Piratas de Venus (3 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Piratas de Venus
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Se calculó que una velocidad de cuatro millas y media por segundo sería suficiente para neutralizar los efectos de la gravedad. A fin de vencerla debía alcanzar yo una velocidad de 6,93 millas por segundo, y para cubrir cualquier eventualidad, había dotado al torpedo de la posibilidad de cubrir una marcha de siete millas por segundo en la primera etapa y me proponía aumentarla a diez millas por segundo al traspasar la atmósfera terrestre. La velocidad que pudiera alcanzar en el espacio era problemática, pero yo había calculado que no variaría mucho de la alcanzada al abandonar la atmósfera de la Tierra hasta caer bajo la influencia de la gravitación del planeta Marte.

También me había preocupado de fijar la hora exacta de mi partida. La calculé una y otra vez, pero existían tantos factores que juzgué conveniente someter mis cálculos al criterio de un célebre físico de un astrónomo no menos conocido. Su opinión coincidió completamente con la mía: el torpedo debía partir en su viaje a Marte poco antes de que el rojo planeta apareciera en el Este. La trayectoria debía formar constantemente un arco aplanado que el principio se vería influido considerablemente por la atracción de la Tierra que iría decreciendo en proporción inversa al cuadrado de la distancia obtenida. Como el torpedo abandonaría la superficie terrestre en curva tangente, la partida debía ser sincronizada con exactitud, a fin de que al dejar de sufrir la atracción terrestre su parte frontal se dirigiese a Marte.

En el papel, estas cifras resultaban muy alentadoras, pero a medida que se iba acercando la hora de mi marcha he de confesar que tuve el repentino presentimiento de que eran meras elucubraciones teóricas y me sentí sobrecogido por la temeraria noción de mi aventura.

Hubo un instante en que casi me aterré. El enorme torpedo con sus sesenta toneladas, descansaba allí, en el extremo de la pista, y se me apareció como un horrible sarcófago, como mi propia tumba, en la que me vería pronto estrellado contra la tierra, o sumido en las profundidades del Pacífico, o lanzado al espacio infinito para vagar errabundo. Tuve miedo, lo admito, pero no era tanto el miedo a la muerte como la impresión que me causaba la idea de verme enfrentado con las formidables fuerzas cósmicas. Esto último era lo que más me enervaba.

Entonces Jimmy me habló:

—Hagamos la última inspección, antes de la partida.

Al conjuro de aquellas palabras tranquilas y naturales, se desvanecieron mis inquietudes. Volví a ser yo mismo.

Examinamos juntos la cabina en la que se hallaban los aparatos de control, el cómodo camarote con su mesa y su silla, con el material de escritorio y una selección de libros. Debajo de la cabina había una pequeña cocina y más abajo una despensa provista de alimentos en conserva y deshidratados en cantidad suficiente para un año. Detrás se veía una estancia para las baterías eléctricas destinadas a la iluminación, calefacción y cocina, una dinamo y un motor de gas. El departamento de la parte de popa estaba lleno de cohetes, y allí se encontraba también el intrincado mecanismo que los ponía en contacto con las piezas de control colocadas en la cabina. Más allá de la cabina principal, existía otro departamento en el que se conservaba el agua y los tanques de oxígeno a la vez que un sin fin de cosas necesarias para mi comodidad.

No es necesario decir que todo estaba firmemente sujeto para prevenir la terrible y repentina sacudida que debía acompañar al arranque. Una vez en el espacio, no esperaba percibir ninguna noción de movimiento, pero la partida había de ser manifiestamente violenta. A fin de aminorar en lo posible el golpe del arranque, el vehículo aéreo consistía en un doble torpedo, uno pequeño dentro del otro mayor. El primero, mucho más corto que el último, estaba formado por diversas secciones, cada una de las cuales incluía uno de los compartimientos ya descritos. Entre el casco interior y el exterior y entre cada compartimiento se había instalado un sistema de amortiguador hidráulico, muy ingenioso, que tenía como misión aminorar, en más o menos grado, la inercia del torpedo interior, en el instante del arranque. Yo confiaba en que su funcionamiento sería perfecto.

Además de estas medidas de precaución contra los peligros del arranque, el asiento en que me había de acomodar delante de los mecanismos de control, no sólo estaba bien mullido, sino fuertemente sujeto a una recia armadura también provista de amortiguadores. Se había previsto también las ligaduras necesarias para mantenerse seguro en la silla al recibir el golpe inicial de la marcha.

Nada se había olvidado que fuera esencial para mi seguridad. De mi seguridad dependía el éxito de mi empresa.

