—El nene guapo.
Esto quiere decir que dio su consentimiento. Es que su lenguaje sólo lo entendemos los expertos.
Entonces empezó la operación; quise que todo fuera perfecto: cogí una toalla y se la puse como una capa, luego le di una revista de mi madre y se la abrí por el reportaje del romance de Melanie Griffith y Antonio Banderas. Le debió gustar mucho porque ya no se movió de esa página. De vez en cuando señalaba a Melanie y decía:
—La Luisa.
Más que un gran fisonomista es un optimista.
Había llegado el momento de la verdad: cogí las tijeras y empecé mi obra de arte. Primero le fui quitando todos los rizos de atrás; eso sí, quería dejarle una coletilla como la que llevaba Yihad el año pasado. La coletilla, en vez de quedarme abajo en la nuca, me quedó muy arriba. Lo miré: por un momento me pareció un Hare-krishna. Bueno, no tenía importancia. Seguí con la parte de delante. Le quité un cacho de flequillo por un lado, luego otro cacho por el otro. No sé por qué nunca me quedaba igualado, así que tenía que cortar ahora a un lado y luego al otro, así muchas veces. Hasta que no pude seguir porque ya no le quedaba pelo. Qué raro estaba: calvo con la coletilla por detrás, calvo por delante, y por en medio su pelo de siempre. Tuve que ponerme con la parte central hasta que inexplicablemente lo dejé calvo también por ahí. Lo único que sobresalía de su cabeza era el rizo aquel. De pronto el rizo en aquella cabeza rosa me pareció el rabo de un cerdito. No se puede decir que estuviera guapo. Estaba… original.
—¿Te gusta? ¿A que el nene está muy fresquito?
El Imbécil abandonó por un momento a Melanie para mirarse en el espejo:
—El nene está calvo.
—No está calvo, mira… —le di un espejo pequeño para que se mirara por detrás, como hacen en las peluquerías, y le enseñé su rabillo. Se lo miró una y otra vez con mucho detenimiento. Finalmente, dio su aprobación:
—El nene guapo.
Le encantó. Menos mal, es un niño muy exigente. Pero yo no las tenía todas conmigo. Estaba temiendo que otras personas no valorasen la originalidad del peinado. Esas otras personas a las que yo estaba temiendo nos estaban esperando en el portal. Eran… mis padres.
Mi madre se quedó con la boca abierta.
El Imbécil se dio una vuelta completa y dijo cogiéndose la coletilla:
—El nene no está calvo, el nene guapo.
—Y… fresquito —dije yo con una de esas sonrisas que nadie te agradece.
Las consecuencias de mi corte de pelo fueron terribles: me castigaron sin salir toda la tarde del sábado y sin ver la tele. Pero eso no fue lo peor, eso lo hubiera soportado con resignación. Lo peor fue que al Imbécil mi madre le cortó su coletilla de monje tibetano y no paró de llorar, no paró de llorar hasta que se acostó por la noche. Y no exagero.
Mira que yo soy un tío optimista y que he aguantado en mi vida muchas malas pasadas del destino; por ejemplo, la primera en la frente: fui a nacer un diez de agosto, un día que no le deseo para nacer ni a mi peor enemigo. Si naces un diez de agosto, todos tus amigos están de vacaciones; ¿quién va a tu cumpleaños?: la Luisa y Bernabé, el Imbécil, mi abuelo y mis padres. Ah, y de estrella invitada el Orejones, que no me lo despego ni para mear (solemos ir juntos). Y ya que te he contado la primera mala pasada te cuento la última: La
sita
Asunción dice que no progreso adecuadamente en matemáticas y mi madre lo repite delante de las personas para ver si me pico y me convierto en ese niño perfecto que nunca fui. Me molesta, pero no consigue comerme la moral.
Ya te digo, soy un optimista nato. Sin embargo, hay cosas que me ponen
atacao
; entre esas cosas está el que Yihad me gane todos los días en el recreo los supertazos que mi abuelo me compró la tarde anterior. Me deja limpio en un pis-pas y después dice:
—Qué inútil eres, Manolito.
Y pasa al siguiente, que suele ser el Orejones.
