Por la tarde mis padres se fueron al
hiper
a comprar papel higiénico para todo el fin de semana y mi madre me dijo:
—Recuerda, Manolito, seis centímetros cúbicos a las seis.
Nosotros siempre hablamos así en mi casa; parecemos una familia de científicos, pero un poco más sucios.
Total, que llegaron las seis de la tarde. Voy y cojo el cubilete del jarabe y echo los seis centímetros cúbicos. Hasta ahí todo correcto. Voy al salón. Allí estaban mi abuelo, durmiéndose un documental que estaban echando de la reproducción de las cucarachas, y el Imbécil haciendo como que lo entendía. Es un niño muy falso. Al verme aparecer con el cubilete, el Imbécil se puso a llorar como un bestia. Es un niño imposible para los jarabes. Me vuelvo a ir con el cubilete a la cocina haciendo equilibrios para no derramar el líquido curativo y aparezco en el salón ahora sin el cubilete. Le digo al Imbécil:
—Cállate que vas a despertar al abuelo que se está durmiendo este documental estupendamente, aguafiestas.
Dicho esto, le arranco de la boca el chupete al Imbécil. No lo hice por crueldad, lo hice porque cuando le quitas el chupete te sigue por toda la casa. Me siguió hasta la cocina. Le senté en la trona, y al ver el cubilete, ese bebé monstruoso de cuatro años vuelve a berrear, a dar patadas a diestro y también a siniestro. Me tira el cubilete de un manotazo y tira también el frasco del jarabe que estaba encima de la mesa. Adiós jarabe.
Nos quedamos mirando durante dos minutos y medio con «una tensión que se cortaba en el ambiente», hasta que le digo:
—¿Y ahora qué hacemos, niño idiota?
Yo sabía que si mi madre veía el frasco vacío me acabaría echando la culpa a mí. Ella siempre cree al Imbécil, es su ojito derecho y yo soy su ojito izquierdo.
Recogí todo el pringue del jarabe, que mi trabajo me costó, y luego le dije:
—¿Y ahora con qué rellenamos el frasco, niño inútil?
Son cosas que le digo con cariño, créeme. Si no fuera mi hermano no le trataría con esa confianza. Pero volvamos a aquel momento desesperado y a ese frasco vacío. Mi cabeza se puso a funcionar. Como el jarabe era de color rosa, mezclé mermelada de fresas salvajes, leche y azúcar. El azúcar lo eché por animar el asunto. Lo agité y el tío se tomó sus seis centímetros cúbicos sin rechistar. Después de pasarse la lengua por el labio de arriba y el de abajo, dijo:
—El nene quiere más.
Él siempre habla así, en tercera persona, es un niño muy raro.
—Pues el nene se fastidia —le contesté yo—, porque mamá ha dicho que sólo seis centímetros.
Dicho esto, alcé el cubilete como si fuera una copa y me tomé yo otros seis centímetros. Yo no estaba malo, pero es mejor prevenir que curar.
Luego por la noche, como te dije, me fui a cuidarle a la habitación de mis padres, mientras ellos veían películas no autorizadas en casa de la Luisa y mi abuelo dormía uno de sus famosos cachos. No veas lo que le gustaba al tío su nuevo jarabe. No hacía más que mirar el despertador fijamente sin pestañear a ver si sonaba y tomar otro cubilete.
Cubilete a cubilete nos tomamos el frasco entero. Luego lo volví a rellenar para no dejar huellas de nuestra acción. Al final nos bebimos lo menos tres frascos cada uno.
El Imbécil se ha curado de la garganta. Se ve que ha funcionado el típico efecto
mancebo
[1]
; es un efecto que han estudiado científicos de todo el mundo, que consiste en que cualquier medicina te cura aunque sea falsa si tú tienes fe. Y el Imbécil tenía mucha fe. Hoy ya no le duele la garganta, los mocos han desaparecido, pero se le ha pasado la enfermedad a la barriga. Mi madre ha dicho:
—Este niño es un latazo, cuando no es una cosa es otra.
