Piratas de Venus (6 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Piratas de Venus
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Volví la espalda y eché a correr confiando alejarme de aquellas terribles tenazas, antes de que el animal se viera detenido por la cuerda y, aunque no sin dificultad, lo conseguí. Exhalé un suspiro de alivio cuanto vi el corpachón de la bestia revolcándose en el suelo, mientras la cuerda se estiraba. Los rugidos de rabia que emitía la fiera casi helaron la sangre en mis venas. Mi respiro no fue de mucha duración, pues tan pronto como el animal se levantó, cogió la cuerda con la otra tenaza y la cortó con la misma pulcritud que si hubiera operado con un par de monstruosas tijeras. Luego se lanzó sobre mí de nuevo, pero esta vez sin arrastrarse.

Parecía evidente que mi estancia en Venus iba a ser breve cuando, de pronto, la puerta del árbol se abrió y salieron tres hombres situándose detrás de la feroz alimaña. El que parecía conducir a los otros dos, blandía un sable grueso y pesado y lo hundió con toda su fuerza en el lomo de mi furioso perseguidor. La fiera se detuvo en seco y se revolvió para enfrentarse con aquellas nuevas pero más temibles víctimas, y mientras lo hacía, otros dos sables blandidos por los compañeros de mi defensor se hundieron en el pecho de la bestia, que profirió un rugido horrible y se desplomó inerte. Estaba muerta.

Entonces, el que parecía jefe de los otros avanzó hacia mí. En la penumbra del bosque su aspecto no se diferenciaba mucho de un hombre de la Tierra. En el acto dirigió la aguda punta del sable a mi pecho. A su lado se hallaban los otros dos, armados también con sus sables.

El primero de aquellos individuos me habló con una voz fría y autoritaria, pero yo hice un gesto negativo con la cabeza para indicar que no lo comprendía. Después apretó la punta de su arma contra mi vestido, al lado del estómago, y pinchó. Yo me eché hacia atrás y él avanzó y me pinchó de nuevo. Seguí retrocediendo. Los otros dos se destacaron y los tres comenzaron a examinarme, mientras hablaban entre sí.

En aquel momento podía observarles mejor. Tenían aproximadamente mi misma estatura y en lo que a su aspecto externo se refería, eran idénticos a los seres humanos de la Tierra. Iban casi desnudos. Se tapaban ligeramente con pieles y llevaban un cinturón del que pendía el sable. Su piel parecía mucho más oscura que la mía, aunque no tanto como la de los negros, y tenían el rostro hermoso y las facciones suaves.

Los tres me hablaban de vez en cuando y yo siempre replicaba, aunque no nos entendíamos. Por último, después de mucho discutir, uno volvió a entrar por la puerta del árbol y entonces pude divisar el interior de la estancia, pues me hallaba junto a la puerta. Estaba iluminada y uno de los que quedó conmigo me empujó hacia adelante señalándome la entrada.

Comprendiendo que deseaban que entrara, avancé, y mientras lo hacía aplicaron sobre mi cuerpo la punta de sus sables. Por lo visto, no querían correr riesgo alguno conmigo. El otro individuo me aguardaba en el centro de una amplia estancia horadada en el interior del enorme árbol. Más allá se veían otras puertas que comunicaban con la habitación y que debían de ser, sin duda alguna, otros departamentos. En el cuarto había unas sillas y una mesa. Las paredes estaban talladas y pintadas y en el suelo había una espesa alfombra. De una pequeña vasija que pendía del centro del techo se desprendía una suave luz que iluminaba el interior produciendo una iluminación parecida a la solar al filtrarse por una ventana abierta, pero sin resplandor.

Los otros individuos habían entrado también cerrando la puerta y asegurándola con un mecanismo que no pude identificar en aquel momento. A continuación uno de ellos me señaló una silla y me empujó hacia ella para que me sentase. Me examinaron bajo la luz y yo hice lo mismo. Mi vestido parecía asombrarles mucho. Inspeccionaron el material con que estaba confeccionado y discutieron fijándose en el tejido y en la trama. Yo adivinaba, por sus gestos y la inflexión de sus voces, cuál era el tema de su conversación.

Como mi traje de lana me producía mucho calor, me lo quité e hice lo mismo con la chaqueta de piel y la camisa de polo. Cada una de estas prendas despertó su curiosidad y provocó sus coméntanos. No mereció menos atención la blancura de mi piel y el color rubio de mi cabello.

De pronto, uno de ellos salió de la estancia y mientras estaba ausente, otro retiró diversos objetos que se hallaban sobre la mesa. A mí me pareció que eran libros encuadernados en madera y con las cubiertas de piel, varios adornos y una daga metida en una vaina muy elaborada.

Cuando reapareció el otro individuo, traía alimentos y agua que puso sobre la mesa y por señas me indicaron que podía comer. Dentro de unos recipientes de madera muy bien labrada había frutas y nueces, y algo que parecía pan colocado sobre un plato dorado, mientras en una vasija de plata me trajeron miel. Un vaso alto y delgado contenía un líquido blancuzco que parecía leche Este último recipiente era una obra delicada, de cerámica transparente y un exquisito matiz azulado. Estas cosas y el conjunto de la estancia revelaban cultura, refinamiento y buen gusto, resultando un poco incongruente el aspecto externo de sus dueños.

