Authors: Leigh Brackett
—¿Qué pensáis encontrar en Skeg?
—A Gelmar el Heraldo. Necesitamos un nuevo emplazamiento para las fraguas, un lugar que esté lejos del alcance de la Diosa. Puede que Gelmar nos ayude.
—Gelmar no está en Skeg. Allí sólo hay mujeres y niños iubarianos.
Stark miró, detrás del Señor del Hierro y sus soldados, a los cadáveres montados en las bestias.
—Comprenderás que no te dejemos ir a Skeg.
—¿Entonces?
—El reinado de los Heraldos está terminando. Acompáñanos a Ged Darod y ayúdanos a rematarlo.
—No tenemos querella alguna con los Heraldos. Sólo queremos...
—Un lugar donde encender las fraguas. Tendrá que ser fuera de este mundo. Hay más metal en vuestros hombros que el que se ha encontrado en todo el Cinturón Fértil en los últimos mil años. No encontraréis ninguna ciudad semejante a Thyra. Los Heraldos no pueden hacer nada por vosotros.
—No tengo más que tu palabra —dijo el Señor del Hierro—. La palabra de un hombre de otro mundo.
—Es la única que tendrás —recalcó Stark—. Ven con nosotros o te aplastaremos.
El Señor del Hierro reflexionó. Ante él veía hombres y seres no humanos. Los arqueros se preparaban a su costado. Se acercaba una extraña máquina montada en un carro. Combatir significaría la destrucción de su pueblo como tal, aunque algunos sobrevivieran. Levantó los ojos y miró el estandarte.
—Quizá sea la voluntad de Strayer. Que así sea.
—Vendrás conmigo. —Agradecía la sencillez y rapidez de la decisión. Entre los thyranos, todo eran discusiones ociosas. El Señor del Hierro había hablado; todo estaba arreglado—. No olvides que los Perros del Norte leen el pensamiento. Si me traicionas, serás el primero en morir.
Los thyranos varones, en dos grupos, fueron enviados a los flancos. Las mujeres, sus hijos y las bestias innoblemente cargadas, decentemente cubiertas, pues ni los iubarianos ni los Isleños eran caníbales y tenían aquella práctica por vulgar, fueron situadas en el centro del ejército.
Stark le devolvió la espada a Halk sin intercambiar una sola palabra. Pero encargó a dos perros que le vigilasen.
El portaestandarte del Señor del Hierro se situó al lado de Stark. Una gruesa e interminable serpiente multicolor recorrió sinuosa la ruta polvorienta. El ejército estaba en marcha.
—¿Qué ha sido de Hargoth y los suyos? —interrogó Stark.
—Los Hombres Grises ya habían huido. No les hemos visto. —El Señor del Hierro se encogió de hombros—. ¿Habrán sido devorados por la Diosa?
Recorrieron kilómetro tras kilómetros. Uno por uno, tomaron los puestos de guardia. Al cabo de varias jornadas, bajo el sol del mediodía, llegaron a la llanura de Ged Darod y Stark señaló los brillantes tejados de la ciudad.
Los Cuatro Reyes se adelantaron bajo la dorada Cabeza de Gengan. Se arrodillaron y tocaron la tierra con las manos.
Stark miró oblicuamente el reflejo cobrizo del Viejo Sol. «Tu favor ha salido muy caro», dijo para sí mismo. Sólo los perros pudieron oírle; y gimieron. «Espero que su sangre te haya agradado. Pero, ten paciencia, ¡todavía te daré más!»
Los Isleños hicieron lo que Stark sabía que harían. Abandonaron las filas a pesar de las órdenes recibidas, olvidando todo al ver su antiguo hogar. Saltaron a la llanura como una horda de tigres.
—¡Eric! —gritó Ashton.
Pero él corría ya con los Isleños y los mastines blancos, dejando que los thyranos y los hombres de Iubar le siguieran como mejor pudieran.
