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Authors: Italo Calvino
Pero ¿qué entiende Pasternak por «revolución»? La ideología política de la novela está entera en la definición del socialismo como reino de la autenticidad, que el autor pone en boca de su protagonista en la primavera del 17:
«Todos se han reanimado, han renacido, por todas partes transformaciones, conmociones. Podría decirse que en cada uno se han producido dos revoluciones: una propia, individual, y la otra general. Es como si el socialismo fuese un mar en el que han de confluir como riachuelos cada una de esas revoluciones individuales, el mar de la vida, el mar de la autenticidad de cada uno. El mar de la vida, digo, de esa vida que se puede ver en los cuadros, de la vida como la intuye el genio, creativamente enriquecida. Pero hoy los hombres han decidido no ya experimentarla en los libros, sino en sí mismos, no en la abstracción sino en la práctica».
Una ideología «espontaneísta», diremos en lenguaje político, y las futuras decepciones son harto comprensibles. Pero no importa que estas palabras (y las otras —en verdad demasiado literarias—
con las que Zhivago aplaude la toma del poder en octubre por los bolcheviques) sean muchas veces amargamente desmentidas en el curso de la novela: su polo positivo sigue siendo siempre ese ideal de una sociedad de la autenticidad, entrevisto en la primavera de la revolución, aunque la representación de la realidad acentúe cada vez más su carácter negativo.
Creo que las objeciones de Pasternak al comunismo soviético siguen en esencia dos direcciones: contra la barbarie, la crueldad sin freno que ha despertado la guerra civil (volveremos a hablar de este elemento que en la novela cobra un relieve preponderante), y contra la abstracción teórica y burocrática en la que se congelan los ideales revolucionarios. Esta segunda polémica —la que más nos interesa a nosotros— no es objetivada por Pasternak en personajes, en situaciones, en imágenes
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, sino sólo, de vez en cuando, en reflexiones. Y sin embargo no hay duda de que el verdadero término negativo es éste, sea implícito o explícito. Zhivago vuelve a la pequeña ciudad de los Urales después de algunos años pasados contra su voluntad entre los partisanos y ve las paredes tapizadas de manifiestos:
«¿Qué eran aquellos escritos? ¿Eran del año anterior? ¿De dos años antes? En una ocasión se había entusiasmado con lo incontrovertible de aquel lenguaje y el carácter lineal de aquel pensamiento. ¿Era posible que tuviese que pagar su incauto entusiasmo teniendo por delante y durante toda su vida aquellos desaforados gritos y exigencias que no cambiaban a lo largo de los años y que, peor aún, con el paso del tiempo, eran cada vez menos vitales, cada vez más incomprensibles y abstractos?».
No olvidemos que el entusiasmo revolucionario del 17 provenía ya de la protesta contra un periodo de abstracción, el de la primera guerra mundial:
«La guerra fue una interpretación artificiosa de la vida, como si la existencia pudiera aplazarse momentáneamente (qué absurdo). La revolución estalló sin intención, como un suspiro contenido demasiado tiempo».
(Es fácil adivinar en estas líneas —escritas, creemos, durante la segunda posguerra— que Pasternak pone el dedo en una llaga mucho más reciente.)
Contra el reino de la abstracción, un hambre de realidad, de «vida» que invade todo el libro; ese hambre de realidad que hace saludar la segunda guerra mundial, «sus horrores reales, el peligro real y la amenaza de una muerte real», como «un bien frente al dominio inhumano de la abstracción». En el «Epílogo», que se desarrolla justamente durante la guerra,
El doctor Zhivago
—después de haberse convertido en la novela de la extrañeidad— vuelve a vibrar con la pasión por participar que la animaba al principio. En la guerra, la sociedad soviética recobra la pureza, la tradición y la revolución vuelven a estar simultáneamente presentes...
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La novela de Pasternak llega a abarcar en su arco la Resistencia, es decir, la época que para las generaciones jóvenes de toda Europa corresponde al 1905 de los coetáneos de Zhivago: el nudo del que parten todos los caminos. Obsérvese cómo este periodo conserva aún en la Unión Soviética el valor de un «mito» activo, de imagen de una nación real contrapuesta a una nación oficial. La unidad de la gente soviética en guerra, con la cual se cierra el libro de Pasternak
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, es la realidad de la que parten escritores soviéticos más jóvenes, que la reivindican contraponiéndola a la abstracta esquematización ideológica, como queriendo afirmar un socialismo en adelante «de todos»
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.
