Pietr el Letón

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

BOOK: Pietr el Letón
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En el verano de 1929, Georges Simenon, que navegaba por el Mar del Norte, se ve obligado a detenerse debido a una avería del barco. Mientras lo reparan, se instala en una gabarra abandonada.

«Esa gabarra, en la que coloqué un gran cajón para mi máquina de escribir y una caja algo más pequeña para mi trastero, iba a convertirse en la cuna de Maigret. ¿Me disponía a escribir una novela popular como las demás? Una hora después, vi que empezaba a perfilarse la mole poderosa e impasible de un tipo que me pareció que sería un comisario aceptable. A lo largo de ese día fui añadiendo algunos accesorios: una pipa, un sombrero hongo y un grueso abrigo de cuello de terciopelo. Y le concedí, para su despacho, una vieja estufa de hierro colado». El lector que abre por primera vez el inquietante
Pietr el Letón
tal vez no sea consciente de que va a asistir a un gran acontecimiento: el nacimiento de Maigret.

Pietr el Letón
ha sido también publicada en España con el título
La muerte llama a Maigret
.

Georges Simenon

Pietr el Letón

Maigret, 1

ePUB v1.1

Ledo
02.04.12

Título original:
Pietr-le-Letton

Traducción de Joaquín Jordá

1.ª edición: febrero 1994

© 1994, Estate of Georges Simenon

© de la traducción: Joaquín Jora, 1994

Tusquets Editores, S.A.

ISBN: 84-7223-402-9

Depósito legal: B. 236-1994

«Edad aparente 32, estatura 1,69»

«C.I.P.C. a Sûreté París:

»XVZUST CRACOVIA VIMONTRA M GHKS TRIV PSOT UV PIETR EL LETON BREMEN VS TYZ BTOLEM».

El comisario Maigret, de la Primera Brigada Móvil, alzó la cabeza y tuvo la impresión de que el ronquido de la estufa de hierro colado instalada en el centro de su despacho, y unida al techo por un grueso tubo negro, disminuía. Apartó el telegrama, se levantó pesadamente, reguló la llave y arrojó tres paletadas de carbón.

Después, de pie, dando la espalda al fuego, llenó una pipa y tiró de su cuello postizo, que, aunque muy bajo, le incomodaba.

Miró su reloj, que señalaba las cuatro de la tarde. La chaqueta del traje colgaba de un perchero.

Avanzó lentamente hacia su escritorio, volvió a leer el telegrama y tradujo a media voz:

«Comisión Internacional de Policía Criminal a Sûreté Genérale, París:

»POLICIA CRACOVIA SEÑALA PASO Y SALIDA HACIA BREMEN DE PIETR EL LETON».

La Comisión Internacional de Policía Criminal tiene su sede en Viena y dirige, en suma, la lucha contra la delincuencia europea, encargándose más concretamente de la coordinación entre las diferentes policías nacionales.

Maigret tomó un segundo telegrama, redactado también en «polcod», lenguaje internacional secreto utilizado en las relaciones entre todos los centros policiales del mundo.

Tradujo inmediatamente:

«Polizei Praesidium de Bremen a Sûreté de París:

»PIETR EL LETON IDENTIFICADO EN DIRECCION AMSTERDAM Y BRUSELAS».

Un tercer telegrama, procedente de la Nederlandsche Central in Zake Internacional Misdadigers, el Gran Cuartel General de la Policía holandesa, anunciaba:

«PIETR EL LETON SUBIO COMPARTIMENTO G. 263, COCHE 5, A LAS 11 MAÑANA EN EL
Etoile du Nord
, CON DESTINO PARIS».

El último mensaje en «polcod» procedía de Bruselas y decía:

«COMPROBADO PASO PIETR EL LETON 14.00 HORAS
Etoile du Nord
EN COMPARTIMENTO SEÑALADO POR AMSTERDAM».

En la pared, detrás del escritorio, estaba desplegado un mapa inmenso delante del cual se plantó Maigret, ancho y pesado, con ambas manos en los bolsillos y la pipa en la comisura de la boca.