La fruta y las nueces no se parecían en nada a las que yo conocía ni por la apariencia ni el sabor; el pan era basto, pero delicioso, y la miel, si de miel se trataba realmente, ofrecía al paladar cierto gusto a violetas confitadas. La leche (no puedo hallar otro nombre para designarla) era fuerte, casi picante, pero no desagradable y me pareció que debía ser apetitosa a esa edad en que las criaturas comienzan su desarrollo.

Los utensilios de mesa eran similares a los que me eran familiares en la Tierra. Algunos eran huecos, otros afilados para cortar y otros con puntas para clavar. Estos objetos eran de metal.

Mientras yo comía, los tres individuos seguían hablando muy serios y, de vez en cuando, alguno de ellos me ofrecía más alimento. Parecían hospitalarios y corteses y pensé que si estas cualidades eran típicas en Venus, la vida en el planeta me iba a resultar agradable. Que todo no era un campo de rosas lo delataban las armas de que iban provistos aquellos hombres. Nadie lleva encima un sable y una daga si no teme que pueda verse en la necesidad de emplearlas, salvo en una parada militar.

Cuando hube acabado de comer, dos de los individuos me escoltaron para salir de la estancia por una puerta del fondo y ascendimos por una escalera circular, penetrando en un cuartito. La escalera y el pasillo estaban iluminados por una lámpara pequeña similar a la de la primera habitación donde había comido, y la luz se filtraba por la puerta, semejante a una reja de madera. En aquella última estancia me dejaron encerrado los que me habían capturado para que me sumiera en mis propias cavilaciones.

En el suelo se veía un colchón blanco con suaves cubiertas de un tejido sedoso. Como sentía mucho calor, me despojé de toda mi ropa, excepto los calzoncillos, y me eché a dormir. Me sentía cansado después de mi azaroso descenso por el gigantesco árbol y me adormecí en seguida. Me hubiera dormido de veras de no haberme sobresaltado el mismo alarido odioso con el que anunció su presencia la fiera que me había perseguido y que expresaba así su ira al ver que me había escapado de sus garras.

No obstante no tardé mucho en caer dormido y en mi mente danzaron caóticos fragmentos de mi extraordinaria aventura.

4. A LA MANSIÓN DEL REY

Cuando desperté, había mucha luz en la estancia y a través de una ventana divisé el follaje de los árboles de un color de alhucema, violeta y heliotropo que resplandecía a la luz de un nuevo día. Me levanté y me acerqué a la ventana. No vi rastro alguno de luz solar y, sin embargo, por todas partes se observaba un brillo semejante al de la luz del sol. El aire era cálido, casi bochornoso.

Hacia abajo pude vislumbrar varios caminos colgantes que se tendían entre los árboles. En algunos de aquellos caminos vi transitar personas. Los hombres iban casi desnudos. No me extrañó su ligero atuendo, dada la temperatura que reinaba en Venus. Había hombres y mujeres, y los primeros iban armados todos con sables y dagas, mientras las mujeres llevaban sólo dagas. Todos parecían de la misma edad. No se veían niños ni viejos entre ellos. Aquella escena parecía artificial.

Traté de buscar el suelo desde la ventana, mas sólo podía verse la gran masa de frondas de color de alhucema, violeta y heliotropo. ¡Pero qué árboles! Descubrí algunos cuyos troncos tenían por lo menos doscientos pies de diámetro. Había juzgado gigantesco el árbol por el que descendí, pero comprendí que al lado de los otros parecía un retoño.

Mientras estaba contemplando aquella escena, oí un ruido detrás de la puerta y en seguida se presentó uno de los individuos que me había apresado. Penetró en la estancia, me saludó con unas palabras que no conseguí comprender y me dedicó una sonrisa lo más amable que pudo. Yo le devolví la sonrisa y le dije:

—Buenos días...

Me invitó a salir de la habitación, pero yo le hice señas para darle a entender que deseaba ponerme las prendas de vestir. Sabía que iba a pasar mucho calor con mis vestidos e iba a sentirme muy incómodo, y asimismo comprendía que ninguna de aquellas personas había visto vestidos como los míos, pero es tan poderosa la fuerza de la costumbre entre los hombres que me repugnaba la ida de hacer lo que acaso resultaba más aconsejable: quedarme únicamente con los cortos calzoncillos.

Al principio mi visitante se dio cuenta de cuáles eran mis deseos y se me acercó para invitarme a abandonar las prendas de vestir donde se hallaban y acompañarle tal como estaba, pero acabó por resignarse con una amable sonrisa. Era un hombre de aspecto agradable y algo más bajo que yo. A la luz del día pude observar que su piel era aproximadamente de la misma pigmentación morena que los fuertes rayos solares producen en la tez de los hombres de mi raza. Tenía los ojos castaño oscuro y el cabello negro. Su aspecto ofrecía un acentuado contraste con mi piel clara, ojos azules y cabello rubio.

