Piratas de Skaith (13 page)

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Authors: Leigh Brackett

BOOK: Piratas de Skaith
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El barco adquirió velocidad, rodeando la costa rumbo al sur. Hacia Andapell.

15

Cereleng, capital y principal puerto marítimo de Andapell, se extendía a través de un círculo de colinas cuyas laderas descendían hasta la bahía.

El palacio dominaba la ciudad, brillando blanquecino bajo la luz de las Tres Reinas. Era un fantástico conjunto de domos, arcos y columnatas de marfil y mármol.

El barrio de los marineros estaba en la parte baja. Un laberinto de callejas, calles, almacenes, tiendas, mercados, que se extendía como un semicírculo alrededor del agua. El puerto estaba lleno de barcos, desde las grandes goletas de los mercaderes que navegaban por alta mar hasta las pequeñas embarcaciones que se deslizaban como escarabajos entre los barcos de pesca amarrados y los racimos de gabarras. Las luces de a bordo se reflejaban en el agua plácida como una pequeña galaxia.

En tierra, las calles vomitaban todo tipo de gentes. Marinos procedentes de todas las regiones de Skaith se mezclaban con los habitantes de la ciudad, gente de piel lisa y ambarina, vestidos con policromas prendas de seda, y con hombres del interior, pequeños, nerviosos, más morenos. Estos últimos venían a comerciar con balas de corteza llenas de tlun y objetos preciosos de cincelado marfil, madera labrada o piedras de colores.

Pero había mucha más gente en Cereleng. Los trópicos resultaban agradables en invierno y la migración de la estación de los Errantes estaba muy avanzada. Allí era posible obtener más alimentos que en el norte y la gente que los producía sufría mucho menos. Sin embargo, los Heraldos estaban presentes para velar por la observancia de las leyes de los Señores Protectores. Los Errantes, con toda la variedad infinita de sus oropeles, pinturas corporales, desnudez y cabelleras, se paseaban o descansaban donde querían, cogiendo de los almacenes lo que deseaban, mascando tlun, festejando el cercano fin de su mundo con la sexualidad, la música y algunas otras manifestaciones verdaderamente sorprendentes.

Stark les evitó cuanto pudo. Iba ataviado como un marinero vagabundo: llevaba los negros cabellos recogidos en la nuca, vestía un taparrabos con un puñal a la cintura y, sobre los hombros, un trozo de vela que le valía de capa, o de manta si tenía que dormir. Iba descalzo y mostraba una expresión de franca estupidez. Recorrió las sucias calles de los mercadillos, se detuvo ante los puestos de comida y bebida. No compró nada, pues no tenía dinero. Estaba, eso sí, muy atento y evitaba a los Heraldos.

La gente seguía adelante con su vida cotidiana, sus tratos, sus conversaciones; pero una pesada sombra parecía planear sobre el barrio, oprimiendo incluso las prósperas tiendas del pecado. Bebiendo, los hombres sólo hablaban en voz baja.

Conversaban de dos cosas.

Cuando hubo sabido lo suficiente, Stark volvió a la playa donde dejara la yola y remó hasta el navío, que ancló lo más lejos posible de las demás embarcaciones. Nubes cargadas de amenazantes relámpagos oscurecían la más baja de las Tres Reinas. El aire resultaba oprimente. Stark sudaba.

Sus compañeros le esperaban bajo una tienda improvisada destinada a protegerles lo más posible de las miradas indiscretas. Una vez alcanzado su destino, la inactividad les atenazaba. Estaban nerviosos; y los perros gruñían continuamente.

Ashton no esperó a que Stark subiera a bordo. Se inclinó por encima de la borda.

—El navío estelar, ¿está aquí todavía? —preguntó.

