¿Por qué leer los clásicos? (34 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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Desde luego la fama de Queneau está sobre todo vinculada a las novelas del mundo entre torpe y turbio de la
banlieue
parisiense o de las ciudades de provincia, a los juegos ortográficos del francés hablado cotidiano, un corpus narrativo muy coherente y compacto, que alcanza su cima de comicidad y de gracia en
Zazie en el metro
. Quien recuerde el Saint-Germain-des-Prés de la inmediata posguerra incluirá en esta imagen más corriente alguna de las canciones cantadas por Juliette Gréco como
Fillette, fillette..
.

Otros espesores se añaden al cuadro para quien haya leído la más «juvenil» y autobiográfica de sus novelas,
Odile
, sus andanzas con el grupo de los surrealistas de André Breton en los años veinte (un acercamiento con reservas —según el relato—, una ruptura bastante rápida, una incompatibilidad de fondo y una caricatura despiadada) sobre el fondo de una pasión intelectual insólita en un novelista y poeta: la pasión de la matemática.

Pero alguien puede objetar en seguida que, dejando de lado las novelas y los volúmenes de poesía, los libros típicos de Queneau son construcciones únicas cada uno en su género, como
Ejercicios de estilo
o
Petite cosmogonie portative
o
Cent mille milliards de poèmes
: en el primero un episodio de pocas frases se repite 99 veces en 99 estilos diferentes; el segundo es un poema en alejandrinos sobre los orígenes de la Tierra, la química, el origen de la vida, la evolución animal y la evolución tecnológica; el tercero es una máquina para componer sonetos que consiste en diez sonetos con las mismas rimas impresos en páginas cortadas en tiras, un verso en cada tira, de modo que a cualquier primer verso puedan seguir diez segundos versos, y así hasta alcanzar el número de 1014 combinaciones.

Hay además otro dato que no se puede dejar de lado, y es que la profesión oficial de Queneau fue en los últimos veinticinco años de su vida la de enciclopedista (director de la
Encyclopédie de la Pléiade
de Gallimard). El mapa que se va dibujando es bastante accidentado y cada noticia bio-bibliográfica que se le añade no hará más que complicarlo.

Tres son los volúmenes de ensayos y escritos de ocasión que Queneau publicó en vida:
Bâtons, chiffres et lettres
(1950 y 1965),
Bords
(1963),
Le voyage en Grèce
(1973). Estos libros, más cierto número de escritos dispersos, pueden darnos un retrato intelectual de Queneau, presupuesto de su obra de creación. Del alcance de sus intereses y de sus opciones, todos muy precisos y sólo en apariencia divergentes, resulta el diseño de una filosofía implícita o, digamos, de una actitud y de una organización mental que no se adaptan nunca al camino más fácil.

En nuestro siglo Queneau es un ejemplo excepcional de escritor docto y sabio, siempre contra la corriente respecto de las tendencias dominantes de la época y de la cultura francesa en particular (pero que nunca —caso más único que raro— por ultranza intelectual se deja llevar a decir cosas que antes o después resulten funestas o torpes), con una necesidad inagotable de inventar y de sondear posibilidades (tanto en la práctica de la composición literaria como en la especulación teórica) allí donde el placer del juego —insustituible contraseña humana— le garantice que no se aleja de lo justo.

Cualidades todas que hacen todavía de él, en Francia y en el mundo, un personaje excéntrico, pero que quizá podrán señalarlo, un día tal vez no lejano, como un maestro, uno de los pocos que quedarán en un siglo en el que ha habido tantos maestros malos o parciales o insuficientes o demasiado bien intencionados. A mí, para no ir más lejos, Queneau se me presenta desde hace ya tiempo en este papel, aunque —tal vez por exceso de adhesión— siempre me ha resultado difícil explicar acabadamente por qué. Me temo que tampoco esta vez lo conseguiré. Pero quisiera que fuese él quien, a través de sus palabras, lo consiga.

Las primeras batallas literarias a las que Queneau vincula su nombre son las libradas para fundar el «neofrancés», es decir para colmar la distancia que separa el francés escrito (con su rígida codificación ortográfica y sintáctica, su inmovilidad marmórea, su poca ductilidad y agilidad) del francés hablado (con su inventiva, movilidad y economía expresiva). En un viaje a Grecia en 1932 Queneau se había convencido de que la situación lingüística de este país, caracterizada —aun en el uso escrito— por la oposición entre lengua clásica y lengua hablada
(kathareousa
y
demotiki)
, no era diferente de la del francés. Partiendo de esta convicción (y de lecturas relativas a la sintaxis particular de algunas lenguas de los indios de América, como el
chinook)
, Queneau teoriza el advenimiento de una escritura demótica francesa de la cual él y Céline serían los iniciadores.