Hoy mis padres se han ido al cine. Mi abuelo se está durmiendo una operación de próstata que le grabó la Luisa de la televisión, y yo no hago más que darle vueltas al nuevo jarabe que le ha dado el doctor Morales al Imbécil. Es de color caca líquida, para entendernos. No debería dar el cambiazo, pero el Imbécil me ha mirado con esa mirada suya y me ha dicho:
—El nene quiere jarabe, pero lo quiere del que hace Manolito.
Y yo no puedo resistirme. Hay veces que creo que siento cariño por el Imbécil. Soy un sentimental.
A estas alturas medio Carabanchel anda comentando por las esquinas el delito que cometí. Un consejo: Si quieres mantener un secreto vete a vivir a otro barrio, en éste es imposible.
Lo más gracioso de todo es que juro que no cometí ningún delito, aunque a estas alturas nadie me cree. Comenzaré mi espeluznante historia desde el principio de los tiempos:
Íbamos el Orejones y yo a la hora de la siesta echándonos manchas en la camiseta (estábamos comiendo un helado) cuando vimos de lejos a Yihad sentado en el banco del parque del Ahorcado.
—Joé, Yihad, qué rollo —dijo el Orejones.
—Un rollo repollo —dije yo, que soy un maniático de la precisión en el lenguaje.
Dicho esto nos encaminamos hacia él. Sí, es cierto, no hay quien nos entienda. Otros se hubieran dado media vuelta. Otros con más dignidad, desde luego.
—Hombre, el Gafotas y el Orejones, qué chicos más malos, os va a tener que lavar mamá la camiseta.
Yihad tiene los mismos años que nosotros, pero siempre le gusta chulearse como si fuera más mayor y andar con chavales de los que estudian formación profesional en el Baronesa Thyssen. Últimamente se ha puesto dos pendientes en una oreja y la gorra con la visera para atrás; no se junta casi con nosotros porque no nos considera tíos importantes. Así que cuando nos dijo que nos sentáramos con él nos pusimos como locos de alegría. Te lo dije: no tenemos dignidad.
Yihad nos contó que estaba esperando a los del Thyssen para echar un partidito amistoso.
—Podéis quedaros a mirar.
Le íbamos a dar las gracias cuando hizo algo que nos dejó con la boca bastante abierta: del bolsillo de atrás del pantalón se sacó un paquete de tabaco y se puso un cigarro en la boca.
—No os ofrezco: los niños no fuman.
Cuando Yihad se chulea con nosotros de esa forma al Orejones y a mí se nos pone la clásica sonrisa idiota. Ya sé: otros se hubieran marchado, pero nosotros somos los héroes de la resistencia.
—Mirad cómo enciendo la cerilla.
Yihad cogió la cerilla, le dio con las uñas y la cerilla se encendió. El Orejones y yo dijimos a dúo:
—¡Cómo mola!
Luego se metió el cigarro en la boca por el lado que quema y no hizo ningún gesto de dolor. Al contrario, echó luego el humo como si tal cosa.
—¡Cómo mola! —éstos seguíamos siendo nosotros.
Empezó a hacer anillos con el humo, nos enseñó cómo lo echaba por la nariz y cómo podía hablar dejándose el cigarro a un lado de la boca, como sin darle importancia. Y a cada demostración, el Orejones y yo volvíamos a decir:
—¡Cómo mola!
Entonces llegaron los tíos del Thyssen, todos con sus gorras para atrás, y Yihad se levantó corriendo para irse con ellos. El Orejones se dio la vuelta a la gorra y yo le dije:
—Qué pelota eres, Ore.
En esos momentos me consideraba un niño de principios, un niño con la visera para delante, un niño al que no se puede sobornar fácilmente.