El otro día me ganó nueve supertazos en un tiempo récord. ¿Y qué hice? Me fui a un rincón del patio y me puse a pensar en la posibilidad de convertirme en Conan el Bárbaro y liarme a espadazos con ese majadero. Le cogería de la chupa con la espada y lo dejaría colgado del Árbol del Ahorcado hasta que lo encontrara su madre. Bueno, antes lo vería mi abuelo, que se va todas las mañanas a dormir al parque; pero mi abuelo seguro que no lo descolgaba, porque mi abuelo le tiene más tirria todavía que yo, y ya es decir.
Lo de Conan el Bárbaro me pareció en seguida una tontería; yo nunca podría darle su merecido a nadie, así que me dediqué a odiarle en silencio y luego a sentirme el ser con peor suerte del mundo mundial.
Odiándole estaba cuando se me acerca la Susana Bragas-sucias, me entrega un misterioso papel y después de sonreírme enigmáticamente se larga. En aquellos momentos tan bajos de mi vida yo me esperaba un mensaje tipo:
«No eres más inútil porque no te entrenas, Manolito.»
Pero esto fue lo que me encontré:
Gafotas. Has sido elegido entre muchas personas para celebrar conmigo mi cumpleaños el próximo lunes. No te machaques el cerebro para elegirme el regalo; he pensado que es más cómodo que me des el dinero. ¡No hables de esto con nadie!
Firmado: La Susana.
Me quedé terriblemente conmocionado, con la boca completamente abierta. Yo creo que hasta me tragué uno de esos moscardones que sobrevuelan mi colegio en los días de primavera. Son unos moscardones que sólo se dan en Carabanchel Alto. Forman parte de la fauna y la flora de mi barrio, y tenemos la suerte de que no están en peligro de extinción: podemos matar los que queramos, se reproducen como moscas.
Bueno, puedes pensar que se me había puesto cara de tonto, puedes pensar lo que quieras. Yihad y el Orejones se acercaron.
—¿Se puede saber qué te estaba diciendo la Susana? —dijo Yihad.
Cerré la boca para tragar saliva, que falta me hacía:
—Nada, que por qué estaba aquí en un rincón tan triste.
—¿Que la Susana te ha preguntado que por qué estás triste? ¡Ja! La Susana pasa de que tú estés triste. La Susana no te ha dicho eso. ¿Tú qué dices, Orejones?
—Yo… —el Orejones me miró a mí y luego miró a Yihad—, pues que no, que eso no es lo que le ha dicho la Susana.
Yihad me señaló con el dedo y dijo bastante amenazadoramente:
—Mira lo que dice tu amigo, que te conoce mejor que nadie… Ten cuidado, Manolito, la Susana es mi novia.
Y se fue, dejándonos al Orejones y a mí frente a frente.
—Eres un cerdo traidor —le dije yo al Orejones.
—¿Y tú qué hubieras hecho en mi lugar?
—Yo siempre me hubiera puesto de tu parte, Orejones.
Mentira podrida. Yo también soy un cochino traidor, pero eso es algo que no confesaré nunca.
Me daban igual las amenazas del chulito. Yo había sido el elegido por la Susana, me pedía que guardase el secreto. La Susana estaba por mí.
A mí guardar un secreto me cuesta mogollón. Necesito expulsarlo como sea, igual que Bernabé, el marido de la Luisa, necesita expulsar los gases cuando vuelve del trabajo. Me hubiera gustado ir a la escuela con un cartel que pusiera en letras mayúsculas:
LA SUSANA ESTÁ POR MÍ
Pero no podía arriesgarme a contárselo a cualquiera, así que pensé que mi abuelo era el único habitante del Planeta en quien podía confiar, y cuando estábamos en la cama se lo conté con pelos y también con señales. Mi abuelo se puso la dentadura para decir:
—Joé con la Susanita.
—Abuelo, sólo tengo mil pesetas en mi cerdo, ¿me puedes hacer un préstamo de otras mil pesetas?
Y me las dio. Yo hice todo lo posible por agrandar el agujero que se me estaba haciendo en la rodilla del chándal, y después de enseñárselo a mi madre y poner la nuca para que me diera la colleja que me merecía, fui con ella a comprarme uno nuevo.
