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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Poirot infringe la ley (12 page)

BOOK: Poirot infringe la ley
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—Muchas gracias —repuso él.

Mientras seguía los ágiles pasos de ella hacia la cima, se preguntó: «¿Por qué, por qué diablos se casó con
eso

Alistair se encaminó a unas rocas.

—Nos sentaremos aquí. Y dígame... lo que vino a decirme.

—¿Lo sabe ya?

—Sólo intuyo la vecindad de las cosas malas. Y es malo, ¿verdad? ¿Se trata de Dickie?

—Sufrió una pequeña operación con todo éxito. Pero su corazón debía ser débil, pues no resistió la anestesia.

MacFarlane no había supuesto ninguna reacción en Alistair, si bien lo hubiera esperado todo menos aquel gesto de infinito desespero. Al fin la oyó murmurar:

—Otra vez... esperar tanto tiempo... tanto tiempo...

Luego alzó la vista.

—¿Qué iba usted a preguntarme? —indagó.

—Una enfermera lo advirtió contra la operación. Él creyó que era usted.

Alistair sacudió negativamente la cabeza.

—No. Pero tengo una prima que es enfermera. Quizá fue ella. Bien, supongo que eso ya no importa, ¿verdad? —de repente se agrandaron sus ojos, y con manifiesta sorpresa exclamó—: ¡Oh, qué curioso! ¡Usted no me comprende!

MacFarlane, intrigado, la observaba.

—Le creí un iniciado. Su aspecto lo confirma.

—¿Qué confirma mi aspecto?

—El don, la maldición, llámelo como quiera. ¡Usted lo tiene! Mire fijo al fondo de las rocas. No piense en nada. ¡Ah! —Alistair notó su ligero sobresalto—. ¿Vio usted algo?

—Debe de haber sido un espejismo. Durante un segundo vi las piedras llenas de sangre.

Ella asintió.

—Advertí que usted lo tiene. Ahí es donde los antiguos adoradores del Sol sacrificaban a sus víctimas. Lo supe antes de que nadie me lo dijera. A veces

cómo lo hacían; es como si yo misma hubiera estado allí. También hay algo en el páramo que me es tan familiar como mi propia casa. Pero es natural que yo posea el don. Soy una Fuerguesson. Todos los miembros de mi familia lo poseen. Mi madre fue una médium hasta casarse. Se llamaba Cristine. Era bastante célebre.

—¿Se refiere usted al «don» de ver las cosas antes de que sucedan?

—Sí; el don de ver lo futuro, lo presente o lo pasado. Por ejemplo, yo vi como usted se preguntaba por qué me casé con Maurice. ¡Oh, sí, no lo niegue! Siempre lo he
sabido
amenazado de algo terrible y quise salvarlo. Las mujeres somos así. Con mi don podía evitar que sucediese... si es verdad que uno puede. Ya ha comprobado que no me sirvió para ayudar a Dickie. Él no lo entendió. Tuvo miedo. Era muy joven.

—Veintidós.

—Yo treinta. Pero no me refiero a eso. Hay muchos modos de estar separados; si bien la separación del tiempo es la peor.

El sonido de un gong procedente de la casa los hizo volver al mundo de la realidad.

Durante la comida, MacFarlane estudió a Maurice Haworth, que, indudablemente, estaba enamorado de su esposa. En sus ojos se advertía la feliz sumisión del perro. También observó la tierna correspondencia de ella, no exenta de maternidad.

—Estaré en la posada un día o dos más —dijo MacFarlane a Alistair, ya en la puerta de la casa—. ¿Puedo venir mañana?

—Naturalmente, sólo que...

—¿Hay algún impedimento?

Ella se pasó la mano por los ojos.

—No lo sé. Supuse que no volveríamos a vernos... eso es todo. Adiós.

MacFarlane descendió lentamente el camino de regreso. Aunque su ánimo era esforzado, no pudo eludir la sensación de una fría mano oprimiéndole el corazón. Alistair no había dicho nada de particular, y, sin embargo...

Una motocicleta surgió de improviso en un cruce, obligándole a saltar a la cuneta con el tiempo justo. Grisácea palidez cubrió su rostro.

3

—¡Pardiez, mis nervios están podridos! —murmuró MacFarlane al despertarse a la mañana siguiente.

Recordó los sucesos de la tarde anterior. La motocicleta; el atajo y la repentina niebla que le hizo extraviarse cerca de una peligrosa ciénaga; el trozo de chimenea desprendido en la posada; el olor a quemado durante la noche, procedente de su manta sobre el brasero. Pero esto no sería nada, nada en absoluto, de no haber oído las palabras de ella al despedirse, y de su desconocida seguridad en cuanto a que Alistair
sabía...

Saltó del lecho con repentina energía, dispuesto a ir en su busca lo antes posible. Eso rompería el hechizo, si llegaba felizmente. ¡Señor, qué locura la suya!

Comió poco al desayunarse. A las diez inició el ascenso de la carretera. A las diez y media su mano tiraba de la campanilla. Entonces se permitió exhalar un largo suspiro de alivio.

—¿Está en casa la señora Haworth?