—Sí, en alguna parte. —Stark ató la yola y subió—. La ciudad, aunque en voz baja, no habla de otra cosa. Se diría que es un gallinero con un zorro a la puerta. No temen ser atacados. Cereleng es demasiado grande y está muy bien defendida. Sin embargo, todos los días llegan noticias de templos rapiñados, ciudades saqueadas, gente asesinada... Los Heraldos difunden noticias de este tipo por doquier; es probable que muchas no sean sino simples exageraciones. Pero el navío está aquí todavía.

—Dios sea loado —exclamó Ashton—. Habrá que darse prisa. ¿Dónde está Pedrallon?

—Es el otro tema de conversación. Pedrallon y el rescate. No le quieren por el rescate. El honor exigía la compra de su príncipe a los hombres sin dios, para castigarle ellos mismos del modo más adecuado. Suponen que Pedrallon conspiró con los extranjeros. Dicen que debía ser ofrecido al Viejo Sol.

—¿Todavía no lo han hecho?

—Todavía no. Pero no tiene poder alguno. Está prisionero en su propio palacio. Su hermano es ahora el príncipe de Andapell. Sólo es cuestión de tiempo. ¡De muy poco tiempo!

—Mala noticia —protestó Ashton—. Contaba con la ayuda de Pedrallon.

—¿Tenemos que preocuparnos tanto por ese tal Pedrallon? —pregunto Halk—. Si el navío estelar todavía anda por aquí, si hace falta, vayamos por él.

—Me gustaría hacerlo —replicó Stark—, pero ignoro dónde se encuentra.

—¿No lo has oído? ¿Nadie ha dicho...?

—Todo el mundo dice cosas. Todo el mundo sabe. He visto a dos hombres pelear por esa razón. Cada uno mencionaba un lugar diferente. Alguno tendrá razón, claro, pero, ¿cómo saber cuál de ellos? ¿Cómo llegar, además, hasta allí?

Las nubes estaban más altas. Cubrían a la segunda Reina. Cada vez era mayor la oscuridad. La tormenta empezaba a retumbar al oeste. Los perros gruñeron y cambiaron de posición.

—Pedrallon lo sabría —continuó Stark.

Halk hizo un gesto de irritación.

—¡Que se vaya al diablo ese Pedrallon! Olvida el navío. La Mujer Sabia dice que nuestro camino se dirige hacia el sur.

—No puedo olvidar el navío —dijo Stark.

—En ese caso —quiso saber Ashton—, ¿qué hacemos? No somos tantos como para asaltar el castillo.

Los rayos estriaron el horizonte.

—De todos modos, no saldremos del puerto hasta que amaine la tormenta —concluyó Stark—. Voy a subir con Gerd y Grith. Quizá consigamos algo. Estad listos para levar anclas en cuanto nos veáis volver.

Sin esperar a que la discusión continuase, llamó a los dos mastines. Les hizo tumbarse en el fondo de la yola y remó hasta la orilla. Las nubes, hendidas por los rayos, cubrieron a la última Reina.

Amarró la barcaza en un punto donde los oscuros depósitos dominaban un pontón. El lugar estaba desierto. Ocultando la yola bajo el pontón, se metió por las callejas furtivas que conducían a la ciudad superior. Los dos perros le siguieron.

Las construcciones eran viviendas, apiladas sobre las laderas ascendentes. Olían a sudor y especias. Sólo algunos modestos locales permanecían abiertos. Los escasos paseantes contemplaban a los dos mastines blancos con estupor; pero nadie se atrevió a intervenir.

Cuando Stark llegó a calles más anchas, empezaron a caer las primeras gotas de lluvia. Unas gotas heladas, compactas como granizo, golpeaban las losas anchas y esparcidas con secos chasquidos.

La lluvia cesó. En medio de los relámpagos, la noche era muy oscura. La tormenta abrió el cielo, haciendo temblar la tierra bajo los pies de Stark. La lluvia retornó en torrentes que vaciaron las calles de peatones.

A medida que subía, las casas se fueron haciendo más espaciosas, más bellas. Las rodeaban jardines de altos muros. El pesado perfume de flores desconocidas se mezclaba con el de la lluvia. El agua corría por las orillas.