Mi madre encontró una de sus alucinantes ofertas: con tres chándales de adulto de las Tortugas Ninja regalaban dos chándales de niño de las Tortugas Ninja. Uno para mi madre, otro para mi padre, otro para mi abuelo, otro para mí y otro para el Imbécil.
A mi madre le dan ganas de matarnos a besos cuando el Imbécil y yo vamos vestidos iguales; no me preguntes por qué. Es uno de esos enigmas a los que la ciencia no ha dado respuesta.
Durante toda la semana procuré hablar lo menos posible para que no se me escapara mi terrible secreto. No me fue difícil, porque tanto el Orejones como Yihad también estaban bastante callados.
El tiempo se me hizo muy largo hasta el lunes siguiente, pero el lunes siguiente llegó, como suele pasar en todos los países europeos. Y por la tarde me lavé los pies sin que mi madre me lo pidiera a gritos. Me lavé los dientes, y eso que a mí no me gusta abusar de la limpieza. Oí que mi madre le decía a la Luisa en la cocina:
—No sé qué le pasa: se está lavando.
—A ver si le vas a tener que llevar otra vez a la psicóloga porque ha sufrido un cambio repentino de personalidad —le dijo la Luisa para tranquilizarla.
Saqué mi chándal nuevo del cajón, me peiné con la onda «Supermán», me eché loción para después del afeitado de mi padre, cogí el sobre con el dinero y me eché un último vistazo al espejo. No es por nada, pero cuando me arreglo tengo un punto. Tomé aire antes de salir del cuarto de baño y encaminarme al cumpleaños más importante de mi vida.
Mi madre y la Luisa, que estaban sentadas en el sofá, me miraron salir con cara de preocupación.
—¿Te encuentras bien, hijo mío?
—¿Quieres que te acompañemos? —dijo la Luisa.
¡Que si me acompañaban!, decían. ¿Es que alguien acompaña a Supermán en las grandes misiones? ¿Es que el Zorro necesita ayuda en los momentos difíciles? ¿Es que Batman ha llamado alguna vez a los bomberos, al 091? ¿El Hombre Araña ha reclamado una escalera de incendios para trepar por una pared?
Esta era una misión secreta. Manolito no necesita a nadie.
Me abrió la madre de la Susana, mi futura suegra, y me dijo:
—Hombre, Manolito, qué alegría verte.
Pero cuando entré en el salón supe que tendría que compartir a la suegra y a la Susana con Yihad, con el Orejones, con Paquito Medina, con Arturo Román, con Óscar Mayer… Estaban todos. Todos llevábamos el mismo chándal, todos nos habíamos hecho la onda «Supermán», todos nos quedamos mirándonos los unos a los otros. La madre de la Susana rompió el hielo:
—Bueno, chicos, la mesa está llena de sándwiches.
Comimos como no comemos nunca: con mucha educación, y cantamos el cumpleaños feliz como si fuéramos los Niños Cantores de Viena.
—¿Lo estáis pasando bien? —preguntó la madre.
Y todos dijimos que sí con la cabeza. La madre preguntó:
—¿Y… nadie le ha traído un regalo a Susanita?
Entonces todos nos sacamos del bolsillo del chándal un sobre y lo dejamos encima de la mesa. La Susana los recogió rápidamente.
—Bueno, como ya hemos terminado, ¿nos podemos ir al parque del Ahorcado? —dijo Arturo Román, que siempre dice aquello que nadie se atreve a decir.
Nos tiramos como locos a la puerta. Había que salir de aquella casa en la que se mascaba la violencia. Al cabo del rato bajó la Susana y nos interrumpió por el morro una partida de chapas. Ella es así. Y mirando para el suelo dijo:
—Mi madre ha dicho que os devuelva el dinero, que eso no se hace, que parezco una negocianta, que me tenéis que comprar cada uno lo que queráis.
—¿Se puede saber por qué nos dijiste que no le dijéramos a nadie lo del cumpleaños? Si al final hemos venido todos —le preguntó Yihad.
—Eso —dijimos todos los Niños Cantores.
—Os dije que tuvierais en secreto lo del dinero, no lo del cumpleaños, idiotas. Me habéis estropeado el
walkman
que tenía pensado comprarme.
Qué carácter tiene la niña. Y se fue.