Piratas de Skaith (17 page)

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Authors: Leigh Brackett

BOOK: Piratas de Skaith
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Poco le importaba a Kell de Marg, y a todos y cada uno de los Hijos, que aquellas historias no fueran leídas jamás.

Lo primero que hicieron fue recoger a los Hijos muertos y llevarlos a través del laberinto hasta la sala del Alegre Descanso, donde se reunieron con la Madre.

La Hija de Skaith volvió a su trono en las rodillas de la Madre. Apoyó la cabeza en el hueco que se extendía entre los senos de la Diosa. Pensó en los extranjeros, en los navíos y en la destrucción de las defensas. Habían conseguido que aquel planeta santo y único fuese uno más de la galaxia, otro grano de arena. Lamentaba haberlo visto. Lamentaba, por ampliar sus conocimientos, haber dejado que los extranjeros penetraran en la Morada. Lamentaba como ninguna otra cosa no haber matado al hombre llamado Stark. Esperaba que hubiera muerto o que no tardara en hacerlo.

Sus seguidores le retiraron la armadura y la peinaron con peines de oro. No podía escuchar los picos y martillos de los artesanos. Pero sabía que, poco después, la Morada quedaría completamente sellada para el odioso Exterior. Se sentía envuelta por la Morada, inmensa, cálida, protectora, la matriz eterna. Kell de Marg apoyó las manos en las de su Madre Skaith y suspiró.

Bajo los crueles vientos del paso, allí donde se alzaba el gigantesco circo de ruinas thyranas, los hornos se habían apagado y ningún humo ascendía de las forjas. El Señor del Hierro y los suyos, cubiertos de metal, seguidos por sus bestias y equipajes, avanzaban hacia el sur bajo el signo del Martillo de Strayer.

Precediéndoles en pocas jornadas de viaje, el Pueblo de las Torres atravesaba las Tierras Oscuras, conducido por el Rey de la Cosecha y sus sacerdotes.

Al sur de los dos pueblos, en las Tierras Estériles, el mar de Skorva se heló seis semanas antes de la fecha acostumbrada y la población de Izvand contempló con angustia los almacenes de secada y salazón. Deberían estar llenos por las fructíferas pescas del otoño; pero estaban vacíos. Izvand procuraba mercenarios a los Heraldos; y los guerreros de ojos de lobo se preguntaban cómo sería el invierno. Pensaban en tierras más ricas, las que conocían más allá de la frontera, en el Cinturón Fértil.

En los altos pasos montañosos, las precoces nieves sorprendieron a mercaderes y viajeros. Los pastores y sus rebaños huyeron de los pastos de verano, asaltados por lluvias glaciales. En los fértiles valles de las ciudades estados, las cosechas perecieron a causa de las heladas y los recaudadores de los Heraldos recibieron muy pobres tributos.

En los fríos desiertos del nordeste de las Montañas Crueles, en el Lugar de los Vientos, los Fallarins escuchaban las voces de los altos vientos que les llevaban noticias del mundo. Y los Fallarins consideraron la urgencia de reunirse en consejo.

Al sur, en la Ruta de los Heraldos, la fortificada ciudad de Yurunna se alzaba sobre la peña que dominaba el oasis. Las mujeres de las Seis Casas Menores de Kheb, a las que incumbían los trabajos campesinos, salvaron lo que pudieron antes de que los canales de irrigación se cubrieran de hielo y las raíces se congelasen en tierra. Los hombres, cuya tarea era la guerra, volvieron los velados rostros hacia Ged Darod.

Y en Ged Darod, la anual marejada de Errantes sumergió las numerosas rutas que atravesaban la llanura. Llenaron las calles de la ciudad, sus plazas, jardines... Llenaron los albergues y devoraron el alimento que les proporcionaba la generosidad de los Heraldos. Y siguieron llegando, cada vez más, mientras, tras ellos, en la zona templada, las cosechas se perdían.

