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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Poirot infringe la ley (4 page)

BOOK: Poirot infringe la ley
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—Pero no por carretera,
mon ami
; usaremos el ferrocarril —le dijo.

—¿Teme que le roben la cartera, o no le seduce la idea de encontrarse con otra damisela en apuros?

—Ambas cosas, Hastings, pueden ocurrirme en el tren. Simplemente, no tengo prisa en llegar a Ebermouth. Antes quiero resolver nuestro caso.

—¿Nuestro caso?

—¡Sí, hombre! Mademoiselle me suplicó que la ayudase. Que el asunto esté en manos de la policía no supone que yo me lave las manos. Vine a complacer a un viejo amigo, pero jamás dirá nadie que Hércules Poirot ha desatendido a un desconocido en apuros.

Su gesto daba a entender que no hablaría más.

—Me parece que ya estaba interesado antes del robo —aventuré—. Su interés nació en la agencia de viajes cuando vio por primera vez al joven, si bien ignoro por qué se fijó en él.

—Sí, Hastings. Tiene razón. Pero eso forma parte de mi pequeño secreto.

Poirot sostuvo una corta conversación con el inspector de policía encargado del caso, que había entrevistado a Norton Kane. Según dijo confidencialmente a mi amigo, el joven no le causó una impresión favorable, pues se había exaltado y contradicho.

—Cómo se las arregló es un misterio para mí —confesó—. Quizá dio el maletín a un cómplice que lo trasladaría rápidamente en coche hasta aquí. Claro que eso no deja de ser una simple teoría. Tendremos que hallar el coche y el cómplice y recomponer los hechos.

Poirot asintió.

—¿Cree usted que fue realizado así? —le pregunté, ya sentados en el tren.

—No, amigo mío, no estoy conforme. Su planteamiento fue mucho más inteligente.

—¿No quiere decírmelo?

—Aún no. Ya sabe cuál es mi debilidad: conservar mis pequeños secretos hasta el fin.

—¿Se vislumbra ese fin?

—Está próximo.

Llegamos a Ebermouth poco después de las seis y nos encaminamos en seguida a la tienda de Elizabeth Penn, que estaba cerrada, pero mi amigo pulsó el timbre y la misma Mary abrió la puerta, mostrándose agradablemente sorprendida al vernos.

—Por favor, pasen y conozcan a mi tía.

Nos hizo pasar a una habitación trasera, donde una mujer de avanzada edad nos saludó. Tenía el pelo blanco y parecía una miniatura de piel rosada y ojos azules. Alrededor de sus hombros inclinados lucía una toca de encaje antiguo de gran valor.

—¿Es usted el gran Hércules Poirot? —preguntó suave y encantadoramente—. Mary me ha dicho que usted nos ayudaría.

Poirot la miró un momento y luego dijo:

—Mademoiselle Penn, su aspecto es encantador; si bien debería dejarse crecer un poco el bigote.

La señorita Penn dio un respingo y retrocedió.

—¿Estuvo usted en la tienda ayer? —siguió Poirot.

—Por la mañana. Luego tuve jaqueca y me fui a casa.

—No, mademoiselle. A su dolor de cabeza le iba mejor un cambio de aires. Charlock Bay es ideal para eso, ¿verdad?

Me cogió por un brazo y me llevó hacia la puerta. Se detuvo allí, y habló por encima de su hombro:

—Me ha comprendido, ¿verdad? Esta pequeña frase debe bastar.

Había amenaza en su tono. La señorita Penn, con el rostro espantosamente blanco, asintió. Poirot se volvió a la joven.

—Mademoiselle —dijo suavemente—, es usted joven y encantadora. No obstante, permítame advertirle que estos pequeños asuntos harán que su juventud y encanto se marchiten detrás de las rejas de una prisión. Y yo. Hércules Poirot, pienso que sería una lástima.

Salimos a la calle, sintiéndome aturdido.

