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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Poirot infringe la ley (3 page)

BOOK: Poirot infringe la ley
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Poirot, no sin cierta malicia, me señaló el asiento exterior, puesto que «me gustaba el aire fresco», y él se acomodó en el inmediato a nuestra vecina. Luego arregló la cosa. El viajero del asiento seis era un tipo bullicioso, amigo de contar chistes, y Poirot preguntó a la joven si prefería cambiar de sitio con él. Ella, agradecida, estuvo conforme, y, muy pronto, la conversación se generalizó entre nosotros tres.

Era evidente su juventud, pues no pasaría de los diecinueve años, y su ingenuidad podía compararse a la de un niño. No tardó en confiarnos el motivo de su desplazamiento; un viaje de negocios por cuenta de su tía, que regentaba una tienda de antigüedades en Ebermouth.

La tía, cuya situación económica era muy precaria a la muerte de su padre, invirtió sus ahorros y las bellas antigüedades que atesoraba en su hogar en establecer un negocio. El éxito le sonrió y, muy pronto, su nombre gozó de merecida reputación comercial.

Mary Durrant se fue a vivir con su tía y aprendió la técnica de esta clase de negocios, que prefirió al empleo de institutriz o dama de compañía.

Poirot asentía interesado.

—Mademoiselle tendrá éxito —dijo galante—. Pero le aconsejo que no se confíe. En todas partes del mundo hay bribones, e, incluso, puede encontrarlos en este mismísimo autocar. ¡Siempre hay que estar en guardia!

La joven le miró boquiabierta, y él asintió con aire de experimentado.

—Sí, como le digo. Incluso yo, que hablo con usted, puedo ser un maleante de la peor ralea.

Nos detuvimos a comer en Monkhampton, y, después de unas cuantas palabras con el camarero, Poirot consiguió una mesita para los tres, junto a una ventana. Fuera, en un amplio patio, había unos veinte autocares aparcados venidos de todo el condado. El comedor del hotel se hallaba rebosante de público y el ruido era considerable,

—Con esto hay suficiente para impregnarse del espíritu de las fiestas —comenté, por decir algo.

Mary estuvo de acuerdo.

—Ebermouth, ahora, cambia su fisonomía durante el verano. Mi tía dice que antes era distinto. Ciertamente, en la actualidad se hace difícil desenvolverse en sus calles, debido a la multitud.

—Eso es bueno para el negocio, mademoiselle.

—No para el nuestro. Sólo vendemos antigüedades muy valiosas, no aptas para excursiones de fin de semana. Tenemos clientes en toda Inglaterra. Si uno desea adquirir determinado tipo de silla o mesa antigua, o una pieza de porcelana, nos escribe, y más pronto o más tarde le complacemos.

Nuestro indudable interés la animó a proseguir. Y así supimos que cierto caballero norteamericano llamado J. Baker Wood, coleccionista de miniaturas, había visto un juego de ellas muy valioso en una revista. La señorita Elizabeth Penn, tía de Mary, logró adquirirlas y escribir al señor Wood, comunicándole el precio. El norteamericano contestó en seguida que estaba dispuesto a comprar si eran las mismas. También rogaba que se las llevasen a Charlock Bay. Por eso la joven pelirroja viajaba en esta ocasión como representante de su tía.

—Son admirables —acabó ella—. Sin embargo, me cuesta imaginar a alguien dispuesto a pagar por ellas quinientas libras. Eso sí, llevan la firma de Cosway. Claro que yo apenas sé quién es ese Cosway.

Poirot se sonrió.

—Eso se llama falta de experiencia, mademoiselle.

—Confieso que no estoy muy ducha en cosas de arte. En realidad, carezco de la formación adecuada. Aún me queda mucho que aprender.

De pronto sus ojos se agrandaron como sorprendidos. Se hallaba de cara a la ventana, y en aquel momento miraba al patio. Dijo algo ininteligible, se levantó de su asiento y se fue precipitadamente. Regresó a los pocos momentos, sin aliento y excusándose.

