienes que escribir una frase, no un poema!
—Es verdad, tienes razón. —Alessandro se sujeta a él—. Quieres decir una como aquella de allí. —Y mira a su alrededor—. Esa que está por todas partes, a tres metros sobre el cielo.
—Sí, pero ésa ya está muy vista. Tú eres un creativo, ¿no?
—¡Pues claro, de ti se espera algo más! Puede ser algo simple, pero que impacte.
Alessandro se ilumina.
—¡Ya la tengo! Allá voy.
—¿Estás seguro?
—Sí. —Alessandro se encarama, se pone de pie en el puente, coge el aerosol y empieza a escribir. «Ámame, c…» pero justo en ese momento, un faro ilumina a Alessandro y a todos los demás.
—Atención. —Una voz metálica sale de un megáfono—. No se muevan. Mantengan las manos a la vista. Quietos.
Alessandro intenta cubrirse los ojos. Entonces los ve. No puede ser. No es posible. ¡Son ellos! Los policías de costumbre. Serra y Carretti.
—Venga, bajad de ahí.
Alessandro, Enrico, Flavio y Pietro se acercan a ellos.
—Disculpe, ¿eh?, era sólo una broma…
—Claro, claro. No faltaba más. Entréguenme la documentación.
Entonces Serra mira a Alessandro.
—Otra vez usted, ¿eh…?
—Pero en realidad yo… no es lo que usted piensa…
—Y encima está borracho. Oiga, está farfullando.
Flavio intenta justificarse.
—Yo no he bebido tanto…
—Ya, ya, ahora os venís todos a comisaría.
Y se suben atrás, en el coche patrulla, uno encima del otro, quejándose.
—Ay, no me empujes, me haces daño…
—Jo, la única vez que salgo con vosotros y nos detienen. ¿Y ahora qué le digo a Cristina?
—Que eres un gafe.
Serra se vuelve hacia ellos.
—Pero ¿se puede saber qué estabais escribiendo?
Alessandro responde orgulloso.
—Quería escribir: ¡ámame, chica de los jazmines! ¡Sí, así tenía que ser… para ella que es… motor amor!
Serra mira a su colega.
—¿La chica de los jazmines que es motor amor? Pero ¿qué está diciendo?