Esta reivindicación de una unidad y espontaneidad reales es sin embargo el vínculo que hasta ahora hemos podido encontrar entre la concepción del viejo Pasternak y la de las generaciones más jóvenes. La imagen de un socialismo «de todos» no puede sino partir de la fe en las fuerzas nuevas que la revolución ha despertado y desarrollado. Y justamente esto es lo que Pasternak niega. Pasternak demuestra y declara que no cree en el pueblo. Su noción de realidad se configura cada vez más a lo largo del libro como el ideal ético y poético de un individualismo privado, familiar, de relaciones del hombre consigo mismo y con un prójimo encerrado en el círculo de los afectos (y más allá, de relaciones cósmicas, con la «vida»). No se la identifica nunca con las clases que emergen a la conciencia y cuyos mismos errores y excesos pueden ser saludados como los primeros signos de una redención autónoma, como los signos —siempre cargados de futuro— de la vida contra la abstracción. Pasternak limita su adhesión y su piedad al mundo de la
intelligentzia
y de la burguesía (incluso Pasha Antipov, que es hijo de obreros, ha estudiado, es un intelectual) y los otros son comparsas o caricaturas.
La prueba es el lenguaje; todos los personajes proletarios hablan de la misma manera, de la manera folclórica, infantil y pintorescamente hueca de los
mujiki
de los novelistas rusos clásicos. >Tema recurrente en
El doctor Zhivago
es la anti ideología del proletariado, la ambivalencia de sus tomas de posición, en las cuales los residuos más diversos de moral tradicional y de prejuicios se suman al impulso histórico, jamás plenamente comprendido. Sobre este tema Pasternak traza algunas estampas bastante buenas (la vieja madre de Tvierzhin, que protesta contra la carga de la caballería zarista y al mismo tiempo contra el hijo revolucionario, o la cocinera Ustinia, que sostiene la autenticidad del milagro del sordomudo contra el comisario del gobierno, Kerenskí) y culmina en la aparición más sombría del libro: la bruja partisana. Pero estamos ya en otro clima: al crecer la avalancha de la guerra civil, la tosca voz proletaria suena cada vez más tuerte y toma un nombre unívoco: barbarie.
La barbarie ínsita en nuestra vida de hoy es el gran tema de la literatura contemporánea, en cuyas narraciones chorrea la sangre de todas las matanzas que nuestro medio siglo ha conocido, cuyo estilo busca la inmediatez de las pinturas de las cavernas, cuya moral quiere encontrar la humanidad a través del cinismo, de la crueldad o del desgarramiento. Nos resulta natural situar a Pasternak en esta literatura a la que en realidad ya pertenecían los escritores soviéticos de la guerra civil, desde Sholojov hasta el primer Fadeiev. Pero mientras que en gran parte de la literatura contemporánea la violencia es aceptada, es un límite que se atraviesa para superarlo poéticamente, para explicarla y purificarse (Shólojov tiende a justificarla y a ennoblecerla, Hemingway a enfrentarla como una viril puesta a prueba, Malraux a estetizarla, Faulkner a consagrarla, Camus a vaciarla), Pasternak expresa el cansancio frente a la violencia. ¿Podemos saludarlo como el poeta de la no violencia que nuestro siglo todavía no había tenido? No, yo no diría que Pasternak hace poesía con su propio rechazo: registra la violencia con la cansada amargura de quien ha tenido que presenciarla mucho tiempo, de quien no puede sino contar una atrocidad tras otra, consignando en cada caso su propio desacuerdo, su propia extrañeidad
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.
El hecho es que si hasta ahora también hemos visto representada en
El doctor Zhivago
nuestra idea de la realidad, y no sólo la del autor, en el relato de la larga estancia forzada entre los partisanos, el libro, lejos de cobrar una respiración épica más vasta, se limita al punto de vista de Zhivago-Pasternak y pierde intensidad poética. Se puede decir que, hasta el bellísimo viaje de Moscú a los Urales, Pasternak quería agotar un universo en todo lo que tiene de malo y todo lo que tiene de bueno, representar las razones de todas las partes en juego; pero de allí en adelante, su visión se vuelve unívoca, no computa más que datos y juicios negativos, una sucesión de violencias y brutalidades. A la acentuada parcialidad del autor corresponde necesariamente una acentuada parcialidad de nosotros sus lectores: ya no conseguimos separar nuestro juicio estético del juicio histórico-político.
Tal vez es lo que quería Pasternak: plantearnos nuevamente cuestiones que tendemos a considerar resueltas, nosotros que hemos aceptado como necesaria la violencia revolucionaria masiva de la guerra civil pero no hemos aceptado como necesaria la dirección burocrática de la sociedad y la momificación de la ideología. Pasternak vuelve al discurso sobre la violencia revolucionaria, y considera que ella explica la rigidez burocrática y política que sobrevendrá. Contra los análisis negativos más difundidos del estalinismo, que parten en casi todos los casos de posiciones trotzkistas o bujarinianas, es decir, que hablan de
degeneración
del sistema, Pasternak parte del mundo místico-humanitario de la cultura rusa prerrevolucionaria
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para llegar a una condena no sólo del marxismo y de la violencia revolucionaria, sino de la política como principal piedra de toque de los valores de la humanidad contemporánea. Llega, en una palabra, a un rechazo de todo lo que linda con una aceptación de todo. El sentido de la sacralidad de la historia-naturaleza domina todas las cosas y el advenimiento de la barbarie adquiere (a pesar de la admirable sobriedad de los medios estilísticos de Pasternak) una aureola milenarista.