Sentía la calidez del sol en la cara. Percibía el sudor y el polvo, el olor animal de los Isleños, el pesado aliento de los perros. Corría, y brillaba su espada.
La gente se dispersaba en las rutas de los peregrinos. Las murallas con numerosas puertas de Ged Darod se alzaban sobre la llanura, y los portones estaban abiertos. Las puertas de Ged Darod siempre permanecían abiertas. Pero, en aquella ocasión, los pivotes chirriaron, y las puertas se movieron. Al ver el ejército, se dio la orden de cerrar aquellas puertas que llevaban siglos abiertas. En el interior de la ciudad, se apresuraron a cumplir la orden. Pero las multitudes enloquecidas del exterior intentaban entrar, por miedo a ser abandonadas a merced del enemigo.
Stark aulló. Un grito extraño y penetrante, que sorprendió incluso a los Isleños. Un grito que venía de muy lejos, de otro mundo; el grito de unos seres subhumanos de rostros parecidos a morros de cerdo que divisaran su presa. Los Perros del Norte aullaron, larga y siniestramente.
Se dirigieron hacia la puerta más próxima. Una masa compacta de gente se aglutinaba en ella; estalló en fragmentos bajo las espadas, las lanzas y el terror mental de los perros.
No hubo apenas resistencia. Una pequeña compañía de mercenarios combatió con valor, pero no tardó en ser vencida. Los otros, Errantes, peregrinos, refugiados, huyeron. Los Isleños no habían perdido casi empuje. A Stark le costó trabajo contenerlos hasta la llegada de Ashton con el resto de las tropas. Los thyranos cubiertos de hierro llegaron después, gruñendo y jadeando. Los Fallarins y los Tarfs se mantuvieron aparte, esperando a que acabasen con el trabajo sucio. En un combate de aquel tipo, no podían hacer gran cosa.
Stark vio que, por una vez, los iubarianos llegaban a la carrera, todos menos los encargados de las catapultas. Confió la defensa de la puerta a un destacamento thyrano y echó a correr junto con los Isleños, seguidos por los irnanianos y los hombres del desierto. Halk blandía la larga espada. El resto de las tropas thyranas avanzaba pesadamente en la retaguardia: un muro móvil de escudos erizado con espadas.
Sólo Pedrallon iba sin armas. Como Heraldo de alto rango antes de su derrota, Ged Darod era la ciudad que había conocido llena de orgullo y poder. Stark se preguntó cuáles serían sus sentimientos al ver en lo que acababa Ged Darod.
Pues en Ged Darod ocurrían muchas cosas.
Se veían edificios en llamas. Los almacenes, saqueados. Los templos de techos multicolores, expoliados; incluso el dorado Templo del Sol. Se detectaban cadáveres en las escaleras. Sacerdotes y Heraldos muertos flotaban en os estanques. Desenfrenadas multitudes corrían en todas direcciones, desorganizadas, enloquecidas, furiosas. No representaban mayor amenaza. Pero Stark sabía que en Ged Darod se encontraban tropas mercenarias y se preguntó por qué no aparecían. El calor aumentó mucho más la fetidez de las calles. Delbane escupió y dijo:
—Nuestra tierra ha sido mancillada.
—Será purificada —replicó Stark.
Gerd gruñó. «Muerte, N´Chaka. Hombres combatir. Matar».
Stark asintió. Percibió el lejano sonido de la batalla.
De nuevo, tuvo que contener a los Cuatro Reyes, con toda su energía. Quería dar tiempo para que los thyranos se unieran a ellos. Las estrechas callejas comprimían a sus tropas, restándoles capacidad de maniobra.
Las condujo hacia los rugidos de la multitud.