Era la misma mujer que le abrió la puerta el día anterior. Pero su rostro aparecía bañado de dolor.

—¡Oh, señor! ¿No se ha enterado usted?

—¿Enterado, de qué?

—La señora Haworth, mi linda corderita... Era su tónico. Lo tomaba todas las noches. El pobre capitán está desconsolado, casi loco. Él equivocó el frasco al cogerlo del estante en la oscuridad... Llamaron al médico, pero fue demasiado tarde.

En la mente de MacFarlane repiquetearon las viejas palabras: «Siempre lo he sabido amenazado de algo terrible. Con mi don podía evitar que sucediese... si es verdad que uno puede.» Desgraciadamente, nadie puede torcer el destino. Y, extraña fatalidad, éste había destruido a quien tanto quiso salvar.

La anciana sirvienta continuó:

—¡Mi linda corderita! Tan dulce y cariñosa, y tanto que se preocupaba por cualquiera en apuros. No soportaba que nadie sufriera daño —vaciló un segundo y luego añadió—: ¿Quiere usted subir a verla, señor? Ella me dijo que usted la conoció hace mucho tiempo. Muchísimo tiempo.

MacFarlane siguió a la anciana por las escaleras a una habitación al otro lado del salón donde oyera cantar el día anterior. Las ventanas tenían cristales de colores que lanzaban su roja luz sobre la cabecera del lecho.
Una gitana con un pañuelo en la cabeza...
Tonterías, sus nervios volvían a jugarle tretas. Miró largamente, y por última vez, a Alistair Haworth.

4

—Hay una señorita que desea verle, señor.

—¿En? —MacFarlane, sorprendido, miró a su patrona—. Oh, perdone, señora Rowse. Veía fantasmas.

—¿No lo dirá en serio, señor? Se ven cosas raras en el páramo a la caída de la noche, como la dama blanca, el herrero del diablo y el marinero y la gitana.

—¿El marinero y la gitana?

—Eso dicen, señor. Es una historieta de mis tiempos. Estaban muy enamorados.

—¿Y no podría ser que ellos ahora...?

—¡Señor! ¿Qué cosas dice usted? La señorita aguarda.

—¿Qué señorita?

—La que espera en el salón. La señorita Lawes.

—¡Oh! —exclamó MacFarlane.

¡Rachel! El recuerdo de ella le hizo descender a realidades inmediatas, a la vez que lo elevaba a un estado de felicidad. Asomado al ventanal de un mundo tenebroso se había olvidado de su prometida.

Abrió la puerta del salón y vio a su Rachel de ojos pardos y sinceros. De repente, como si despertase de un sueño, gozó la cálida y agradable sensación de estar vivo. ¡Vivo! ¡Sólo hay un mundo del cual estamos seguros! ¡Éste!

—¡Rachel! —dijo, y, levantándole la barbilla, la besó.

La lámpara

Sin lugar a dudas, era una casa vieja. Todo el conjunto tenia el sello indeleble de lo antiguo, como sucede en las ciudades de edad remota, construidas alrededor de su catedral. Pero el número diecinueve daba la impresión de ser la más vieja, con el aire solemne de patriarcado y su color gris de insolente arrogancia. Destilaba esa frialdad repulsiva que distingue a todas las casas hace mucho tiempo deshabitadas. Su austera desolación reinaba por encima de las otras moradas.

En cualquier otra ciudad se hubiera dicho que era una casa encantada; pero no en Weyminster, donde los fantasmas carecían de adictos, si bien se respetaban las creencias propias de los «feudos y condados». Por eso, el número diecinueve jamás tuvo el sobrenombre de casa encantada. No obstante, lucía año tras año su rótulo: «Se alquila o vende».

La señora Lancaster miró aprobatoriamente la casa desde el automóvil, sentada junto al verboso agente de fincas, que derrochaba buen humor ante la idea de sacarse de encima el número diecinueve. Éste introdujo la llave en la cerradura sin aminorar sus elogios.

—¿Cuánto tiempo lleva deshabitada? —preguntó secamente la señora Lancaster.

El señor Raddish, algo indeciso, contestó:

—Pues... hace algún tiempo.

—Eso ya se advierte —repuso irónica la señora Lancaster.

El semioscuro recibidor desprendía un hedor siniestro. Una mujer más imaginativa se hubiera estremecido; pero no aquella, eminentemente práctica. Era alta, con abundante pelo castaño oscuro, que tendía a volverse gris, y fríos ojos azules.

Recorrió la casa de sótano a desván, formulando preguntas. Terminada la inspección regresó a una de las habitaciones frontales que daba a la plaza y preguntó al agente:

—¿Qué ocurre con la casa?

El señor Raddish, cogido de sorpresa, contestó débilmente:

—Una casa sin amueblar resulta siempre algo lúgubre.

—Eso no justifica un alquiler tan bajo. Debe de haber algún motivo. ¿Está encantada?

El agente dio un respingo, si bien no contestó.

Ella le observó un momento antes de añadir:

—No creo en fantasmas. Esas tonterías no son obstáculos que me impidan quedarme con la casa. Pero los sirvientes son muy crédulos y se asustan fácilmente. ¿Quiere usted decirme
qué cosa
se supone encanta este lugar?