—Desde el principio,
mon ami
, me interesó este caso —dijo Poirot—. Cuando aquel joven pidió billete para Monkhampton, la atención de la muchacha se centró de repente en él. ¿Por qué? No era un tipo capaz de atraer el interés de una mujer. Luego, ya en el autocar, tuve la sensación de que algo iba a suceder. ¿Quién vio al joven retirar su equipaje? Sólo mademoiselle. Antes había elegido un asiento de cara a la ventana, cosa muy poco femenina.

»Ya le dije que la caja forzada no era convincente. ¿El resultado de todo esto? Que el señor Baker Wood pagase buen dinero por un género robado. La ley le obligaría a devolverlo a la señorita Penn, que venderla luego las miniaturas, obteniendo así mil libras en vez de quinientas.

»Realicé algunas pesquisas y supe que su negocio va mal. Entonces comprendí que tía y sobrina estaban de acuerdo.

—¿Supone eso que nunca sospechó de Norton Kane?


Mon ami
! ¿Con semejante bigote? Un criminal se rasura y luce un bigote postizo. Pero él sería la gran oportunidad de la inteligente señorita Penn, la anciana de tez tostada que hemos visto. Ésta, muy bien erguida, se calza grandes botas, se altera el físico con unas cuantas pecas y añade algunos pelos en guerrilla a su labio superior y, ¿qué sucede? Simplemente que el señor Wood la toma por una mujer hombruna y nosotros por un hombre disfrazado de fémina.

—¿Estuvo ella en Charlock?

—Seguro. El tren, como usted mismo me dijo, sale de aquí a las once y llega a Charlock Bay a las dos. De regreso, incluso es más rápido. Sale de Charlock a las cuatro y cinco y llega aquí a las seis quince.

»Las miniaturas jamás estuvieron en la caja. Ésta fue violentada antes de ser puesta en el maletín. Así, el cometido de mademoiselle Mary consistía en hallar un par de bobos sensibles a sus encantos y campeones de la belleza en apuros. Por desgracia para ella, uno de los bobos era Hércules Poirot.

—Cuando habló de ayudar a un desconocido me engañaba.

—Jamás le engañé, Hastings. Sólo permití que usted mismo se engañase. Yo me refería al señor Baker Wood, un desconocido en estas playas —su cara denotó mal humor—. ¡Ah! ¡Cómo me irrita el recuerdo de la sobretasa! No hay derecho a cobrar la misma tarifa hasta Charlock Bay que por un viaje de ida y vuelta. Esos abusos me inducen a proteger a los turistas. Cierto que el señor Wood no es hombre agradable, pero ¡es un turista! Y nosotros, los extranjeros, tenemos el deber ineludible de ayudarnos mutuamente contra toda clase de desafueros.

Nido de avispas

John Harrison salió de la casa y se quedó un momento en la terraza de cara al jardín. Era un hombre alto de rostro delgado y cadavérico. No obstante, su aspecto lúgubre se suavizaba al sonreir, mostrando entonces algo muy atractivo.

Harrison amaba su jardín, cuya visión era inmejorable en aquel atardecer de agosto, soleado y lánguido. Las rosas lucían toda su belleza y los guisantes dulces perfumaban el aire.

Un familiar chirrido hizo que Harrison volviese la cabeza a un lado. El asombro se reflejó en su semblante, pues la pulcra figura que avanzaba por el sendero era la que menos esperaba.

-¡Qué alegría! -exclamó Harrison-. ¡Si es
monsieur
Poirot!

En efecto, allí estaba Hécules Poirot, el sagaz detective.

-Yo en persona. En cierta ocasión me dijo: "Si alguna vez se pierde en aquella parte del mundo, venga a verme." Acepté su invitación, ¿lo recuerda?

-Me siento encantado -aseguró Harrison sinceramente-. Siéntese y beba algo.