Su mirada pasó del punto que representaba Cracovia a otro punto que designaba el puerto de Bremen, y luego de allí a Amsterdam y a Bruselas.

Miró de nuevo la hora. Las cuatro y veinte. El
Etoile du Nord
debía de estar corriendo a ciento diez por hora entre Saint-Quentin y Compiêgne.

No paraba en la frontera. Ninguna disminución de velocidad.

En el coche 5, compartimento G. 263, Pietr el Letón estaría seguramente ocupado en leer o en contemplar el paisaje que desfilaba.

Maigret se dirigió a una puerta que daba a un armarito empotrado, se lavó las manos en un lavamanos de porcelana, se pasó un peine por su tupido cabello color castaño, donde apenas se percibían unas pocas canas alrededor de las sienes, y después se arregló lo mejor que pudo una corbata que jamás había conseguido anudarse correctamente.

Era noviembre. Caía la noche. Por la ventana, descubrió un brazo del Sena, un barquito utilizado como lavadero y la Place Saint-Michel, todo ello envuelto en una sombra azul que constelaban sucesivamente las farolas de gas.

Abrió un cajón, recorrió con la mirada un informe de la Oficina Internacional de Identificación de Copenhague.

«Sûreté París:

>»Pietr el Letón 32 169 01512 0224 0255 02732 03116 03233 03243 03325 03415 03522 04115 04144 04147 05221, etc».

Esta vez, se tomó el trabajo de traducir en voz alta e incluso de repetirlo varias veces, como un colegial que recita una lección:

«Descripción de Pietr el Letón: edad aparente 32, estatura 1,69, seno caballete nariz rectilíneo, base horizontal, saliente gran límite, particularidad tabique no aparente, oreja borde original, gran lóbulo, travesía límite y dimensión pequeño límite, antitrago saliente, límite pliegue inferior cargado, límite forma, rectilíneo, límite particularidad surcos separados, ortognata superior, faz larga, bicóncava, cejas ralas, rubio claro, labio inferior prominente, gran espesor inferior colgante, cuello largo, aureola amarilla media, periferia intermedia verdosa media, cabello rubio claro».

Era el «retrato por palabras» de Pietr el Letón, tan elocuente para el comisario como una fotografía. En primer lugar se dibujaban los grandes rasgos: un hombre bajo, delgado, joven, con cabellos muy claros, de cejas rubias y ralas, ojos verdosos y cuello largo.

Maigret conocía además los más pequeños detalles de la oreja, lo que le permitía, en medio de la multitud, e incluso en el caso de que Pietr el Letón estuviera maquillado, identificarlo con plena seguridad.

Descolgó su chaqueta, se la puso, se echó encima pesado abrigo negro y se cubrió la cabeza con sombrero hongo.

Una última mirada a la estufa, que parecía a punto de estallar.

Al final de un largo pasillo, en el rellano que servía de vestíbulo, pidió a Jean:

—No te olvides de mi fuego, ¿eh?

En la escalera lo sorprendió el viento, que entraba con violencia, y tuvo que meterse en un hueco para encender la pipa.

A pesar de la monumental cristalera, rachas de viento barrían los andenes de la Gare du Nord. Varios vidrios se habían desprendido de la bóveda y roto entre las vías. La electricidad funcionaba mal. La gente se hundía en sus abrigos.

Delante de una taquilla, unos viajeros leían un aviso poco tranquilizador: «TORMENTA EN LA MANCHA».

Y una mujer, cuyo hijo debía embarcarse para Folkestone, mostraba una cara alterada y unos ojos enrojecidos. Molesto, el hijo tuvo que prometer que no permanecería ni un instante en el puente del barco.

Maigret estaba de pie junto al andén 2, donde la multitud esperaba el
Etoile du Nord
. Todos los grandes hoteles, sin olvidar la agencia Cook, estaban representados.

