¡Era probable! Pasillos estrechos, tortuosas escaleras de caracol, la camilla golpeando contra los barrotes…
Teléfono, detrás del mostrador de caoba. Idas y venidas. Ordenes precipitadas.
El director se acercó.
—Mistress Mortimer se va… En este mismo momento están llamando de arriba para que recojamos su equipaje. Ha llegado el coche.
Maigret esbozó una pálida sonrisa.
—¿En qué tren? —preguntó.
—Toma el avión para Berlín, en Le Bourget.
Aún no había terminado cuando apareció ella, con un abrigo de viaje agrisado y un bolso de piel de cocodrilo en la mano. Caminaba a buen paso. Sin embargo, al llegar a la puerta giratoria, no pudo evitar volverse.
Para que ella lo viera claramente, Maigret se levantó con gran esfuerzo. Vio cómo ella se mordía los labios, salía con la mayor precipitación, gesticulaba, daba órdenes al chófer.
Reclamaron al director en otra parte. El comisario se encontró a solas, de pie ante la fuente, que de pronto comenzó a funcionar. Debían de poner en marcha el surtidor a una hora fija.
Eran las diez.
Sonrió de nuevo para sí mismo y se sentó pesadamente, pero con precaución, porque al menor movimiento la herida, cada vez más sensible, le dolía.
«Alejaban a los débiles».
¡Porque se trataba exactamente de eso! Después de José Latourie, al que consideraban demasiado poco sólido y al que apartaban del combate con tres cuchilladas en el pecho, alejaban a Mistress Mortimer, también bastante impresionable. ¡La mandaban a Berlín! ¡Era un trato de favor!
Quedaban los fuertes: Pietr el Letón, que no acababa de vestirse, Mortimer, que no debía de haber perdido nada de su aire aristocrático, y Pepito Moretto, el asesino de la banda.
El primero y el segundo, unidos por unos hilos invisibles, se preparaban.
El enemigo estaba ahí, en medio de ellos, en el centro del vestíbulo que comenzaba a animarse, inmóvil en un sillón de bejuco, con las piernas estiradas, recibiendo en la cara el polvillo húmedo de la fuente, que desprendía un leve rumor aflautado.
La cabina de un ascensor se paró.
Pietr el Letón fue el primero en aparecer, vestido con un elegante traje color canela y un cigarro Henry Clay entre los labios.
Estaba en su casa. Pagaba por ello. Desenvuelto, seguro de sí mismo, entró en el vestíbulo, se paró aquí y allá, frente a las vitrinas que las grandes tiendas instalan en los hoteles de lujo, se hizo dar fuego por un empleado, estudió un tablero con la última cotización de las monedas extranjeras, se detuvo a menos de tres metros de Maigret, delante de la fuente, con la mirada fija en los peces rojos que parecían artificiales, arrojó con la uña la ceniza de su cigarro al pilón y se fue al salón de lectura.
Pietr el Letón hojeó unos periódicos, y concedió más atención que a los demás al
Revaler Bote
, un diario estonio del que había en el Majestic sólo un número atrasado, probablemente olvidado por algún cliente.
Poco antes de las once, prendió otro cigarro, cruzó el vestíbulo y ordenó a un botones que le trajera el sombrero.
Gracias al sol que bañaba la mitad de los Campos Elíseos, hacía un tiempo bastante agradable.
El Letón salió sin abrigo, con un sombrero de fieltro gris, y subió hasta l'Etoile con los pasos lentos de un hombre que sólo piensa en tomar el aire.
Maigret lo seguía de cerca, sin intentar ocultarse. El vendaje, que estorbaba sus movimientos, le hacía apreciar bastante poco aquel paseo.
En la esquina de la Rue de Berry, Maigret oyó a unos pasos de distancia un leve silbido, pero no le prestó atención. El silbido sonó de nuevo. Entonces se giró y vio al inspector Dufour, que se entregaba a una misteriosa pantomima para hacerle entender a su jefe que tenía algo que decirle.
El inspector no se movía de la Rue de Berry y fingía estar sumergido en la contemplación del escaparate de una farmacia, hasta el punto de que sus gestos parecían dirigirse a una cabeza de mujer de cera, una de cuyas mejillas estaba cuidadosamente recubierta de eczema.
—¡Adelante! ¡Vamos! ¡Rápido!
Dufour se sintió tan apenado como indignado. Llevaba una hora merodeando por los alrededores del Majestic desplegando las tretas más sabias, y ¡he aquí que el comisario le ordenaba que se mostrara sin más rodeos!
—¿Qué ocurre?
—Es la judía.
—¿Ha salido?
—Está aquí. Aunque, como usted me ha obligado a exhibirme, nos está viendo en este mismo instante.
Maigret miró a su alrededor.
—¿Dónde?
—En el Select. Pero, mire, ¡se mueve la cortina!
—Siga vigilando.
—¿Sin ocultarme?
—Siéntese a tomar el aperitivo en la mesa de al lado, si eso le divierte.