—Siento haberme ido de esa forma. Vi a un hombre que salía del autobús con un maletín y me pareció el mío. Ha resultado que era el suyo; por cierto, es idéntico al que traigo yo. Bueno, hice el ridículo, y él ha reaccionado como si se le acusara de robo.

Mary se rió. Pero no Poirot.

—¿Cómo es el hombre, mademoiselle? Descríbamelo.

—Viste traje castaño y es un joven que luce un bigote muy ralo.

—¡Ajá! —exclamó Poirot—. Se trata de nuestro conocido de ayer, Hastings. ¿Sabe usted quién es, mademoiselle? ¿No lo ha visto antes?

—No, nunca; ¿por qué?

—Por nada. Sólo que resulta bastante curioso.

Poirot se sumió en uno de sus peculiares silencios y ya no intervino en la conversación hasta que oyó a Mary Durrant algo que captó su atención.

—¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho, mademoiselle?

—Que en mi viaje de regreso deberé tener cuidado con los maleantes. Según tengo entendido, el señor Wood acostumbra a pagar al contado, y si llevo encima quinientas libras en billetes, puedo merecer la atención de algún indeseable.

De nuevo su risa no fue coreada por Poirot. En vez de ello le preguntó en qué hotel pensaba hospedarse en Charlock Bay.

—En el Hotel Anchor. Es pequeño y no muy caro; pero aceptable.

—¡Caramba! —exclamó Poirot—. Mi amigo, el señor Hastings, también ha elegido ese hotel. ¡Qué coincidencia!

Entonces se volvió hacia mí y me guiñó un ojo.

—Sólo esta noche. Hemos de resolver un asunto allí. ¿Adivina usted, mademoiselle, cuál es mi profesión?

Mary pareció sopesar algunas posibilidades. Al fin se aventuró a decir que, posiblemente, era prestidigitador. Esto divirtió mucho a Poirot.

—Es una excelente ocurrencia —dijo mi amigo—. ¿Así, usted me cree capaz de sacar conejos de un sombrero? No, mademoiselle. Soy todo lo contrario. Un prestidigitador hace que desaparezcan las cosas. Yo en cambio, hago que aparezcan —con aire de melodrama se inclinó hacia adelante para dar más efectividad a sus palabras—. ¡Es un secreto, mademoiselle! ¡Soy detective!

Luego se recostó sobre el respaldo de su silla complacido del efecto logrado. Mary lo miró, perpleja y sorprendida. Y allí murió la conversación, pues empezaron a oírse las bocinas de los monstruos de la carretera, dispuestos a reanudar la marcha.

Mientras Poirot y yo salíamos juntos, aludí al encanto de la señorita Durrant, y él estuvo de acuerdo.

—Sí, es encantadora. Pero, ¿no le parece algo tonta?

—¿Tonta?

—No se disguste. Una muchacha puede ser bella, tener el pelo rojizo y, no obstante, ser tonta. Es el colmo de la tontería confiarse a dos desconocidos.

—Quizá le parecemos respetables caballeros.

—No sea ingenuo, Hastings. Cualquiera que conozca su trabajo... Bien, de todos modos su aspecto es conforme. Claro que es infantil hablar de precauciones al regreso, porque llevará encima quinientas libras, cuando ahora también las lleva.

—¿Se refiere a las miniaturas?

—Exacto. Y le supongo de acuerdo conmigo en que no hay diferencia apreciable entre quinientas libras en moneda o en miniaturas,
mon ami
.

—Pero nadie lo sabe, excepto nosotros.

—Y el camarero, y la gente de las mesas vecinas, y, sin duda alguna, otras personas de Ebermouth. Desde luego es encantadora mademoiselle Durrant, pero si yo fuera la señorita Elizabeth Penn, le daría lecciones de sentido común —luego, tras leve cambio en el tono de su voz, dijo—: Amigo mío, es la cosa más fácil del mundo llevarse un maletín guardado en un autocar mientras sus ocupantes comen en un hotel.