El millón de campanas de Ged Darod tintineaban, musicales y alegres, movidas por una fresca brisa que no debería haber existido.

En el Palacio de los Doce, Ferdias escuchaba informes que no tenían nada de alegres. Y, por primera vez, el gusanillo de la duda se insinuó en su triunfante serenidad.

19

Por encima del Cinturón Fértil, era cada vez más difícil evitar las bandas de refugiados que vagaban por todas partes con la esperanza de encontrar comida. Stark navegaba sin ver la costa, acercándose a ella sólo cuando les faltaba agua potable.

En el mar, alimentarse era bastante fácil. Todo emigraba hacia el norte. Las criaturas marinas seguían los bancos de los animalillos más pequeños con que se alimentaban. Criaturas aladas, silbantes, con ojos feroces, volaban sobre la superficie. Cabezas oscuras surgían de las enormes colonias de Hijos del Mar que emigraban, alimentándose en el camino de lo que pudieran encontrar. Los Perros del Norte vigilaban constantemente, incluso dormidos, y los hombres mantenían las armas al alcance de la mano.

El barco avanzaba la mayor parte del tiempo a fuerza de remos, luchando contra los vientos procedentes del sur que los Fallarins no conseguían dominar, aunque se pasaban las horas en la proa, hablando y escuchando.

—No son como los vientos del desierto —explicó Alderyk—. Hablan de hielo, de mares congelados, y huelen a agua, no a arena. Nunca han hablado con nadie; son fieros y salvajes. No aprenden fácilmente.

La nieve llegó con grandes copos blancos y los Perros del Norte jugaron con ella como cachorros, revolcándose en su fresca exquisitez en cuanto se acumuló en el puente. Los primeros aledaños de la ventisca antártica quedaron atrás: montañas brillantes y silenciosas entre placas blancas cuyo espesor aumentaba imperceptible sobre el majestuoso océano.

Los vientos cesaron, sin que los Fallarins lo quisieran. Ante los viajeros no había más que una enorme extensión blanca en la que se confundían el cielo y el mar.

Gerrith la contempló y les dijo:

—Allí es a donde nos conduce la ruta.

Stark sintió el gélido aliento de la Diosa sobre la mejilla y tembló.

—La Dama de Hielo se ha apoderado del sur —comentó.

—Hay alguien más. Una mujer de ojos extraños. Nos espera.

—Sanghalaine.

—Sanghalaine —repitió Gerrith.

Y aquel nombre resonó como un reto secreto y mortal.

Los Fallarins alzaron vientos que inflasen la vela; pero carecían de vigor. El hielo se pegaba a su pelaje y embotaba las ranuras de sus alas. Era un frío contra el que nada podían hacer. Hombres y mujeres, apretujados, envueltos en las capas, se concentraban alrededor del fogón de la cocina; Pedrallon estornudaba constantemente bajo las mantas. Ashton guardaba la radio bajo la camisa, por temor a que sus dedos se congelasen cuando interrogase al eterno silencio del cielo. Sólo los perros parecían encontrarse a sus anchas.

El navío penetró en la blanca extensión. Quedaron envueltos en bandas de bruma nevosa. Avanzaban entre ellas; los hielos azotaban los costados. Los hombres, armados, se mantenían en los puestos de combate; pero no podían ver nada. Con el pelo erizado, los perros gruñían, pero no advertían de nada. Stark manejaba el timón. Tampoco él detectaba nada. A sus espaldas, el surco dejado por el barco desaparecía en muy poco tiempo. Estaba acostumbrado al frío y no lo padecía tanto como sus compañeros. Pero el primitivo N´Chaka gruñía y rezongaba, tan inquieto como los perros.

El hielo acabó por inmovilizar al navío. Hombres y perros, silenciosos en la bruma, escucharon voces fantasmales: chirridos, murmullos, lamentos provocados por el banco de hielo.