En el «Epílogo» la lavandera Tonia cuenta su historia. (Ultimo golpe de novela con apéndice, en tono de alegoría: es una hija natural de Yuri Zhivago y Lara a la que el hermano de Yuri, el general Evgraf Zhivago, anda buscando por los campos de batalla.) El estilo es primitivo, elemental, hasta parecer paralelo al de mucha narrativa norteamericana; y vuelve a asomar en la memoria un crudo episodio de aventuras de la guerra civil como un texto etnológico que se ha vuelto complicado, ilógico y truculento como un cuento popular. Y el intelectual Gordon baja el telón sobre el libro con estas frases emblemáticas y sibilinas:
«Así ha ocurrido muchas veces en la historia. Lo que se había concebido con nobleza y altura, se ha convertido en burda materia. Así Grecia se transformó en Roma, así el iluminismo ruso se convirtió en la revolución rusa. Si piensas en la frase de Blok: “Nosotros, los hijos de los años terribles de Rusia”, verás en seguida la diferencia de épocas. Cuando Blok lo decía, había que entenderlo en sentido metafórico, figurado. Entonces los hijos no eran los hijos sino las criaturas, los productos de la
intelligentzia;
y los terrores no eran terribles sino providenciales, apocalípticos, lo cual es otra cosa. Pero ahora todo lo que era metafórico se ha vuelto literal: los hijos son realmente los hijos, y los terrores son terribles. Esa es la diferencia».
Así concluye la novela de Pasternak: sin que en esa «burda materia» consiga encontrar siquiera un rayo de aquella «nobleza y altura». La «nobleza y altura» están enteramente concentradas en el difunto Yuri Zhivago, que en un proceso de decantación progresiva ha llegado a rechazarlo todo, a una pureza espiritual cristalina que lo lleva a vivir como un pordiosero después de haber abandonado la medicina y haberse ganado durante un tiempo la vida escribiendo libritos de reflexiones filosóficas y políticas que «se vendían hasta el último ejemplan» (!) para caer aniquilado por un infarto en un tranvía.
Zhivago se ubica así en la galería —tan poblada en la literatura occidental contemporánea— de los héroes de la negación, del rechazo a integrarse, de los
étrangers
, de los
outsiders
[10]
. Pero no creo que el lugar que ocupa sea destacado: los
étrangers
, aunque no sean casi nunca personajes acabados, son siempre fuertemente definidos por la situación límite en que se mueven. Zhivago por comparación resulta pálido y justamente la parte decimoquinta
[11]
, la de sus últimos años, cuando habría que hacer el balance de su vida, sorprende por la desproporción entre la importancia que el autor quisiera dar a Zhivago y su escasa consistencia poética.
En una palabra, debemos decir que lo que menos aceptamos en
El doctor Zhivago
es que sea la historia del doctor Zhivago, es decir, que se lo pueda incluir en ese vasto sector de la narrativa contemporánea que es la biografía intelectual: no hablo tanto de la autobiografía explícita, cuya importancia está lejos de haber disminuido, sino más bien de las profesiones de fe en forma narrativa en cuyo centro hay un personaje portavoz de una poética o de una filosofía.
¿Quién es ese Zhivago? Pasternak está convencido de que es una persona de una fascinación y una autoridad ilimitadas, pero en realidad su simpatía reside enteramente en su estatura de hombre medio: son su discreción y su dulzura, esa manera de estar siempre como sentado en el borde de la silla, de no ver ni de tratar de ver claro en sí mismo, de permitir siempre que lo exterior lo determine, de dejarse vencer poco a poco por el amor
[12]
. En cambio, la aureola de santidad con que en cierto momento Pasternak quiere rodearlo, le pesa; se nos pide a los lectores que tributemos a Zhivago un culto que —al no compartir sus ideas y sus opciones— no conseguimos tributarle, y que termina por dañar incluso esa simpatía totalmente humana que nos inspiraba el personaje.
La historia de otra vida transcurre desde el principio hasta el final de la novela: es la de una mujer que se nos aparece entera e inconfundible, aunque hable muy poco de sí misma, contada más desde fuera que desde dentro, en las duras vicisitudes que le toca vivir, en la indecisión que de ello resulta, en la dulzura que consigue derramar a su alrededor. Es Lara, Larisa: ella es el gran personaje del libro. Así, desplazando el eje de nuestra lectura de modo que en el centro de la novela quede la historia de Lara en vez de la historia de Zhivago, el libro recibe toda la luz de su significado poético e histórico, reduciendo a ramificaciones secundarias las desproporciones y las digresiones.