En la fase en que estaba la lucha, habría sido inútil andarse con tapujos. Maigret reanudó la marcha y se encontró a unos doscientos metros de distancia del Letón, que no había intentado aprovechar la conversación para escapar a su vigilancia.
¿Y por qué escapar? La partida se jugaba en un nuevo terreno. Los contrincantes se veían. Casi todas las cartas estaban sobre la mesa.
Pietr recorrió dos veces el camino de l'Etoile al Rond-Point y, al final, Maigret conocía su silueta al detalle y había captado a fondo su carácter.
Era una silueta fina, nerviosa, en el fondo con más clase que la de un Mortimer, pero una clase a la manera de los hombres del norte.
El comisario había estudiado a algunas personas de este tipo, todas ellas intelectuales. Y las que había frecuentado, en el Barrio Latino, con motivo de sus inacabados estudios de medicina, habían desconcertado al latino que él era.
Se acordaba, entre otros, de un polaco flaco y rubio, con los cabellos ya escasos a los veintidós años, cuya madre, en su pueblo, era mujer de limpieza, y que, durante siete años, siguió los cursos de la Sorbona sin calcetines y comiendo a lo sumo un pedazo de pan y un huevo cada día.
No podía comprar libros de texto y estaba obligado a estudiar en las bibliotecas públicas.
No conocía nada de París, ni de las mujeres, ni del temperamento francés. Pero apenas acabó sus estudios le ofrecieron una importante cátedra en Varsovia. Cinco años después, Maigret lo vio regresar a París, igual de seco y de frío, en medio de una delegación de científicos extranjeros, y cenaba en el Elíseo.
El comisario había conocido a otros. No todos de igual valía. Pero la mayoría lo asombraban por la cantidad y la diversidad de las cosas que querían aprender, y que aprendían.
¡Estudiar por estudiar! Como aquel profesor de una universidad belga que conocía todos los dialectos de Extremo Oriente (una treintena), pero que jamás había puesto los pies en Asia y no se interesaba en absoluto por los pueblos cuyo idioma disecaba como un aficionado.
En los ojos gris-verdosos del Letón había una voluntad de este tipo. Pero en el momento en que creía poder clasificarlo en esa raza de intelectuales, descubría otros elementos que lo ponían todo en cuestión.
Se adivinaba, en cierto modo, la sombra del ruso Fiódor Yuróvich, el vagabundo de la gabardina, que acababa superponiéndose a la silueta precisa del huésped del Majestic.
Que ambas formasen un único e idéntico hombre era una certidumbre psicológica, y ya casi una certeza material.
La noche de su llegada, Pietr desapareció. A la mañana siguiente, Maigret volvía a encontrárselo en Fécamp bajo los rasgos de Fiódor Yuróvich.
Luego regresó a la Rue du Roi-de-Sicile. Horas después, Mortimer entró en el hotelucho. A continuación salieron de él varias personas, entre ellas un anciano barbudo.
Y, a la mañana siguiente, Pietr el Letón recuperaba su lugar en el Majestic.
Lo más asombroso era que, aparte de un parecido físico bastante sorprendente, no existía ninguna característica común entre las dos encarnaciones.
Fiódor Yuróvich era un vagabundo eslavo, un desclasado nostálgico y furioso. Ninguna nota discordante. Ningún error cuando, por ejemplo, se instaló con los codos apoyados en el mostrador del tugurio de Fécamp.
Ni un defecto tampoco en el personaje del Letón, que era un intelectual con clase de pies a cabeza, tanto en la manera de pedir fuego a un empleado o de lucir su sombrero de fieltro de primerísima marca inglesa, como en la desenvoltura que ponía en respirar el aire soleado de los Campos Elíseos y en contemplar un escaparate.
¡Una perfección que no era sólo superficial! También Maigret había interpretado papeles. Aunque la policía se maquille y disfrace con menor frecuencia de lo que se cree, a veces es una necesidad.
Ahora bien, Maigret, disfrazado, seguía siendo Maigret en algunos rasgos de su persona, en una mirada o en un tic.
Maigret en el papel de un rudo ganadero, por ejemplo (lo había hecho, y bien), «interpretaba» a un rudo ganadero. Pero sin serlo. El personaje era completamente exterior.
Pietr-Fiódor era un Pietr o un Fiódor «por dentro».
Y la impresión del comisario podía resumirse así: era a la vez el uno y el otro, y no sólo por la vestimenta, sino en su esencia.
Vivía alternativamente estas dos vidas tan diferentes desde hacía sin duda mucho tiempo, quizá desde siempre.
Sólo se trataba de ideas sueltas, que asaltaban a Maigret mientras caminaba con pasos lentos en una atmósfera de sabrosa levedad.
De repente, sin embargo, el personaje del Letón se resquebrajó.
Las circunstancias que produjeron ese hecho fueron significativas. Se había parado a la altura de Fouquet's y comenzó incluso a cruzar la avenida con la evidente intención de tomar el aperitivo en el bar del lujoso establecimiento.