Después de haber realizado la inspección final del interior, Jimmy y yo nos encaramamos a la parte alta del torpedo a fin de inspeccionar por última vez el sistema de paracaídas, con los que esperaba conseguir aminorar la velocidad del aparato al entrar en la atmósfera de Marte y que me permitían utilizar mi propio paracaídas para saltar a tiempo. El equipo de paracaídas estaba instalado en una serie de compartimientos, a todo lo largo del torpedo. A fin de explicarlo más claramente, diré que era una serie continua de baterías de paracaídas, constituida cada una por un número determinado de ellos, de diámetro progresivamente mayor, hasta llegar al que estaba más alto, que era el más pequeño. Cada batería estaba en un compartimiento separado y cada compartimiento se hallaba cubierto por una escotilla individual que podía abrirse a voluntad del operador desde los controles de la cabina. Cada uno de estos paracaídas estaba sujeto al torpedo por sendos cables. Juzgaba yo que por lo menos la mitad de ellos quedarían destrozados al aminorar la velocidad del vehículo, pero permitirían a los otros retardarla hasta el momento en que yo abriera las portezuelas y saltase con mi propio paracaídas y mi depósito de oxígeno.

El momento de la partida se iba acercando. Jimmy y yo bajamos a tierra y tuvimos que enfrentarnos con el momento más difícil: decir adiós a aquellos fieles amigos y colaboradores. No hablamos mucho. Estábamos demasiado emocionados y ninguno de los presentes tenía los ojos secos. Sin excepción alguna, ninguno de los trabajadores mejicanos podía comprender por qué la punta del torpedo no señalaba recto hacia arriba, si mi intención era ir a Marte. Nada podía convencerles de que no iba a ascender a corta distancia, lo que implicaría sumirme en el Pacífico. Todo esto si conseguía partir, cosa que más de uno dudaba.

Nos estrechamos las manos y luego subí por la escalerilla adosada a un costado del torpedo y entré en el aparato. Al cerrar la puerta del casco exterior, vi como mis amigos se agolpaban en los camiones y se alejaban, ya que yo había dispuesto que nadie permaneciera a una distancia inferior a una milla del torpedo-cohete cuando yo arrancase, por temor a la terrible explosión que se produciría al arrancar. Después de asegurar la portezuela exterior con los grandes cerrojos, cerré la puerta por dentro y la ajusté debidamente. A continuación me senté ante los aparatos de control y sujeté las correas que me retenían al asiento.

Consulté el reloj. Faltaban nueve minutos para la hora cero. Al cabo de nueve minutos me vería lanzado al vacío o en nueve minutos habría muerto. Si las cosas no se desarrollaban bien, el desastre se produciría en una fracción de segundo, apenas tocase yo el control de disparo.

¡Siete minutos! Tenía la garganta seca, apergaminada, y sentí deseos de beber agua, pero no había tiempo.

¡Cuatro minutos! Treinta y cinco millones de millas son muchas millas y, no obstante, confiaba poderlas cubrir en cuarenta o cuarenta y cinco días.

¡Dos minutos! Inspeccioné el contador de oxígeno y abrí la válvula un poquito más.

¡Un minuto! Pensé en mi madre y me pasó por la mente la idea de si estaría vagando por el espacio y esperándome.

¡Treinta segundos! Mi mano se apoyó en el mecanismo de control. ¡Quince segundos! ¡Diez, cinco, cuatro, tres, dos... uno!

¡Di vuelta a la manivela! Siguió un estruendo terrible. El torpedo saltó hacia adelante. ¡Había partido!

Comprendí que la primera parte de mi aventura había salido bien. Miré a través del cristal de la ventanilla que estaba a mi lado en el instante en que partía el torpedo. Pero fue tan terrible la velocidad inicial que sólo divisé la mancha confusa del paisaje. Me estremecí de alegría por la soltura y perfección con que se había producido la salida, aunque he de confesar que no dejaba de sorprenderme la extraña sensación que percibí en la cabina. Era como si una mano gigante me apretara contra mi mullido asiento, pero esta sensación pasó en seguida y luego no noté nada, salvo lo natural de una persona sentada en un confortable gabinete, en tierra firme. Transcurridos los primeros segundos, después de pasar la atmósfera terrestre, ya no percibí nada más. Había hecho todo lo que estaba en mi mano hacer y ahora el resto dependía de las incidencias, del capricho del destino. Desaté las correas que me sujetaban al asiento y me moví en la cabina para mirar a través de las diversas ventanillas que había a cada lado, igual que en la quilla y en la parte alta del torpedo. El espacio era una inmensa mancha negra, vacía y pespunteada de lucecitas. Yo no podía ver la Tierra, ya que se hallaba exactamente a la proa. A lo lejos se divisaba Marte. Parecía que todo iba bien. Di la luz eléctrica, me senté ante la mesa y escribí mi primer informe en el libro de viaje. Luego hice algunos cálculos de tiempo y distancias.

Según mis previsiones, al cabo de unas tres horas de haber partido, el torpedo avanzaría casi directamente hacia Marte. De vez en cuando, hacía observaciones a través del periscopio telescópico montado sobre la parte superior del casco del torpedo, pero los resultados no fueron completamente tranquilizadores. Al cabo de dos horas, Marte seguía desviado. La trayectoria en forma de arco no se cerraba como debía. Comencé a inquietarme. ¿Qué pasaba? ¿Dónde estaría el error de nuestros cálculos?

