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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Poirot infringe la ley (17 page)

BOOK: Poirot infringe la ley
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—¿Y bien?

—Eso es todo. Al menos por ahora. Salvo que el regreso es peor, más doloroso cada vez. No lo comprendo. Estoy convencido de que mi cuerpo jamás abandona el lecho; como también que no alcanzo físicamente ese lugar. Siendo así, ¿por qué tanto dolor físico?

Seldon. silencioso, sacudió la cabeza.

—El regreso es algo terrible —continuó Hamer—. Primero se produce el tirón, y luego el dolor que afecta a cada uno de mis miembros y nervios. Los oídos amenazan estallar y todo me
presiona
, produciéndome una angustiosa sensación de encarcelamiento. Entonces yo deseo libertad.

—¿Y cuál es su postura ante las cosas que tanto significan para usted en este mundo? —preguntó Seldon.

—Eso es lo peor. Siguen gustándome tanto, si no más que antes. Y estas cosas, comodidad, lujo, placer, tiran de mí hacia un punto distinto del lugar donde están las alas. Es una lucha sorda que no sé cómo terminará.

Seldon nada repuso. La extraña historia que había escuchado era fantástica. ¿Sería delirio, alucinación o, posiblemente, verdad? De serlo, ¿por qué Hamer, entre todos los hombres? Aquel materialista que amaba la carne y negaba el espíritu era el menos indicado para tener visiones de otro mundo.

Por encima de la mesa, Hamer le miró ansioso.

—Supongo —dijo Seldon lentamente— que la única solución es aguardar. Aguardar y ver qué sucede.

—¡No puedo! ¡Le digo que no puedo! Sus palabras demuestran que no me entiende. Esa cosa me destroza con su terrible lucha... esa lucha a muerte entre... entre...

—La carne y el espíritu —añadió Seldon.

Hamer, con voz desalentada, concedió:

—Supongo que sí. De todos modos es insoportable. No puedo liberarme...

Una vez más, Bernard Seldon sacudió la cabeza. El hombre se debatía en la tenaza de lo inexplicable.

—Si yo fuera usted —aconsejó—, buscaría al inválido.

De regreso a su casa, murmuró para sí:

—¡Canales... qué raro!

Silas Hamer salió a la calle al día siguiente con nueva determinación en su ánimo. Estaba decidido a seguir el consejo de Seldon y buscar al hombre sin piernas. No obstante, en su fuero interno había el convencimiento de que la búsqueda sería infructuosa, pues el hombre habría desaparecido como si la tierra se lo hubiese tragado.

Los edificios a ambos lados cerraban el paso a la luz del sol, convirtiendo el paisaje en oscuro y misterioso. A mitad del camino vio el único sitio donde unos rayos de sol iluminaban una figura sentada en el suelo. La figura... ¡era el músico!

Su instrumento permanecía apoyado contra la pared junto a las muletas, mientras él cubría las losas con dibujos en yeso de color. Dos acabados mostraban escenas rústicas de maravillosa y delicada belleza: árboles frondosos entre los cuales discurría un saltarín arroyuelo.

Hamer dudó. ¿Se trataba de un simple músico callejero o de un artista decorador de pavimentos?

De repente, sus nervios le traicionaron y gritó:

—¿Quién es usted? Por lo que más quiera, ¡dígame quién es usted!

Los ojos del inválido se encontraron con los suyos; parecían sonreír.

—¿Por qué no me contesta? ¡Hable, dígame algo!

El hombre dibujaba entonces con increíble velocidad en una losa. Hamer siguió el movimiento de su mano, y lo que sólo eran unos trazos inconcretos se transformaban en árboles gigantes. Al fin apareció un hombre sentado que tocaba un instrumento de muchos agujeros —como una flauta—, cuyo rostro era extrañamente hermoso y que tenía
piernas de cabra
. La mano del inválido hizo un movimiento rápido y las patas de cabra desaparecieron. Luego alzó la cabeza y sus ojos se encontraron con los de Hamer.

—Eran malas —dijo.

Hamer, fascinado, lo miraba fijamente. El rostro del músico era el rostro dibujado, si bien más bello. Sus facciones purificadas mostraban ahora una intensa realidad de vida forzosa.

Hamer huyó del pasaje a la brillante luz del sol, repitiéndose: «¡Imposible, imposible; estoy loco! ¡Sueño!». Pero sentíase hechizado.

Entró en el parque y sentóse en una silla. En aquella hora desierta sólo algunas niñeras con sus pequeños permanecían sentadas a la sombra de los árboles, y aquí y allá, sobre el césped, como islas en un mar verde, hombres yacentes.

«Condenados vagabundos», fue la expresiva definición que hizo Hamer de ellos. No obstante, los envidiaba.

De todos los seres creados eran los únicos libres. Tenían la tierra debajo, el cielo encima, y el mundo entero a su disposición. Aquellos hombres desarraigados no estaban encadenados.

Entonces comprendió cuál era la causa de su esclavitud; aquello que más veneraba, aquello que amaba por encima de todas las cosas... ¡la riqueza!