Queneau no hace esta elección por realismo populista ni por vitalismo («No tengo por lo demás ningún respeto ni consideración particular por lo popular, el devenir, la “vida”, etc.», escribe en 1937); lo mueve a ello un intento desacralizador en relación con el francés literario (que por otra parte no sólo no quiere suprimir, sino por el contrario conservar como una lengua en sí, en toda su pureza, como el latín), y la convicción de que todos los grandes inventos en el campo de la lengua y de la literatura han sucedido como pasos de lo hablado a lo escrito. Pero hay más: la revolución formal que él preconiza se encuadra en un telón de fondo que es, desde los comienzos, filosófica.

Su primera novela,
Le chiendent
, de 1933, escrita después de la experiencia fundamental del
Ulises
de Joyce, quería ser un
tour-de-force
no sólo lingüístico y estructural (basado en un esquema numerológico y simétrico y en un catálogo de géneros narrativos), sino también una definición del ser y del pensar, nada menos que un comentario novelesco al
Discurso del método
de Descartes. La acción de la novela saca a la luz las cosas pensadas y no verdaderas que tienen una influencia en la realidad del mundo: mundo que en sí carece de un significado cualquiera.

Precisamente en desafío al inmenso caos del mundo sin sentido funda Queneau su necesidad de orden en la poética y de verdad interior del lenguaje. Como dice en un ensayo el crítico inglés Martin Esslin
[16]
,«es en la poesía donde podemos dar significado, orden y medida al universo informe; y la poesía se basa en el lenguaje cuya música verdadera sólo puede encontrarse en un retorno a los verdaderos ritmos del habla vernácula. La rica y variada obra de Queneau poeta y novelista persigue la destrucción de las formas osificadas y la desorientación visual de la ortografía fonética y de la sintaxis
chinook
. Basta ojear sus libros para encontrar numerosos ejemplos de este defecto de extrañamiento:
spa
por
n’est-cepas, Polocilacru
por
Paul aussi l’a cru, Doukipudonktan
por
D’où qu’il pue donc tant...»
.

El neofrancés, en cuanto invención de una nueva correspondencia entre escritura y palabra, es sólo un caso particular de su exigencia general de insertar en el universo «pequeñas zonas de simetría», como dice Martin Esslin, un orden que sólo la invención (literaria y matemática) puede crear, dado que todo lo real es caos.

Este propósito permanecerá en el centro de la obra de Queneau aun cuando la batalla por el neofrancés se aleje del centro de sus intereses. En la revolución lingüística se había encontrado solo (los demonios que inspiraban a Céline eran muy distintos), a la espera de que los hechos le dieran la razón. Pero estaba ocurriendo justo lo contrario: el francés no se desarrollaba en el sentido que él creía; al contrario, incluso la lengua hablada tendía a osificarse, y la llegada de la televisión terminará por determinar el triunfo de la norma culta sobre la creatividad popular. (Del mismo modo en Italia la televisión ha tenido una formidable influencia unificadora en la lengua hablada, caracterizada, con mucha más fuerza que en Francia, por la multiplicidad de las lenguas vernáculas locales.) Queneau lo comprende y en una declaración de 1970
(Errata corrige)
no tiene empacho en admitir la derrota de su teoría, que por lo demás hacía tiempo que había dejado de difundir.

Es preciso decir que la presencia intelectual de Queneau nunca se había reducido a ese aspecto: desde los comienzos el frente de sus polémicas fue amplio y complejo. Después de separarse de Breton, la fracción de la diáspora surrealista de la que estuvo más cerca fue la de Georges Bataille y Michel Leiris, aunque su participación en las revistas e iniciativas de ellos parece haber sido siempre más bien marginal.

La primera revista en la que Queneau colabora con cierta continuidad es, en los años 1930-1934, siempre con Bataille y Leiris,
La Critique Sociale
, órgano del Cercle Communiste Démocratique de Boris Souvarine (un «disidente»
avant-la-lettre
, el primero que explicó en Occidente qué era el estalinismo). «Hay que recordar aquí», escribe Queneau treinta años después, «que
La Critique Sociale
, fundada por Boris Souvarine, tenía su núcleo en el Cercle Communiste Démocratique, compuesto de ex militantes comunistas expulsados o en oposición al partido; a ese núcleo se había añadido un grupito de ex surrealistas como Bataille, Michel Leiris, Jacques Baron y yo mismo, que teníamos una formación muy diferente.»