—Poirot, no sea desconfiado. Seguro que alguien vigila los vehículos aparcados.

—¿Y qué vería ese alguien? Que un pasajero recoge su equipaje. La cosa se haría del modo más natural, sin levantar sospechas.

—¿Qué insinúa, Poirot? ¿Acaso el sujeto del traje castaño no cogió su propio maletín?

Poirot frunció el ceño.

—Eso parece. Aun así, no deja de ser curioso, Hastings. ¿Por qué no se llevó su maletín antes, a la llegada? Si se ha fijado, tampoco ha comido aquí.

—Desde luego, si la señorita Durrant no hubiera estado frente a la ventana, no se entera.

—Y puesto que era su propio maletín, eso carece de importancia—dijo Poirot—. Bien,
mon ami
, desterremos ese asunto de nuestros pensamientos.

Cuando estuvimos nuevamente acomodados en nuestros asientos y el coche en marcha, dimos a Mary otra conferencia sobre los peligros de la indiscreción. Ella nos escuchó con evidente humildad, si bien su aspecto, jocoso, era de quien oye un chiste.

Llegamos a Charlock Bay a las cuatro, y, por fortuna, logramos habitaciones en el hotel Anchor, un vetusto edificio en una calle de segundo orden.

Poirot acababa de sacar de su equipaje unas cuantas cosas necesarias y se aplicaba un cosmético a su bigote, cuando oímos unos golpes en la puerta.

—Adelante —invité.

Sorprendido, vi que era Mary Durrant, con el rostro blanco y gruesas lágrimas en los ojos.

—¿Qué sucede, mademoiselle? —preguntó Poirot.

—Las miniaturas se hallaban en una caja de piel de cocodrilo, cerrada con llave, dentro de mi maletín —explicó—. ¡Miren!

Nos mostró un estuche recubierto de piel de cocodrilo, cuya tapa colgaba a un lado. Poirot se la cogió de las manos. La caja había sido forzada. Las señales eran evidentes.

Mi amigo Poirot la examinó y luego asintió con un movimiento de cabeza.

—¿Y las miniaturas? —preguntó, si bien ambos sabíamos la respuesta.

—¡Me las han robado!

—No se preocupe—la tranquilicé—. Mi amigo es Hércules Poirot. ¿No ha oído hablar de él? Seguro que sí. Bien, pues él las recuperará.

—¡Monsieur Poirot! ¡El gran monsieur Poirot!

Mi amigo era lo suficiente vanidoso para sentirse halagado ante esa exclamación.

—Sí, hijita. Yo soy el gran Poirot. Confíe su pequeño problema a mis facultades. Haré cuanto pueda. No obstante, le diré que, posiblemente, sea un poco tarde. Dígame, ¿forzaron también la cerradura del maletín?

Mary sacudió negativamente la cabeza.

—Veámoslo, por favor.

Nos trasladamos a la habitación de la joven y mi amigo examinó el maletín. Obviamente, había sido abierto con una llave.

—Un trabajo sencillísimo —dijo Poirot—. Estos maletines están hechos en serie y sus cerraduras apenas difieren. Bueno, telefoneemos a la policía. Veré también al señor Baker Wood; me cuidaré de este asunto.

Cuando le pregunté por qué temía que fuese un poco tarde, me contestó:


Mon cher,
dije que soy lo contrario de un prestidigitador, y que hago aparecer las cosas... perdidas. Pues bien, imagino que alguien me ha tomado la delantera. ¿Me entiende?

Desapareció en el interior de una cabina telefónica, para salir cinco minutos después con semblante grave.

—Lo que temí —dijo—. Una señora ha visitado al señor Wood con las miniaturas hace media hora. Se presentó como enviada por la señorita Elizabeth Penn. ¡Y él ha pagado en el acto!

—¿Hace media hora? Así fue antes de que llegáramos aquí —comenté.

Poirot se sonrió, enigmático.