Desembocaron en la inmensa plaza que se extendía bajo la Ciudad Alta. Una multitud compacta se apelotonaba en ella; un océano furioso, cuyas olas golpeaban en el blanco acantilado traspasado por innumerables y enigmáticas ventanitas. En las lindes de la multitud divisaron Errantes y refugiados, provistos de improvisadas armas que habían ido tomando de un lado u otro. En la vanguardia, conduciendo el asalto, los mercenarios. Y Stark comprendió por qué no defendían la ciudad. Se amontonaban sobre y alrededor de la plataforma desde la que los Heraldos acostumbraban dirigirse al pueblo. También vieron gente en el túnel por el que trepaban las escaleras ceremoniales. Lejos, dentro del túnel, se oyeron los sordos golpes de un ariete.
—¿Qué hacen? —preguntó Delbane.
—Es el enclave sagrado de la ciudad. Quieren tomarlo.
La multitud se volvió para afrontar el nuevo peligro. Desde la plataforma, también los mercenarios les vieron. Stark notó una súbita actividad en la entrada del túnel. Se formaron filas de soldados duros y disciplinados.
—Pero la queremos para nosotros —siguió Delbane—. ¿No es así?
—Sí —respondió Stark.
Miró a la multitud y al monolítico muro que se alzaba más allá.
—Bien, en ese caso —continuó Delbane. Se volvió hacia los Reyes, sus hermanos—: ¡barramos a esa canalla!
—¡Esperad! —exclamó Pedrallon.
Una cierta cualidad de su voz hizo que los Isleños le oyeran. Despreciaban su debilidad física, pero seguía siendo un rojo Heraldo y un príncipe, y la antigua autoridad no le había abandonado. Con un gesto, señaló el túnel.
—Nadie entrará por esa puerta. A causa del ángulo de los escalones, un ariete es prácticamente inútil. Pueden golpear cuanto quieran, pero la puerta aguantará. Tampoco nosotros lo conseguiríamos. Conozco otro camino. Lo usaba yo mismo cuando quería salir de la ciudad sin ser visto.
Stark oyó la llegada de los iubarianos. Ellos y los thyranos podían contener a los asaltantes, incluso vencerlos. Impartió rápidas órdenes al Señor del Hierro y, a continuación, se dirigió a los Reyes.
—Seguimos a Pedrallon.
Los Isleños le enseñaron los dientes. La multitud estaba sobre ellos, y querían empezar a combatir de inmediato. Un instante más y no podrían decidir. Stark tomó el cordón de cuero del que colgaba la placa de oro, el mapa, de Delbane.
—¿Quieres la ciudad, sí o no?
Los feroces ojos le apuñalaron. La daga de hueso se levantó. Los perros gruñeron como advertencia. Stark les hizo callar, apretando la cinta mucho más.
—¿Quieres la ciudad?
La daga bajo.
—Sí.
Stark se volvió y dirigió una señal a sus tropas, que echaron a correr, saliendo de la plaza.
La multitud avanzó, lanzando piedras, blandiendo armas improvisadas. Rodeó a los thyranos, que formaron el cuadro defensivo que les permitiría proteger los flancos y la retaguardia. El muro de hierro se puso en movimiento. Llegó el primer contingente iubariano, con algunos poderosos Ssussminh. En pocos segundos, la plaza fue una barahúnda gigantesca. La multitud quedó apresada entre las disciplinadas filas de los recién llegados y las de los mercenarios que avanzaban a su encuentro.
Pedrallon guió a la compañía de Stark por calles casi desiertas hacia el Refugio en el que los Errantes entregaban sus hijos a los Heraldos para que recibieran educación. Rostros ansiosos se asomaban a las ventanas del Refugio. Cerraron las entradas cuando pasó la tropa y los soldados oyeron gritos y lamentos.
Tras el Refugio y la alta construcción en la que los viejos Heraldos podían pasar sus últimos años, el muro de la Ciudad Alta se unía a un promontorio rocoso. Vieron unos almacenes adosados al peñón. Al fondo de uno de ellos, invisible salvo para los iniciados, encontraron un portal. Pedrallon les precedió por un oscuro corredor, un agujero de rata por el que debían avanzar en fila india; Stark y los altos irnanianos, además, con la espalda doblada a causa del techo excesivamente bajo.