Yihad vino otra vez hacia nosotros:
—Vamos a calentar músculos un rato, ¿alguno de vosotros se ofrece voluntario para sujetarme el cigarro?
Me da vergüenza decirlo, pero la historia no se puede cambiar: el Orejones y yo levantamos la mano muy alto, como si nos supiéramos una pregunta de las que hace la
sita
Asunción en la escuela. Sólo de recordarme con la mano levantada me dan ganas de vomitar.
—Nos podemos turnar —esta gran idea fue del Orejones.
—¡Eso, nos podemos turnar! —el recuerdo de esta frase que yo pronuncié me atormenta.
—Bueno, un rato uno y un rato otro. Sin pelearse, eh —a Yihad de vez en cuando le gusta hacerse el padrecito.
Si el Orejones y yo hubiéramos sido dos perros habríamos movido la colita.
—¿Y quién es el primero? —preguntó el Orejones.
—Para que no haya problemas —dijo Yihad— lo haremos por estricto orden alfabético. Primero, el Orejones, y después, el Gafotas.
—Pero si la O va después que la G —tampoco va uno a callarse siempre.
—Bueno, pues da igual, primero el Orejones. Ves, eso te pasa por hacerte el listo, Manolito —me dijo el gran jefe.
Le dejó el cigarro al Orejones y se fue a dar patadas mortales al balón. Los chicos del Baronesa no le pasaban pelota, así que Yihad cada poco venía a dar una calada.
—Ahora le toca al Gafotas.
¡Por fin! Me había tocado. No es por nada, pero sujetaba el cigarro como si me hubiera pasado toda la vida fumando, como un maestro, y es que uno es un gran observador.
Dejé de ser aquel niño de principios que era hacía un momento y me puse la gorra con la visera para atrás. Pensé que si en ese momento pasaba por el parque del Ahorcado un cazatalentos del cine me hubiera contratado al instante.
—Eh, tú, chaval, ¿tienes alguna experiencia como actor? —me diría el cazatalentos.
—¿Y qué es la experiencia comparada con el talento innato? —le contestaría yo con mi cigarro en la mano.
Pero los grandes productores del cine no suelen pasar por mi parque. No les pilla de camino. A quien sí que le pilla de camino es a mi madre, que todas las tardes se baja con el Imbécil a darle de comer sus yogures. Al Imbécil, en vez de comerse los yogures con azúcar, le gusta comérselos con tierra. Es un niño de comportamientos extravagantes. Así que no me extrañó verlos, lo que me extrañó es que mi madre vino corriendo hacia mí. Su mirada era terrorífica, de las que helarían la sangre a cualquier hijo. Estaba claro que no corría para demostrarme su cariño. Yo pensé: «¿Qué habré hecho tan malo en las últimas veinticuatro horas?». Eso es lo peor que te puede pasar en la vida, saber que te la vas a cargar y no saber por qué.
Mi madre se puso delante de mí, jadeando como esas mujeres de las películas que se enfadan con toda su alma.
—¿Qué haces con ese cigarro en la mano?
Así que era eso. Menos mal que por esta vez mi madre se equivocaba y me tomaba por lo que no era: por un fumador empedernido.
—Se lo estoy sujetando a Yihad.
Pero el gesto de mi madre no cambió. De vez en cuando enseñaba un poco los dientes, como hace la perra de la Luisa cuando quiere pelea. Habría que explicárselo mejor.
—Primero se lo ha sujetado el Orejones y ahora me toca a mí —no sabía qué había de malo en sujetarle el cigarro a un amigo.
Mi madre llamó a Yihad:
—Yihad, ¿este cigarro es tuyo?
Yihad se acercó, dijo que no con la cabeza y se volvió con sus colegas.
—A mí no me mire —le dijo el Orejones a mi madre—, yo no sé nada de ese cigarro.
«Cerdo traidor», pensé yo con odio reconcentrado. Mi madre me dijo:
—Ponte bien la gorra, sinvergüenza, que no te puedo dar una colleja.