Las colaboraciones de Queneau en
La Critique Sociale
consisten en breves reseñas, rara vez literarias (entre las cuales una en la que invita a descubrir a Raymond Roussel: «una imaginación que une el delirio del matemático a la razón del poeta»), y más frecuentemente científicas (sobre Pavlov, o ese Vernadsky que le sugerirá una teoría circular de las ciencias, o la del libro de un oficial de artillería sobre la historia de los arneses ecuestres, obra que Queneau saludó por su impacto revolucionario en la metodología de la historia). Pero figura también como coautor, con Bataille, de un artículo «publicado», especificará a continuación, «con nuestras dos firmas en el número 5 marzo de 1932) bajo el título “La critique des fondements de la dialectique hégélienne”. La redacción era obra de Georges Bataille: yo me había reservado el pasaje sobre Engels y la dialéctica de la matemática».

Este escrito sobre las aplicaciones de la dialéctica a las ciencias exactas en Engels (que Queneau incluyó en la sección «matemática» de su recopilación de ensayos) explica sólo parcialmente la época no breve de sus frecuentaciones hegelianas; pero se puede reconstruir con más fidelidad en un escrito de los últimos años (del que provienen dos de las citas precedentes) publicado en
Critique
, en el número dedicado a la memoria de Georges Bataille. Del amigo desaparecido, Queneau evoca las «Premières confrontations avec Hegel»
(Critique
, n.os 195-196, agosto-septiembre de 1966), donde la confrontación con Hegel —filósofo totalmente extraño a la tradición del pensamiento francés— la vemos no sólo en Bataille sino también y más aún en Queneau. Si para el primero se trata en realidad de un reconocimiento dirigido esencialmente a asegurarle que no es en absoluto hegeliano, para Queneau habrá que hablar en cambio de un itinerario en positivo, por cuanto comporta el encuentro con André Kojève y la asunción en cierta medida del hegelismo según Kojève.

Volveré sobre este punto más adelante; por ahora baste recordar que desde 1936 hasta 1939 Queneau sigue en la École des Hautes Études los cursos de Kojève sobre la
Fenomenología del espíritu
, de cuyo texto y edición se encargará
[17]
. Bataille recuerda: «Cuántas veces Queneau y yo hemos salido sofocados de la pequeña aula: sofocados, paralizados... El curso de Kojève me ha desmenuzado, triturado, matado diez veces»
[18]
. (Queneau en cambio, con una punta de malignidad, recuerda a su condiscípulo como poco asiduo y a veces soñoliento.)

La preparación de los cursos de Kojève es sin duda el trabajo universitario y editorial más esforzado de Queneau, pero el volumen no contiene ninguna contribución original propia; sobre la experiencia hegeliana nos queda sin embargo el precioso testimonio centrado en Bataille pero indirectamente autobiográfico, en el que lo vemos participar en los debates más avanzados de la cultura filosófica francesa de aquellos años. Se pueden encontrar huellas de estas problemáticas en toda su obra narrativa, que parece reclamar a menudo una lectura en clave con referencia a las teorías y a las investigaciones eruditas que en aquel momento ocupaban las revistas y las instituciones académicas parisienses, todo ello transfigurado en una pirotecnia de muecas y cabriolas. En este sentido merecería un examen puntual la trilogía
Gueule de Fierre, Les temps mêlés, Saint Glinglin
(reescrita y recogida posteriormente bajo este último título).

Podemos decir que si en los años treinta Queneau participa en las discusiones de la vanguardia literaria y de los estudios especializados manteniendo la reserva y la discreción que serán sus rasgos de carácter estables, para encontrar una primera explicitación de sus ideas tenemos que llegar a los años inmediatamente anteriores a la segunda guerra mundial, cuando la presencia polémica del escritor encuentra expresión en la revista
Volontés
, en la que colabora desde el primer número (diciembre de 1937) hasta el último (la aparición del cual fue impedida por la invasión de mayo de 1940).

La revista, dirigida por Georges Pelorson (y en cuyo comité de redacción estaba también Henry Miller), cubre el mismo período de la actividad del Collège de Sociologie de Georges Bataille, Michel Leiris, Roger Caillois (en el que participaron también, entre otros, Kojève, Klossowski, Walter Benjamin, Hans Mayer). Las discusiones del grupo son en el fondo intervenciones sobre la revista, especialmente las de Queneau
[19]
.

Pero el pensamiento de Queneau sigue una línea que puede considerarse sólo suya y que se puede sintetizar en esta cita de un artículo de 1938: «Otra idea absolutamente falsa que sin embargo tiene hoy curso es la de la equivalencia entre inspiración, exploración del subconsciente y liberación; entre azar, automatismo y libertad. Ahora bien, esta inspiración que consiste en obedecer ciegamente a todo impulso es en realidad una esclavitud. El clásico que escribe su tragedia observando cierto número de reglas que él conoce es más libre que el poeta que escribe lo que le pasa por la cabeza y es esclavo de otras reglas que ignora».

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