Pero, ¿lo era? ¿Realmente lo era? ¿No habría una verdad más profunda? ¿Era el dinero o su amor al dinero? Sí, sus ligazones tenían la marca de cosa fabricada por su propia voluntad. No era la riqueza en sí, sino el amor a la riqueza lo que formaba los eslabones de aquella cadena que le privaba de la libertad. Claramente conocía ahora las dos fuerzas que lo desgarraban: la fuerza del materialismo sujetándolo al medio ambiente y la imperativa llamada de las «alas».

Y si una peleaba, la otra no le iba a la zaga. Podía oír, de hecho oía las exigencias de la última: «No debes ponerme condiciones —le decía—. Yo estoy por encima de todas las cosas. Para seguir mi llamada has de renunciar a todo lo demás y cortar las amarras que te retienen. Sólo los libres llegarán a donde yo conduzco.»

—¡No puedo! —gritó Hamer—. ¡No puedo!

Algunas personas miraron al recio hombre, que, sentado, hablaba consigo mismo.

Le exigían sacrificar lo más querido, lo que era parte de él mismo.

3

—¿Qué golpe de fortuna le trae a usted por aquí? —preguntó Borrow.

Ciertamente, el barrio Este no era familiar a Hamer.

—He oído algunos sermones —repuso el millonario— sobre lo mucho que podría hacerse con abundancia de fondos. He venido a decirle que usted dispondrá de esos fondos.

—Muy loable por su parte —dijo Borrow sorprendido—. ¿Una importante suscripción, acaso?

Hamer se sonrió.

—Hasta el último penique que poseo.


¿Qué?

Hamer explicó los detalles con viveza comercial. La cabeza de Borrow daba vueltas.

—¿Piensa... piensa renunciar a toda su fortuna y... dedicarla a los pobres del barrio Este, nombrándome administrador?

—Exacto.

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué?

—No puedo explicárselo —repuso Hamer lentamente—. ¿Recuerda nuestra charla sobre visiones el pasado febrero? Pues bien, una de esas visiones se ha posesionado de mí.

—¡Espléndido! —Borrow se inclinó hacia delante. Sus ojos brillaban de excitación.

—No hay nada particularmente espléndido en ello —dijo Hamer de no muy buen talante—. No me importa un pepino la miseria del barrio Este. Sus feligreses sólo necesitan decisión. Yo era pobre y logré zafarme a las dentelladas del hambre. Pero he de desembarazarme del dinero y no quiero darlo a esas tontas sociedades protectoras. Usted es un hombre de mi confianza. Alimente cuerpos o almas con él, me da lo mismo. Sin embargo, yo he pasado hambre y veo con mejores ojos lo primero.

—Es algo sin precedentes —tartamudeó Borrow.

—Bien, ya está todo dispuesto —continuó Hamer—. Los leguleyos acabaron al fin, y he firmado. Eso me ha tenido muy ocupado la última quincena. Es casi tan difícil desembarazarse de una fortuna como hacerla.

—¿Supongo que se habrá reservado
algo
?

—Ni un penique. Bueno, no es totalmente cierto. Tengo dos peniques en mi bolsillo —se rió.

Después de despedirse de su aturdido amigo, se adentró en las estrechas y malolientes calles. Las palabras que había pronunciado volvieron a él con una dolorosa sensación de pérdida. «¡Ni un penique!» ¡Toda su inmensa fortuna! Ahora temía la miseria, el hambre y el frío.

Sin embargo, era consciente de que la opresión había menguado al sentirse libre de las cosas terrenas. Los eslabones de su cadena le habían llegado, si bien ahora la libertad lo fortalecía.

Había un toque de otoño en el aire, y el viento soplaba helado. Hamer sintió el frío estremecedor y también síntomas de hambre. Las dos cosas parecieron escarbar el próximo futuro. Resultaba increíble que hubiese renunciado a la facilidad, la comodidad y el calor.

Su cuerpo gritaba impotente; pero entonces le llegó la agradable sensación de libertad.

Hamer vaciló ante la boca de una estación de metro. Tenía dos peniques en su bolsillo. ¿Por qué no ir en metro hasta el parque donde viera a los ociosos que dormitaban al sol? Creía sinceramente que estaba loco, pues la gente cuerda no hace lo que él había hecho. Ahora bien, su locura resultaba ser una cosa sorprendente y maravillosa.

Sí, iría al espacio abierto del parque. Además, hacerlo en el metro tenía una significación para él. Ese medio de locomoción representaba todos los horrores de la vida enterrada y oprimida. Como un hombre libre, saldría de su encierro para posesionarse de los amplios espacios verdes, donde los árboles anulaban la amenaza opresiva de las casas.

El ascensor le llevó velozmente abajo, y sintió el aire enrarecido. Se quedó en un extremo del andén, apartado de la masa humana. A su izquierda se abría la abertura del túnel por donde aparecería el tren, semejante a una serpiente. No había nadie cerca de él, excepto un muchacho acurrucado en un asiento.

Muy distante, oyó el amortiguado ruido del tren. El muchacho se levantó de su asiento y caminó hacia Hamer, quedándose cerca del borde del andén.

Sucedió tan rápidamente que casi le pareció increíble. El jovencito perdió el equilibrio y cayó.