Su mano hospitalaria le señaló una mesa en el pórtico, donde había diversas botellas.

-Gracias -repuso Poirot dejándose caer en un sillón de mimbre -.¿Por casualidad no tiene jarabe? No, ya veo que no. Bien, sirvame un poco de soda, por favor whisky no -su voz se hizo plañidera mientras le servían -. ¡Cáspita, mis bigotes están lacios! Debe de ser el calor.

-¿Qué le trae a este tranquilo lugar? -preguntó Harrison mientras se acomodaba en otro sillón -. ¿Es un viaje de placer?

-No,
mon ami
; negocios.

-¿Negocios? ¿En este apartado rincón?

Poirot asintió gravemente.

-Si, amigo mío; no todos los delitos tienen por marco las grandes aglomeraciones urbanas.

Harrison se rió.

-Imagino que fui algo simple. ¿Qué clase de delito investiga usted por aquí? Bueno, si puedo preguntar.

-Claro que si. No solo me gusta, sino que también le agradezco sus preguntas.

Los ojos de Harrison reflejaban curiosidad. La actitud de su visitante denotaba que le traía alli un asunto de importancia.

-¿Dice que se trata de un delito? ¿Un delito grave?

-Uno de los más graves delitos.

-¿Acaso un ...?

-Asesinato -completó Poirot.

Tanto énfasis puso en la palabra que Harrison se sintió sobrecogido. Y por si esto fuera poco las pupilas del detective permanecían tan fijamente clavadas en él, que el aturdimiento le invadió. Al fin pudo articular:

-No sé que haya ocurrido ningún asesinato aquí.

-No -dijo Poirot-. No es posible que lo sepa.

-¿Quién es?

-De momento, nadie.

-¿Qué?

-Ya le he dicho que no es posible que lo sepa. Investigo un crimen aún no ejecutado.

-Veamos, eso suena a tontería.

-En absoluto. Investigar un asesinato antes de consumarse es mucho mejor que después. Incluso, con un poco de imaginación, podría evitarse.

Harrison lo miró incrédulo.

-¿Habla usted en serio,
monsieur
Poirot?

-Si, hablo en serio.

-¿Cree de verdad que va a cometerse un crimen? ¡Eso es absurdo!

Hércules Poirot, sin hacer caso de la observación, dijo:

-A menos que usted y yo podamos evitarlo. Si,
mon ami
.

-¿Usted y yo?

-Usted y yo. Necesitaré su cooperación.

-¿Esa es la razón de su visita?

Los ojos de Poirot le transmitieron inquietud.

-Vine,
monsieur
Harrison, porque ... me agrada usted - y con voz más despreocupada añadió -: Veo que hay un nido de avispas en su jardín. ¿Por qué no lo destruye?

El cambio de tema hizo que Harrison frunciera el ceño. Siguió la mirada de Poirot y dijo:

-Pensaba hacerlo. Mejor dicho, lo hará el joven Langton. ¿Recuerda a Claude Langton? Asistió a la cena en que nos conocimos usted y yo. Viene esta noche expresamente a destruir el nido.

-¡Ah! -exclamó Poirot -. ¿Y cómo piensa hacerlo?

-Con petróleo rociado con un inyector de jardín. Traerá el suyo que es más adecuado que el mio.

-Hay otro sistema, ¿no? -preguntó Poirot -. Por ejemplo, cianuro de potasio.

Harrison alzó la vista sorprendido.

-¡Es peligroso! Se corre el riesgo de su fijación en la plantas.

Poirot asintió.

-Si; es un veneno mortal -guardó silencio un minuto y repitó -: Un veneno mortal.

-Util para desembarazarse de la suegra, ¿verdad? -se rió Harrison. Hércules Poirot permaneció serio.

-¿Está completamente seguro,
monsieur
Harrison, de que Langton destruirá el avispero con petróleo?

-Segurísimo. ¿Por qué?