El muro del palacio era alto y blanco. En la puerta principal, el puesto de guardia era de mármol. Una verdadera joya. Las ventanas estaban iluminadas; no había centinelas a la vista desde el exterior. El portón estaba cerrado, pero Stark no se preocupó. El muro era muy largo. Rodeaba la totalidad de la colina formando un círculo irregular. Stark trotó a lo largo de la muralla bajo la implacable lluvia. Los perros se estremecían y lloriqueaban cada vez que el cielo se descargaba.

Tras recorrer unos ochocientos metros, Stark llegó a un portalillo, cerrado con barrotes. Pensó que se trataría de una entrada de servicio. En el interior pudo ver una garita con un porche en el que colgaba un enorme gong, destinado, sin duda, a dar la alarma. Tras la puerta abierta, distinguió una linterna.

«Hombres». Dijo Gerd. «Allí».

«Esperad».

Stark retrocedió un poco, tomó impulso, saltó y se agarró a lo alto del muro. Se izó sobre él, cayendo con ligereza al otro lado. Un relámpago le mostró los jardines, empapados y desiertos; más allá, unos edificios blancos. La garita quedaba a su izquierda unos seis o siete metros.

«N´Chaka, ¿matar?»

«No antes de que yo lo diga».

Se adelantó hasta la estructura de piedra, sin preocuparse en exceso de no ser visto. La tormenta cubriría cualquier ruido. Una vez en el porche, vio dos hombres vestidos de rojo, los colores del palacio, arrodillados sobre una capa. Jugaban a los dados y las apuestas, de marfil, les tenían embelesados. Quizá pensaban que no valía la pena vigilar con aquella tormenta. Quizá el recién nombrado príncipe no deseara tener una buena guardia por si la enfurecida multitud acudía a requerir a su hermano.

Al ver a Stark, los hombres se levantaron, lanzaron un grito simultáneo que quedó neutralizado por un trueno y echaron mano a las armas apoyadas en la pared. Stark derribó a uno, luego, al otro, y se aseguró de que hubieran perdido el conocimiento. Tras amordazarles, les ató concienzudamente con trozos de seda roja.

Levantó las barras del portal. Los perros corrieron al interior.

«Encontrad Heraldo».

Inculcó en sus cerebros la imagen de Pedrallon, no su nombre, sino su apariencia.

«El Heraldo que llegó con N´Chaka».

Les dijo dónde y cuándo.

«Recordamos al Heraldo». Respondieron. Estaban condicionados para acordarse de él.

«¡Deprisa! ¡Atentos!»

Corrieron sobre flores deslavazadas por la lluvia, bajo árboles doblados, plateados por los rayos. Las dependencias del palacio cubrían una superficie inmensa, con columnatas y pabellones de techos abovedados; sueños deliciosos y pálidos.

«Muchas mentes delante, N´Chaka».

«Probad».

Las ventanas del palacio estaban a oscuras, como si durmieran todos sus habitantes. Sólo los puestos de guardia permanecían iluminados. Stark los evitó. Si había patrullas, los perros le advertirían. Parecía que, aunque hubiera alguna, se mantenía a cubierto de la lluvia.

«Demasiadas mentes. Sueño. Gris».

«¡Probad!»

Pasaron ante salas de mármol, situadas en jardines perfumados. Recorrieron patios y estanques. Sin descubrir nada.

Stark empezó a creer que la búsqueda era en vano. E imprudente. No debía encontrarse en los jardines del palacio cuando terminase la tormenta. Estaba a punto de marcharse cuando Gerd, súbitamente, le habló:

«¡Heraldo! ¡Allí!»

«¡Lleva!»