Hasta que una voz habló a Stark desde su propia mente, con un sonido tan profundo como el de una marejada de invierno entre los arrecifes.

«Soy Morn, Hombre Oscuro. Estas aguas me pertenecen. Mi ejército está bajo el casco de tu barco».

«Venimos en paz, replicó Stark».

«En ese caso, ordena a esas bestias de espíritus negros y ardientes que se muestren dóciles para que pueda subir a bordo».

«Así lo harán».

Stark les habló a los perros y los animales se avergonzaron por no haber detectado ni a Morn ni a los suyos.

«Mentes cerradas, N´Chaka. No podemos oír nada».

«Confiad en ellos».

«¿Amigos?»

«No. Pero tampoco enemigos».

«No gustar. No poder oír».

«Confiad en ellos».

Los ojos de los perros parecían llamaradas amarillas y sus uñas de tigre rasgaban el puente. Pero, dócilmente, se tumbaron.

En la popa, allí donde había aguas libres entre los peligrosos bancos de hielo, aparecieron unas cabezas. Cabezas redondas, brillantes, sin cabellos, con ojos inmensos, habituadas a sondear las profundidades marinas. Morn no tardó en traspasar, inmenso y goteante, la borda. Paseó la mirada por Stark y los perros, por los Fallarins envueltos en sus alas oscuras, los irnanianos vestidos de cuero, los hombres del desierto con capas y los Tarfs, que le miraron con total indiferencia por detrás de los párpados córneos.

Miró a Gerrith e inclinó la cabeza levemente.

«Tu mente es la que vi desde lejos. La dama Sanghalaine esperaba tu llegada».

Gerrith inclinó la cabeza pero, si contestó, lo hizo mentalmente, pues Stark no pudo escucharla. Podían oír a Morn cuando éste lo deseaba, y él podía escucharles a ellos; pero entre ellos, los no telépatas resultaban sordos.

La primera vez que Stark vio a Morn, cuando Morn y la dama Sanghalaine le salvaron de la multitud en aquellos jardines de Ged Darod, Morn iba ataviado con el traje de ceremonia que solía vestir para ir a tierra, una hermosa túnica de cuero repujado y brillante. Y llevaba su cetro, un macizo tridente con incrustaciones de perlas. Pero en aquella ocasión no llevaba más que un arnés marinero que consistía en una corta red cuyas mallas empleaba para sujetar las armas.

Y no necesitaba cetro alguno para parecer impresionante. Medía una cabeza más que Stark. Era un anfibio natural, evolucionado de algún ancestro mamífero totalmente distinto en evolución a la deliberada mutación de los Hijos del Mar. Y, también al contrario que los Hijos, Morn y los suyos no tenían pelo. Su piel era lisa, oscura en la espalda y clara en el vientre, como camuflaje contra los predadores de las profundidades. Eran inteligentes y su compleja sociedad estaba muy bien organizada. Los Hijos de la Mar les cazaban para alimentarse. Ellos cazaban a los Hijos porque eran bestias despreciables y feroces.

El pueblo de Morn se llamaba Ssussminh. Correctamente pronunciado, aquel nombre hacía pensar en la resaca. Eran telépatas porque el lenguaje mental resultaba más cómodo que el hablado en un medio marino. Sus relaciones con la casa real de Iubar eran muy antiguas, muy místicas, muy profundas. Stark sabía que no comprendería nunca la verdadera naturaleza de tal relación. Su origen, probablemente, se remontaba a algún tipo de asociación simbiótica. Los iubarianos, pescadores y mercaderes, sin duda habían facilitado a los Ssussminh lo que necesitaban a cambio de perlas, marfil marino u otros objetos de carácter único.

Pero, en aquella estación, los dos miembros de aquella antigua alianza, expulsados por la Diosa de la Oscuridad, debían abandonar su región natal.

Morn era el portavoz de la dama Sanghalaine. Cuando habló, mentalmente, todos le oyeron.

«En Iubar estamos padeciendo un asedio. ¿Iréis? ¿Daréis la vuelta?»