-Simple curiosidad. Estuve en la farmacia de Bachester esta tarde, y mi compra exigió que firmase en el libro de venenos. La última venta era cianuro de potasio, adquirido por Claude Langton.

Harrison enarcó las cejas.

-¡Qué raro! Langton se opuso el otro día a que empleásemos esta sustancia. Según su parecer, no debería venderse para este fin.

Poirot miró por encima de las rosas. Su voz fue muy queda al preguntar:

-¿Le gusta Langton?

La pregunta cogió por sorpresa a Harrison, que acusó su efecto.

-¡Qué quiere que le diga! Pues si, me gusta ¿Por qué no ha de gustarme?

-Mera divagación -repuso Poirot -. ¿Y usted es de su gusto?

Ante el silencio de su anfitrión, repitió la pregunta.

-¿Puede decirme si usted es de su gusto?

-¿Qué se propone,
monsieur
Poirot? No termino de comprender su pensamiento.

-Le seré franco. Tiene usted relaciones y piensa casarse,
monsieur
Harrison. Conozco a la señorita Moly Deane. Es una joven encantadora y muy bonita. Antes estuvo prometida a Claude Langton, a quien dejó por usted.

Harrison asintió con la cabeza.

-Yo no pregunto cuáles fueron las razones; quizás estén justificadas, pero ¿no le parece justificada también cualquier duda en cuanto a que Langton haya olvidado o perdonado?

-Se equivoca
monsieur
Poirot. Le aseguro que esta equivocado. Langton es un deportista y ha reaccionado como un caballero. Ha sido sorprendentemente honrado conmigo, y, no con mucho, no ha dejado de mostrarme aprecio.

-¿Y no le parece eso poco normal? Utiliza usted la palabra "sorprendente" y, sin embargo, no demuestra hallarse sorprendido.

-No le comprendo,
monsieur
Poirot.

La voz del detective acusó un nuevo matiz al responder:

-Quiero decir que un hombre puede ocultar su odio hasta que llegue el momento adecuado.

-¿Odio? -Harrison sacudió la cabeza y se rio.

-Los ingleses son muy estúpidos -dijo Poirot-. Se consideran capaces de engañar a cualquiera y que nadie es capaz de engañar a ellos. El deportista, el caballero, es un Quijote del que nadie piensa mal. Pero, a veces, ese mismo deportista, cuyo valor le lleva al sacrificio piensa lo mismo de sus semejantes y se equivoca.

-Me está usted advirtiendo en contra de Claude Langton -exclamó Harrison-. Ahora comprendo esa intención suya que me tenía intrigado.

Poirot asintió, y Harrison, bruscamente, se puso en pie.

-¿Está usted loco,
monsieur
Poirot? ¡Esto es Inglaterra! Aquí nadie reacciona así. Los pretendientes rechazados no apuñalan por la espalda o evenenan. ¡Se equivoca en cuanto a Langton! Ese muchacho no haría daño a una mosca.

-La vida de una mosca no es asunto mío -repuso Poirot plácidamente-. No obstante, usted dice que
monsieur
Langton no es capaz de matarlas, cuando en este momento debe prepararse para exterminar a miles de avispas.

Harrison no replicó, y el detective, puesto en pie a su vez colocó una mano sobre el hombro de su amigo, y lo zarandeó como si quisiera despertarlo de un mal sueño.

-¡Espabílese, amigo, espabílese! Mire aquel hueco en el tronco del árbol. Las avispas regresan confiadas a su nido después de haber volado todo el día en busca de su alimento. Dentro de una hora habrán sido destruidas, y ellas lo ignoran, porque nadie les advierte. De hecho carecen de un Hércules Poirot.
Monsieur
Harrison, le repito que vine en plan de negocios. El crimen es mi negocio, y me incumbe antes de cometerse y después. ¿A qué hora vendrá
monsieur
Langton a eliminar el nido de avispas?

-Langton jamás...

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