Multitud de pensamientos se agolparon en el cerebro de Hamer. Entre ellos se materializó el informe revoltijo de harapos atropellado por el autobús, y oyó una voz que decía: «No se culpe, jefe. Usted no hubiera podido evitarlo.» Y esto le persuadió de que la vida del muchacho sólo podía ser salvada por él, Silas Hamer.

¡El tren se acercaba! De repente, una curiosa y tranquila lucidez mental vino a posesionarse de su espíritu.

No obstante, en aquel corto segundo, supo que su temor a la muerte persistía. Sí, tenía miedo; un miedo espantoso.

Para los aterrados espectadores del otro extremo del andén no hubo apenas separación de tiempo entre la caída del muchacho y el salto del hombre. Entonces vieron el tren en la curva anterior al andén, sin posibilidad de frenar.

Hamer cogió al muchacho en sus brazos. No le impulsaba ningún sentimiento heroico, pues su carne temblorosa obedecía la orden de un espíritu llamado al sacrificio. Con un último esfuerzo, empujó el cuerpo del joven por encima del andén, y luego se cayó sobre la vía.

De repente, murió todo su temor. El mundo ya no lo retenía. Estaba libre de sus cadenas. Por un momento creyó oír la tocata de Pan. Luego, más cerca y más alto a la vez, le llegó el alegre revoloteo de innumerables alas...

La última sesión

Raoul Daubreuil cruzó el Sena tarareando una cancioncilla. Era un apuesto ingeniero francés de unos treinta y dos años, con rostro saludable y pequeño bigote negro. Cuando estuvo en la vía Cardonet, penetró en la casa número diecisiete. La portera levantó la vista y le saludó.

—Buenos días.

Él contestó alegremente, y subió las escaleras hasta un apartamento del tercer piso. Mientras aguardaba después de tocar el timbre, tarareó de nuevo su tonadilla. Raoul Daubreuil sentíase especialmente alegre aquella mañana. Una anciana abrió la puerta y su arrugado rostro se iluminó al conjuro de una sonrisa, tan pronto reconoció a su visitante.

—Buenos días, monsieur.

—Buenos días, Elise.

Ya en el recibidor, se quitó los guantes.

—Madame me espera, ¿verdad? —preguntó por encima del hombro.

—Si monsieur quiere pasar al saloncillo, madame saldrá en seguida. En este momento descansa.

Raoul levantó la vista.

—¿No se encuentra bien?

—¡Bien!

Elise dio un resoplido, pasó por delante de Raoul y abrió la puerta del saloncillo. El joven entró allí seguido de la anciana.


¡Bien!
—replicó ella—. ¿Cómo va a encontrarse bien? ¡Pobrecilla! ¡
Sesiones
,
sesiones
y más
sesiones
! Eso no es bueno, no es natural, ni el buen Dios lo quiere para nosotros. Opino, y lo digo sin rodeos, que eso es traficar con el demonio.

Raoul le dio unos golpecitos en el hombro, tranquilizador.

—Vamos, vamos, Elise. No se altere ni vea el demonio en todo cuanto no entienda.

Elise, dubitativa, sacudió la cabeza y refunfuñó:

—Muy bien. Pero diga lo que diga usted, a mí no me gusta. Madame cada día se vuelve más blanca y delgada, y le aumentan los dolores de cabeza —y alzando las manos prosiguió—: ¡Ah, no; no es bueno todo este asunto de espíritus! Estoy conforme con los espíritus, si los buenos están en el paraíso y los otros en el purgatorio.

—Su visión de la vida después de la muerte es maravillosamente simple, Elise —dijo Raoul, y se dejó caer en una silla.

—Soy una buena católica, monsieur —luego de santiguarse se encaminó a la puerta y se detuvo con la mano en el pomo—: ¿Cuando se hayan casado, monsieur —su voz era suplicante—, todo eso se habrá acabado?

Raoul le sonrió afectuoso.

—Es usted una criatura fiel, Elise, y amante de su dueña. No tema; cuando sea mi esposa, todo ese «asunto de espíritus», como usted lo llama, cesará. Madame Daubreuil no celebrará más
sesiones
.

Elise le sonrió agradecida.

—¿Es cierto lo que dice?

Él asintió gravemente.

—Sí —su respuesta fue más bien para sí mismo—. Sí, todo esto debe terminar. Simone está dotada de un don maravilloso y lo ha prodigado. Ya ha hecho su parte. Es cierto lo que usted ha dicho: día a día se vuelve más blanca y delgada. La vida de una médium está siempre sometida a una ardua prueba, que exige un terrible esfuerzo nervioso. De todos modos, Elise, su ama es la mejor médium de París; aun más, de Francia. Gentes de todas partes del mundo vienen a verla porque saben que no es un engaño.

Esta vez el resoplido de Elise fue despectivo.

—¡Engaño! ¡Claro que no! Madame no sabría engañar a un recién nacido, aunque lo intentase.

—Es un Ángel —corroboró el joven francés—. Y yo haré cuanto un hombre puede porque sea feliz. ¡Esté segura de eso, Elise!

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