«Allí» era un pequeño pabellón apartado de la masa principal del palacio: un edificio redondo, con graciosos arcos, techo puntiagudo y sin puertas. Las velas ardían en altos candelabros; sus llamas se erguían y, pese a la tormenta, apenas oscilaban por el viento. En el centro del suelo de mármol, se arrodillaba un hombre, con la cabeza gacha, como si estuviera meditando. La inmovilidad del hombre arrodillado, rodeado de luz y visto a través de una cortina de lluvia, daba la impresión de que éste se encontraba mentalmente en otra parte.

Stark reconoció a Pedrallon.

A su alrededor había cuatro hombres, dando la espalda a la lluvia, quietos, apoyados en sus lanzas. Vigilaban a Pedrallon. En los alrededores, nadie más. A lo lejos, el dormido palacio permanecía en silencio.

Stark impartió órdenes a los perros.

La tormenta devoró los gritos de los hombres asaltados por un terror mortal. Stark y los perros subieron al estrado del pabellón. Los hombres se retorcían en el suelo. Stark les fue dejando sin sentido ayudado por el mango de una lanza, reduciéndoles al silencio. Acto seguido, a toda prisa, les maniato.

Pedrallon seguía de rodillas. Sólo vestía un faldellín blanco. Su cuerpo delgado mantenía tal inmovilidad que era como si estuviera tallado en mármol. Sólo su cabeza se mantenía erguida, mirando a Stark.

—¿Por qué me molestas? Me preparo para la muerte.

—Tengo un barco en el puerto, y amigos. No es preciso que mueras.

—Si traté con Penkawr-Che, soy responsable de lo ocurrido —replicó Pedrallon—. No viviré con esa vergüenza.

—¿Sabes dónde se encuentra el navío que roba a tu pueblo?

—Sí.

—¿Podrías llevarnos a él?

—Sí.

—En ese caso, queda esperanza. Ven conmigo, Pedrallon.

La lluvia se derramaba por el techo formando un líquido cortinaje; pero las llamas de las velas no vacilaban.

Los perros olisquearon a los guardias sumidos en el sueño.

«Actuar deprisa, N´Chaka».

—¿Qué esperanza? —preguntó Pedrallon.

—La esperanza de obtener ayuda, de hacer venir más navíos, de castigar a Penkawr-Che, de salvar a quienes quieren ser salvados. La esperanza de conseguir todo aquello por lo que te has jugado la vida. —Miró a Pedrallon con fijeza—. ¿Dónde está el hombre que debía continuar la lucha contra los Heraldos a cualquier precio?

—¡Palabras! Soy prisionero en mi propia casa. No tengo partidarios. Mi pueblo exige mi sangre y mi hermano va a darse prisa en satisfacerles. He descubierto que la acción es más difícil de cumplir que la palabra.

Su rostro se parecía al que recordaba Stark: facciones aristocráticas, piel lisa. Pero la fuerza que albergó ya no existía. Los ojos, que fueron tan oscuros y llenos de vida y ardor, parecían mates y fríos.

—Hablas de cosas que ayer sí me concernían, en otra existencia. Pero ese tiempo ha pasado.

Pedrallon inclinó nuevamente la cabeza.

—Vas a venir conmigo. Ahora mismo. Si no lo haces, los perros te atacarán. ¿Me entiendes?

Pedrallon no se movió.

Los perros le tocaron con Miedo. Le obligaron a levantarse con latigazos de terror y le forzaron a seguir a Stark hacia los oscuros jardines.

—¿Cuánto tiempo pasará antes de que alguien vuelva al pabellón

—No vendrá nadie. —Pedrallon habló entre dos sollozos—. Hasta que releven la guardia. Ayuno noche y día.

—¿Cuándo es el relevo?

—Cuando nazca el Viejo Sol.

«¿Miente, Gerd?»

«No».

«¿Nos siguen?»

Tomaron el camino más corto hasta la poterna. Los centinelas no se habían movido. Stark cerró el portón y descendió por la colina. Pedrallon se tambaleaba a su lado, caminando como debilitado por el hambre. Stark le sostuvo, prestando oído, acechando a posibles perseguidores, atento a si sonaba la alarma.

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