Abandoné el periscopio y miré a través de la ventanilla principal que se hallaba en la quilla. Abajo estaba la luna. Era un espectáculo maravilloso verla en aquel espació claro y vacío, a una distancia de setenta y dos mil millas menos de lo que la había visto hasta entonces y sin ninguna atmósfera terrestre que disminuyera su visibilidad. Tycho, Plantón y Copérnico se destacaban con acusado relieve sobre el descarado disco del gran satélite, acentuando por el contraste las sombras del Mare Serenitatis y Mare Tranquilitatis. Los ásperos picos del Apenino y de Altai se rebelaban con una claridad como nunca los había visto con el más potente telescopio. Sentíame excitado, pero también disgustado.

Tres horas más tarde me hallaba a menos de cincuenta y nueve mil millas de la luna. Lo que era poco antes una visión espléndida se había convertido en un espectáculo indescriptible por lo maravilloso, pero mis inquietudes me dominaban sobremanera. A través del periscopio vi como la trayectoria de mi marcha cruzaba sobre el plano de Marte y se hundía debajo de él. Por eso comprendí que nunca podría alcanzar mi objetivo. Traté de eludir el pensamiento del terrible destino que tenía ante mí, y, en cambio, procuré averiguar el error que había causado aquel desastre.

Me pasé una hora compulsando cálculos diversos, pero nada descubrí que pudiera esclarecer la causa de mis inquietudes. Luego apagué las luces y me puse a mirar a través de las ventanas de la quilla a fin de poder divisar mejor la luna. ¡Había desaparecido! Me dirigí entonces al ventano lateral de la cabina con el propósito de observar el vacío espacio por uno de los cristales circulares. Me sentí repentinamente aterrado. Parecía como si junto al cristal hubiera surgido un mundo enorme. Era la luna, que se hallaba a menos de veintitrés mil millas de distancia y yo avanzaba hacia ella a una marcha de treinta y seis mil millas por hora...

Salté hacia el periscopio y en breves segundos realicé un cálculo mental que hubiera constituido una verdadera marca. Observé la desviación sufrida en dirección a la luna siguiéndola por medio del periscopio y computé la distancia hasta la luna y la velocidad de torpedo llegando a la conclusión de que había pocas probabilidades de sufrir una colisión contra el astro. Lo único que me cabía temer era un encuentro directo y casual, pues la velocidad que llevaba el aparato era tan grande que la atracción de la luna no conseguiría atraparlo, sólo con que pasáramos a pocos pies de ella. Desde luego resultaba indudable que evitaríamos la colisión si pasábamos a algunos pies de distancia, pero también resultaba evidente que había ejercido manifiesta influencia en mi vuelo y con tal criterio surgió la réplica al problema que tanto me había desconcertado.

Acudió a mi mente la anécdota del libro mejor impreso. Se venía afirmando que no se había publicado nunca libro alguno que no contuviera algún error. Un conocido editor decidió publicar un libro así. Las pruebas de galeradas fueron leídas una y otra vez por una docena de expertos y las de impresión sufrieron el mismo examen cuidadoso. Al fin, la obra maestra quedó lista para entrar en máquina... sin ningún error. Fue impresa, encuadernada y lanzada al público, y entonces se descubrió que en el título de la portada se había equivocado una letra. Nosotros, con todos nuestros cuidadosos cálculos, con todos nuestros repasos y más repasos, habíamos omitido un factor obvio: no tuvimos en cuenta la luna.

Que se explique tal negligencia quien pueda. A mí me es imposible. Era lo mismo que si el mejor equipo deportivo hubiese perdido contra otro muy inferior. Fue un grave desliz que tuvimos. Aun no podía calcular cuáles serían sus consecuencias. Me limité a sentarme ante el periscopio para observar la luna cada vez más cerca. Según me iba aproximando ofrecía ante mis ojos la perspectiva más espléndida que había presenciado. Cada montaña, cada pico y cada cráter se presentaba con los más claros detalles. Hasta las cumbres más elevadas, de veinticinco mil pies, eran visibles, aunque bien pudiera ser que en todo ello jugara un gran papel la ilusión, ya que yo contemplaba la escena desde arriba, y el satélite estaba abajo.

De pronto me di cuenta de que la gran esfera comenzaba a huir del campo visual del periscopio y exhalé un suspiro de alivio. No iba a estrellarme, sino que pasaría de largo.

Volví entonces al ventano. Ahora la luna aparecía un poco a la izquierda. Ya no era simplemente una gran esfera. Era un verdadero mundo al alcance de mis ojos. Destacando sobre el negro horizonte, divisé unos titánicos picos y debajo de mí se abrían unos vastos cráteres. Me encontraba a solas con Dios contemplando aquel mundo horripilante.

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