—Es una locura —objetó Delbane, pensando en que sus hombres se estiraban en una fila impotente—. ¿Hay guardias al otro lado?
—Los perros nos lo dirán —contestó Stark—. ¡Deprisa!
Se volvió hacia Pedrallon.
—¿Hay más pasadizos secretos como éste?
—Varios. También entre los Heraldos hay intrigas palaciegas. Y la vida monástica resulta a veces un poco enojosa, de modo que cuando uno no quiere que le vean...
No había bifurcaciones, ni riesgo de equivocarse. Avanzaron rápidamente y llegaron a unos escalones, altos y sinuosos, que les hicieron retener el paso. Los escalones siguieron hasta que todos se quedaron sin aliento. Al fin, con alivio, llegaron a un rellano.
—Silencio —advirtió Pedrallon.
La larga fila se inmovilizó, incluyendo a los que se encontraban aún en los escalones y en el nivel inferior.
«¿Gerd?»
«Heraldos. Allí. Esperan».
«¡Matad!»
En alguna parte, un hombre aulló.
Pedrallon tanteó en la oscuridad. Se abrió una puerta. Stark y los perros saltaron a una amplia sala llena de cajas polvorientas, muebles destrozados y Heraldos moribundos portando inútiles armas. No había más que una docena, más que suficientes para defender el estrecho pasaje contra una fuerza ordinaria. Además, era dudoso que esperasen ser atacados.
Los perros acabaron su trabajo a toda prisa. Una marea de hombres se derramó por la sala.
—Necesitamos sitio —explicó Halk—. Si ahora se lanzasen contra nosotros...
Más allá de la sala, un corredor se extendía entre dos hileras de puertas. Vieron algunas túnicas, azules, verdes y grises, de los aprendices, huyendo o deteniéndose para enfrentarse a los invasores. Pero la resistencia parecía sólo simbólica.
Algunos de los hombres de Stark fueron designados para resistir en el corredor mientras llegaba el resto de los Isleños. Poco después, la vanguardia de la tropa cruzaba una puerta ancha y alcanzaba un gran patio en el que era fácil formar filas. Desde las ventanas de tres de los lados, los Heraldos gritaban. A su alrededor, Stark escuchó los disturbios de la Ciudad Alta, agitada como una pajarería en peligro.
Los felinos Isleños formaron compañías bajo la enseña de la Cabeza de Oro. Atravesaron el patio, llegaron a un lugar en el que desembocaban tres calles. Las tres calles eran estrechas, apretadas entre gruesos muros. Una, muy corta, terminaba casi enseguida ante el elaborado pórtico de algún edificio administrativo. La otra descendía por una larga pendiente hasta la gran plaza que había tras la puerta. La tercera conducía a una escalinata que subía hacia el Palacio de los Doce.
La plaza estaba llena de Heraldos; sobre todo, Heraldos jóvenes, de rango inferior. Un destacamento de mercenarios se plantó ante la puerta. A juzgar por su aspecto y equipo, provenían de bandas diferentes. Stark no pudo determinar su número. Sobre los peldaños del palacio, más mercenarios montaban guardia. Tras ellos, nuevas filas de Heraldos.
Stark se dirigió a los Cuatro Reyes.
—Ésa es la puerta de vuestra ciudad. Tomadla y será vuestra.
—No hay gloria suficiente para todos nosotros —protestó Aud, despectivo—. ¿Tú qué vas a hacer?
—Tomar el palacio.
—Bien —replicó Aud—. Adelante.
Los mercenarios en la escalinata del palacio contaban con una compañía de arqueros. Cubrían la calle que los asaltantes debían recorrer. Aud quería lanzarse sobre ellos sin esperar más. Stark le retuvo. Delbane, Darik y Astrane avanzaban ya hacia la gran plaza. El ruido de los combates al otro lado de la puerta fue cubierto por sonidos más secos procedentes del interior.