Él no se movía. Los demás empezaban a ponerse nerviosos. Una joven envuelta en visón, con las piernas, en cambio, enfundadas en una seda invisible, iba y venía golpeando el suelo con sus tacones.

Él seguía allí, enorme; sus hombros impresionantes dibujaban una gran sombra. Aunque lo empujaban, se movía tan poco como una pared.

La luz amarilla del tren apuntó a lo lejos. Después llegó la confusión, los gritos de los maleteros, la marcha laboriosa de los viajeros hacia la salida.

Desfilaron unos doscientos antes de que la mirada de Maigret captara entre la multitud a un hombrecillo vestido con un abrigo de viaje a grandes cuadros verdes, cuyo corte y color eran de estilo claramente nórdico.

El hombre no se apresuraba. Iba seguido de tres maleteros. El representante de un hotel de lujo de los Campos Elíseos le abría paso ceremoniosamente.

«Edad aparente 32, estatura 1,69…, caballete de la nariz…»

Maigret no se inmutó. Miró la oreja. Eso le bastó.

El hombre de verde pasó muy cerca de él. Uno de los maleteros golpeó al comisario sin querer con una de las maletas.

En ese mismo instante, un empleado del tren echó a correr y gritó apresuradamente unas palabras a otro empleado que estaba en un extremo del andén, al lado de la cadena que permitía cerrar el paso.

Colocaron la cadena. Estallaron protestas.

El hombre con el abrigo de viaje estaba ya en la puerta de la estación.

El comisario fumaba con breves bocanadas precipitadas. Se acercó al funcionario que había colocado la cadena.

—¡Policía! ¿Qué ocurre?

—Un crimen. Acaba de descubrirse.

—¿Coche 5?

—Creo que…

La estación seguía su ritmo habitual. Sólo el andén 2 tenía un aspecto anómalo. Quedaban cincuenta pasajeros por salir. Y les cerraban el paso. Se impacientaban.

—Deje pasar… —dijo Maigret.

—Pero…

—Deje pasar.

Vio cómo salía el último grupo. El altavoz anunciaba la salida de un tren de cercanías. En algún lugar, alguien corría. Delante de uno de los vagones del
Etoile du Nord
un grupito esperaba algo. Eran tres hombres, con uniformes de la compañía.

El jefe de estación fue el primero en llegar, con aires de importancia pero preocupado. Después pasó una camilla por el vestíbulo y cruzó grupos de personas alteradas, sobre todo las que se disponían a partir, que la seguían con los ojos.

Maigret remontaba el convoy, con su paso pesado, sin dejar de fumar. Coche 1. Coche 2… Alcanzó el coche 5.

Ahí estaban los tres hombres, justo delante de la portezuela del coche 5. La camilla se detuvo. El jefe de estación escuchaba a los tres hombres, que hablaban a la vez.

—¡Policía! ¿Dónde está? —preguntó Maigret.

Lo miraron con evidente alivio. Su masa plácida avanzó en medio del agitado grupo y, de repente, los demás se convirtieron en satélites.

—En el lavabo.

Maigret se encaramó; vio, a su derecha, la puerta del lavabo abierta. En el suelo, había un cuerpo apretujado, doblado en dos, extrañamente contorsionado.

El jefe de tren, desde el andén, daba órdenes:

—Que lleven el vagón a una vía muerta… ¡Esperen! La sesenta y dos… Y que avisen al comisario de la estación.

Al principio sólo vio la nuca del hombre. Pero, al moverle la gorra, descubrió la oreja izquierda.

—Gran lóbulo atravesado y dimensión límite antitrago… —masculló.

Había unas gotas de sangre en el linóleo. Miró a su alrededor. Los empleados seguían en el andén y sobre el estribo. El jefe de estación no cesaba de hablar.

Entonces Maigret descubrió la cabeza del hombre y apretó más su pipa entre los dientes.

Si no hubiera visto salir al viajero del abrigo verde, si no lo hubiera visto dirigirse a un coche en compañía del representante e intérprete del Majestic, habría podido dudar.

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