—No podemos volver atrás —replicó Gerrith.

«En ese caso, lanzad unos cabos. Mi pueblo os guiará a través del hielo».

Lanzaron los cabos. Los Ssussminh eran poderosos nadadores. Muchos de ellos se agarraron de las cuerdas y tiraron del barco a través de estrechas hendiduras entre el hielo, tan pequeñas que la bruma las hacía invisibles para cualquier timonel.

«Que los perros demoníacos vigilen. Apagad el fuego y manteneos en silencio. Debemos pasar por el medio de un ejército».

—¿Qué ejército?

Stark habló en voz alta para que sus compañeros pudieran oírle. Evidentemente, todos «entendían» a Morn.

«Los Reyes de las Islas Blancas han venido al norte; las cuatro tribus, con todas sus pertenencias, sus animales y su isla sagrada, Asedian Iubar con todas sus fuerzas».

—¿Por qué?

«La Diosa les ha dicho que había llegado el momento de recuperar sus antiguas tierras más allá del mar. Les hacen falta nuestros navíos».

—¿Cuántos son?

«Cuatro mil, quizá más, todos guerreros, salvo los niños que llevan en canastas de piel. Las mujeres son tan feroces como los hombres, e incluso los niños combaten bien. Apuntan directamente a las gargantas de los nuestros con sus jabalinas».

El barco se deslizaba sobre aguas negras, entre llanuras de hielo. Enormes bloques encastrados en el conjunto formaban acantilados y cavernas. La bruma, a veces, se hacía menos espesa, pero no por ello se disipaba. Infatigables, los Ssussminh seguían nadando. Los viajeros, sin dejar de vigilar, se mantenían en el más completo silencio. Los perros acechaban.

«Hombres, N´Chaka. Hombres y cosas. Allí».

«Allí» era por delante.

Los arqueros templaban los arcos apretándolos contra el cuerpo, pues el frío los hacía quebradizos. De aquel modo, colocándolos bajo la ropa, mantenían secas las cuerdas. Stark envió a los arqueros a los puestos de combate, por si su presencia era necesaria; Ashton y él tomaron las armas automáticas y las cargaron. Las municiones eran irremplazables; pero no podían andarse con remilgos. Stark y Ashton ocuparon posiciones a babor y estribor. Morn tomó el timón de popa.

Oyeron voces en la bruma, percibieron las débiles luces de las antorchas de grasa animal. Primero, delante del barco; luego, detrás; y, poco después, por todo su alrededor. Con un chapoteo casi imperceptible, avanzaban por el corazón de una armada.

«¡N´Chaka! ¡Vienen cosas!»

El agua salpicó. Los Ssussminh desaparecieron. Soltaron las cuerdas.

«Los vigías, nos han descubierto. Que maten ahora los perros. Que los Fallarins hinchen la vela. ¡Deprisa!»

Las alas de Alderyk rasgaron el aire. Sus compañeros le imitaron. En un instante, la vela se hinchó; el navío avanzó. En la proa, los ojos de los Perros del Norte ardían. Un blanco vaporcillo brotó de sus abiertas fauces.

El agua se revolvió. Las bestias, gigantescos cuerpos de nutrias, con pelo parecido al de los leopardos de las nieves, saltaron aullando y cayeron, flotando como peces muertos. En la bruma, se oyeron los gritos que daban la alerta. Resonaron los cuernos de concha. Las sombras echaron a correr por la niebla glacial. Eran más rápidas que el barco. Lanzas con punta de hueso cayeron sobre el puente.

Stark levantó la mano bruscamente.

—¡Ahora! —ordenó.

Las armas automáticas crepitaron. Varias siluetas vestidas con pieles se tambalearon y cayeron sobre el hielo. Se oyeron locos aullidos que, finalmente, se acallaron; el barco tomó velocidad y entró en aguas libres, dejando atrás el banco de hielo.

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