—Yo... pues... realmente lo ignoro —tartamudeó el hombre.

—Estoy segura de que lo sabe. No aceptaré la casa si no me lo dice. ¿Qué fue? ¿Un asesinato?

—¡Oh, no! —gritó el señor Raddish, en defensa de la reputación de la finca—. Es... bueno, sólo se trata de un niño.

—¿Un niño?

—Sí.

Luego de una breve pausa, se decidió:

—Desconozco la verdadera historia. Existen muchas versiones. Unos treinta años atrás, un hombre llamado Williams alquiló el número diecinueve. Era un desconocido, sin criados ni amigos, y raras veces lo veían en la calle. Vino acompañado de un hijo un niño de corta edad. Después de permanecer aquí dos meses, se fue a Londres, donde la policía lo identificó, al parecer acusado de algo grave. El hombre no quiso entregarse y se disparó un tiro. El niño continuó solo en la casa bien provisto de alimentos, a la espera de su padre. Desgraciadamente, tenía prohibido que, por ninguna causa, saliera de la casa y hablase con nadie. El pobre no se atrevió a desobedecer. Los vecinos, ignorantes de que el padre se había marchado, a menudo le oían sollozar de noche.

El señor Raddish se detuvo y aspiró fuertemente.

—El niño se murió de hambre —lo dijo con el mismo tono que hubiera empleado para anunciar que empezaba a llover.

—¿Y es el fantasma del niño lo que se supone que vive aquí? —preguntó la señora Lancaster.

—En realidad es algo sin importancia —se apresuró a tranquilizarla—. Nadie ha
visto
nada. Sólo se trata de un rumor, dicen que oyen llorar al niño.

La señora Lancaster se encaminó a la puerta principal.

—Me gusta mucho la casa. No es fácil que logre nada parecido por este precio. Ya le comunicaré mi decisión.

—Es muy alegre, ¿verdad, papá? La señora Lancaster inspeccionó su nuevo hogar. Alegres alfombras, muebles bien bruñidos e infinidad de chucherías habían transformado el lúgubre aspecto del número diecinueve.

Hablaba a un anciano de hombros caídos y delicado rostro místico. El señor Winburn no se parecía a su hija. El sentido práctico de ella contrastaba fuertemente con la soñadora abstracción de él.

—Sí —contestó con una sonrisa—. Nadie pensaría en que estuvo encantada.

—¡Papá, no digas tonterías! Y menos en nuestro primer día.

El señor Winburn se sonrió.

—Muy bien, querida; estoy de acuerdo en que no existen los fantasmas.

—Por favor —suplicó su hija—. No menciones eso delante de Geoff. ¡Es tan imaginativo!

Geoff era el hijo de la señora Lancaster. La familia estaba formada por el señor Winburn, su hija viuda y Geoffrey.

La lluvia empezó a golpear contra la ventana, insistente.

—Escucha —dijo el señor Winburn—. ¿Oyes pequeños pasos?

—Oigo la lluvia —repuso ella con una sonrisa.

—Son pisadas —afirmó el anciano, inclinándose para escuchar.

La hija se rió divertida.

El señor Winburn se rió también. Tomaban té en el salón y el anciano se hallaba sentado de espaldas a la escalera.

El pequeño Geoffrey bajó lentamente las escaleras de bruñido roble y sin alfombra, con la temerosa precaución de un niño en un lugar extraño. Luego caminó hasta colocarse junto a su madre. El señor Winburn dio un ligero respingo al captar otras pisadas en las escaleras, como de alguien que siguiera a su nieto. Si, era un lento y penoso arrastrar de pies.

Se encogió de hombros. «La lluvia, sin duda», pensó.

—¿Hay bizcochos? —dijo Geoffrey con la naturalidad de quien sólo resalta una circunstancia interesante.

Su madre se apresuró a complacerlo.

—Bien, hijito, ¿te gusta tu nueva casa? —preguntó.

—Muchísimo —respondió el niño con la boca llena—. Mucho, mucho y más mucho.

Después de tan original afirmación, que evidentemente expresaba el más profundo contento, se dio a la tarea de hacer desaparecer los bizcochos en el menor tiempo posible.

Luego de tomar el último bocado, se desató su verborrea.

—Mamaíta, Jane dice que hay desvanes, ¿puedo explorarlos? Quizás encuentre una puerta secreta. Jane dice que no hay ninguna; pero yo creo que sí. Y si no encontraré cañerías de agua —puso cara de éxtasis—. ¿Me dejarás que juegue con ellas? ¿Me permites que vea la caldera?

Pronunció la última palabra con tanto entusiasmo que su abuelo consideró justificada una instalación que sólo mediante un esfuerzo imaginativo facilitaba agua caliente, y también numerosas facturas del lampista.

—Mañana verás los desvanes, cariño. Ahora entretente con tu caja de construcciones en hacer una casa o una locomotora.

—No quiero construir una caza.

—Casa.

—Casa; ni tampoco una locomotora.

—Construye una caldera —sugirió el abuelo.

Geoffrey se animó.

—¿Con tuberías?

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