Sin embargo, cambió de idea, prosiguió su marcha a lo largo de la acera y bruscamente, apretando el paso, torció por la Rue Washington.
Allí había una taberna como las que suelen encontrarse en el corazón de los barrios más ricos, frecuentadas por los taxistas y la servidumbre.
Pietr se metió en ella. El comisario entró detrás de él, justo en el momento en que pedía un sucedáneo de absenta.
Estaba de pie, ante la barra en forma de herradura que un hombre con delantal azul secaba de vez en cuando con un trapo sucio. A su izquierda, un grupo de polvorientos albañiles. A su derecha, un cobrador de la Compañía del Gas.
El Letón chocaba con el ambiente por su corrección, por el lujo refinado de los más mínimos detalles de su aspecto.
Se veía brillar su bigotito en forma de cepillo de dientes, demasiado rubio, sus cejas ralas. Miró a Maigret, no de frente, sino a través de un espejo.
Y el comisario descubrió un temblor de los labios, un encogimiento casi imperceptible de la nariz.
Pietr tuvo que verse también en el espejo. Comenzó a beber lentamente, pero no tardó en acabarse de un trago el líquido que quedaba en el vaso y esbozó un gesto con el dedo que significaba: «¡Llénelo!».
Maigret había pedido un vermut. En el exiguo local, se lo veía aún más grande y más macizo que afuera. No le quitaba los ojos de encima al Letón.
Y vivía en cierto modo dos escenas simultáneas. Al igual que hacía un momento, las imágenes se superponían. El sórdido café de Fécamp se deslizaba detrás del decorado actual. Pietr se desdoblaba. Maigret lo veía a la vez con el traje castaño y con la gabardina raída.
—¡Y es más, te digo que no voy a dejarme estafar! —decía uno de los albañiles golpeando el mostrador con su vaso.
Pietr bebía su tercer aperitivo de color ópalo, cuyo tufo anisado olía el comisario.
Gracias a un desplazamiento del empleado del Gas, los dos hombres se encontraron codo con codo, hasta tocarse.
Maigret le sacaba dos cabezas a su compañero. Ambos estaban delante de un espejo y se miraban en sus aguas grises.
La cara del Letón comenzó a enturbiarse por los ojos. Chasqueó sus secos dedos señalando su vaso, y se pasó la mano por la frente.
Y entonces, poco a poco, hubo como un combate entre sus facciones. En el espejo, Maigret veía a veces el rostro del huésped del Majestic, y otras la cara atormentada del amante de Anna Gorskin.
Pero esta cara jamás predominaba por completo. Era rechazada mediante un desesperado esfuerzo de los músculos. Sólo los ojos seguían siendo los del ruso.
Se agarraba con la mano izquierda al borde del mostrador. Todo su cuerpo oscilaba.
Maigret intentó un experimento. Llevaba en el bolsillo el retrato de Madame Swaan, que había sacado del álbum del fotógrafo de Fécamp.
—¿Cuánto es? —le preguntó al de la barra.
—Dos francos veinte.
Simuló buscar en su cartera y dejó caer la foto, que fue a parar a un charco de líquido entre los bordes del mostrador.
Maigret no se inmutó y le ofreció un billete de cinco francos. Pero su mirada se hundía en el espejo.
El de la barra, que había recogido el retrato, se deshizo en excusas e intentó secarlo con su delantal.
Pietr el Letón apretaba su vaso, con la mirada dura y las facciones inmóviles.
De repente, se oyó un ruido inesperado, tan claro que el dueño, ocupado en la caja, se giró de golpe.
La mano del Letón se abrió y dejó caer sobre el mostrador el vaso hecho añicos.
Lo había triturado, lentamente. En su dedo índice sangraba un pequeño corte.
Después de arrojar un billete de cien francos al mostrador, salió sin mirar a Maigret.
Ahora caminaba recto hacia el Majestic. Ni el menor síntoma de borrachera. Su silueta era la misma que cuando salió del hotel, y su paso igual de preciso.
Maigret, obstinado, le pisaba los talones. Cuando llegaba al hotel vio arrancar un vehículo que reconoció al instante. Era el auto de Identidad Judicial, que se llevaba los aparatos destinados a tomar fotografías y a recoger huellas dactilares.
Este encuentro frenó su impulso. Por un momento perdió confianza, se sintió como sin amarras, sin puntos de apoyo.
Pasaba delante del Select. El inspector Dufour, a través de la ventana, le dirigió una seña que pretendía ser confidencial, pero que indicaba claramente, y para cualquiera, la mesa de la joven judía.
—¿Mortimer? —preguntó el comisario al llegar ante la recepción del hotel.
—Acaba de salir. Ha pedido que le llevaran a la embajada de Estados Unidos, donde tiene un almuerzo…
Pietr el Letón se sentó a su mesa, en un comedor vacío.
—¿Usted también almorzará? —preguntó el director a Maigret.