Así que me hube vestido, lo seguí escaleras abajo y entramos en una estancia contigua a aquella en que había estado la noche pasada. Hallábanse allí los otros dos individuos y dos mujeres sentados ante una mesa en la que aparecían diversas vasijas con aumentos. Al entrar yo en la habitación, los ojos de las mujeres se volvieron hacia mí con curiosa expresión. Los hombres sonrieron y me saludaron igual que lo había hecho su compañero y uno de ellos me acercó una silla. Las mujeres me recibieron con naturalidad, pero sin descaro y parecía evidente que estaban hablando de mí entre ellas y con los hombres. Las dos eran muy bien parecidas y tenían la tez un poco más clara que la de los hombres, si bien el color de los ojos y del cabello eran el mismo que el de sus compañeros. Usaban idénticas vestiduras confeccionadas con el mismo material de que estaba hecha la colcha de mi cama y tenían la forma de una larga faja que llevaban arrollada fuertemente debajo de los sobacos y cubriéndoles el pecho les caía suelta hasta la cintura. Luego envolvía el cuerpo cruzando por debajo de los muslos para ir a prenderse hacia arriba, por la parte de delante. La punta de la faja caía también por delante hasta las rodillas.

Además de este vestido, bellamente bordado en colores, las mujeres llevaban un cinturón del que pendía un bolso y la vaina de una daga, las dos cosas adornadas con diversas piezas decorativas, tales como anillos, brazaletes y trabajos artísticos, hechos con cabellos. Entre los distintos materiales utilizados en la fabricación de aquellos objetos, pude identificar el oro y la plata, y otros parecían hechos con algo semejante al marfil y coral. Lo que más llamó mi atención fue la maestría con que estaban hechos aquellos objetos y me pareció que su valor, más que en la riqueza de los materiales empelados, estribaba en su refinamiento artístico. Me lo hizo suponer así el hecho de que muchas de aquellas obras maestras estaban elaboradas con huesos vulgares.

Sobre la mesa había variedad de alimentos, semejantes a los que me ofrecieron la noche anterior. Uno de los platos era una especie de huevo con carne asado todo junto. Otros manjares me eran totalmente desconocidos, tanto por su aspecto como por su sabor. No faltaron la leche y la miel que había probado ya. Los condimentos eran de variada índole y sabor, de modo que pocos serían los paladares que no hallaran agradable alguno de ellos.

Durante el almuerzo se pusieron a hablar entre ellos, y comprendí, por sus miradas y sus gestos, que yo era el tema de sus discusiones. Las dos jóvenes animaban la mesa tratando de entablar conversación conmigo, lo que, al parecer, les divertía mucho, y yo no pude por menos de ponerme a reír con ellas. Por último, a una de las muchachas se le ocurrió la feliz idea de enseñarme su idioma. Se señaló a sí misma y dijo: “Zuro”, y señaló luego a su compañera y dijo: “Alzo”. En seguida se interesaron también los hombres y pronto pude informarme de que el hombre que parecía el jefe, el que me había amenazado con el sable la noche anterior, se llamaba Duran y los otros dos Olthar y Kamlot.

Pero antes de que pudiera haberme habituado a aquellas pocas palabras y a los nombres de algunos de los manjares de la mesa, se acabó el almuerzo y los tres hombres me hicieron salir. Mientras avanzábamos por el camino colgante que pasaba por delante de la casa de Duran, todas las miradas de los que encontrábamos a nuestro paso se fijaban en mí con extraordinaria curiosidad. Comprendí que yo era un tipo humano completamente desconocido en Venus o, al menos, raro, y que mis ojos azules y mi cabello rubio despertaban casi tantos comentarios como mis prendas de vestir. Lo revelaban sus gestos y la dirección de sus miradas.

Con frecuencia nos detenían amigos de mis opresores o anfitriones. No estaba muy seguro de su condición. Pero nadie me hizo el menor daño ni me insultó, y si yo era objeto de la curiosidad general también ellos lo eran para la mía. Aunque no idénticos, aquellos hombres eran todos atractivos y aparentaban la misma edad. No descubrí entre ellos ningún viejo.

De pronto, llegamos ante un árbol de tan enorme diámetro que me costó mucho dar fe a lo que estaban viendo mis ojos. Tendría unos quinientos pies de diámetro y estaba cubierto de ramas arriba y abajo del camino colgante. Había en él numerosas puertas, ventanas y balcones. Ante una puerta concienzudamente labrada había un grupo de hombres armadas y allí nos detuvimos. Duran se dirigió a uno de ellos. Me pareció que le llamaba Tofar, y más tarde supe que, efectivamente, era éste su nombre. Ostentaba un collar del que pendía un disco de metal con unos jeroglíficos en relieve. En lo demás su atuendo no se diferenciaba en nada del de sus compañeros. Mientras hablaba con Duran, me examinaba detenidamente. Después, entré con Duran en el interior del árbol, mientras los otros continuaban examinándome y haciendo preguntas a Kamlot y a Olthar.

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