—Los coches Speedy son muy veloces, pero un vehículo con motor más potente llegaría a Monkhampton con una hora de ventaja por lo menos.

—¿Y qué hacemos?

—Mi buen Hastings es un hombre práctico. Informaremos a la policía. Trataremos de ayudar a la señorita Durrant y, decididamente, celebraremos una interesantísima entrevista con el señor J. Baker Wood.

La pobre Mary, terriblemente anonadada, temía que su tía la culpase.

—Cosa muy probable —me dijo Poirot mientras nos encaminábamos al hotel Seaside, donde se hospedaba el señor Wood—. Y con toda justicia. ¡A quién se le ocurre abandonar un maletín con efectos valorados en quinientas libras! De todos modos,
mon ami
, hay uno o dos puntos raros en este asunto. La caja, por ejemplo, ¿por qué la forzaron?

—iHombre! —exclamé—. ¡Para sacar las miniaturas!

—¿Y no le parece una torpeza? Supongamos que el ladrón, con el pretexto de retirar el Suyo, remueve el equipaje del autocar a la hora de comer. ¿No cree más sencillo abrir el maletín, pasar la caja sin abrir al suyo y marcharse sin pérdida de tiempo?

—Tal vez quiso asegurarse de que las miniaturas estaban dentro.

Mi argumento no convenció a Poirot. Poco después nos introducían en la salita del señor Wood.

No sé por qué, me fue desagradable el señor Baker Wood; un hombre recio y vulgar, pese a ir bien vestido y lucir una sortija con un enorme solitario.

Resultó que no había sospechado nada anormal. ¿Por qué iba a sospechar? La mujer le traía las miniaturas, unos ejemplares bellísimos. ¿La numeración de los billetes? Pues no, no lo sabía. Además, ¿quién era el señor Poirot para formularle tantas preguntas?

Mi amigo se limitó a decirle:

—No le preguntaré nada más, señor. Sin embargo, le agradeceré me haga una descripción de la mujer. ¿Era joven y bonita?

—No, desde luego que no. Era alta, de mediana edad, pelo gris, tez pecosa e incipiente bigotillo —nos explicó—. Como pueden imaginar, no se trata de una sirena.

—Poirot —dije mientras salíamos—. Un bigote, ¿lo oyó?

—Gracias, Hastings; no estoy sordo.

—El señor Wood es bastante desagradable —añadí.

—Desde luego, no pertenece al grupo de los simpáticos —repuso él.

—Bien; será fácil coger al ladrón —aseguré—. Podemos identificarlo.

—No sea cándido, Hastings. ¿Acaso ignora lo que es una coartada?

—¿Usted cree que la tendrá?

Poirot replicó muy serio:

—¡Lo espero!

—¡Me fastidia esa manía suya de hacer las cosas aún más difíciles! —exclamé enfadado.

—Está bien,
mon ami
. Le diré que no me gusta..., ¿cómo se dice eso? ¡Ah, sí! El pájaro que se sienta.

Poirot tuvo razón. Nuestro compañero de viaje, el hombre del traje castaño, resultó ser el señor Norton Kane, que se había alojado en el hotel George. La única evidencia contra él estaba en que la señorita Durrant lo había visto sacar su equipaje del coche.

—Y eso no es un acto sospechoso —dijo Poirot, meditativo.

Después guardó silencio y rehusó discutir el asunto. Pese a ello, supe que había pedido a Joseph Aarons, con quien pasara la velada, que le diera detalles relativos al señor Baker Wood. Ambos hombres se hospedaban en el mismo hotel, y era factible que Aarons supiese algo del coleccionista. Pero si Poirot obtuvo esa información, se la guardó para sí.

Mary Durrant, luego de varias entrevistas con la policía, regresó a Ebermouth en tren a la mañana siguiente. Aquel mediodía comimos con Joseph Aarons, y después Poirot me dijo que había resuelto el problema del agente teatral, y que ya podíamos regresar a Ebermouth.

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