¿Por qué leer los clásicos? (8 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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En
Las siete princesas
se funden pues dos tipos de relatos orientales «maravillosos»: el épico celebrativo del
Libro de los reyes
, de Firdusi (el poeta persa del siglo X que es el punto de partida de Nezāmi) y el de los cuentos que desde las antiguas recopilaciones indias llegará a
Las mil y una noches
. Es cierto que nuestro placer de lectores se ve más recompensado por esa segunda vena (aconsejamos por ello empezar por los siete cuentos para después pasar al marco), pero también el marco abunda en encantos fantásticos y en finezas eróticas (muy apreciadas, por ejemplo, las caricias con el pie: «En el flanco de aquella rompecorazones el pie del rey se insinuaba entre la seda y el brocado»), así como en los cuentos el sentimiento cósmico religioso alcanza puntos muy altos (como en la historia del viaje que emprenden juntos un hombre que se somete a la voluntad de Dios y un hombre que quiere explicar racionalmente todos los fenómenos: la caracterización psicológica de los dos es tan convincente que es imposible no estar con el primero, siempre atento a la complejidad del todo, mientras que el segundo es un sabihondo malévolo y mezquino; la moraleja que podemos extraer es que, más que la posición filosófica, cuenta el modo de vivir en armonía con la propia verdad).

Separar sin embargo las diversas tradiciones que convergen en Las
siete princesas
es imposible porque el vertiginoso lenguaje figurado de Nezāmi las absorbe en su crisol y extiende sobre cada página una lámina dorada cuajada de metáforas que se engarzan la una en la otra como piedras preciosas de un suntuoso collar. Con lo cual la unidad estilística del libro resulta uniforme y se extiende también a las partes introductorias sapienciales y místicas. (Recordaré entre estas últimas la visión de Mahoma subiendo al cielo montado en un caballo ángel, hasta el punto en que las tres dimensiones desaparecen y «el Profeta vio a Dios sin espacio, oyó palabras sin labios y sin sonido».)

Las «fiorituras» de este tapiz verbal son tan exuberantes que nuestros paralelos con las literaturas occidentales, más allá de las analogías de la temática medieval y pasando a través de la plena fantasía renacentista de Ariosto y Shakespeare, se establecen naturalmente con el barroco más cargado; pero hasta el
Adonis
de Marino y el
Pentamerón
de Basile parecen de una lacónica sobriedad comparados con la proliferación de metáforas que cubre apretadamente el relato de Nezāmi, desarrollando un núcleo de relatos en cada imagen.

Este universo metafórico tiene características y constantes propias. El onagro, asno salvaje del altiplano iranio —que, visto en la enciclopedia y, si recuerdo bien, en el zoo, tiene todo el aire de un modesto borrico—, en los versos de Nezāmi adquiere la dignidad de los más nobles animales heráldicos, y aparece, puede decirse, en todas las páginas. En las cacerías del príncipe Bahram los onagros son la prenda más codiciada y difícil, citados a menudo junto a los leones como adversarios con los cuales el cazador mide su fuerza y destreza. En las metáforas el onagro es imagen de fuerza, incluso de fuerza sexual viril, pero asimismo de presa amorosa (el onagro presa del león) y de belleza femenina y en general de juventud. Y como resulta tener también una carne apreciada, he aquí que «doncellas con ojos de onagro asaban en el fuego carne de onagro».

Otro elemento de metáfora polivalente es el ciprés: evocado para indicar robustez viril y naturalmente también símbolo fálico, lo encontramos asimismo como modelo de belleza femenina (la estatura es siempre muy apreciada), y asociado a la cabellera de la mujer, pero también a las aguas que fluyen y al sol de la mañana. Casi todas las funciones metafóricas del ciprés valen también para la vela encendida, y muchas otras cosas. En una palabra, el delirio de las similitudes es tal que cualquier cosa puede querer decir cualquier cosa.

Entre las proezas estilísticas consistentes en metáforas continuadas, se recuerda una descripción del invierno, en la que a una serie de imágenes gélidas («El ímpetu del frío había mudado el agua en espada y la espada en agua»; la nota explica: las espadas de los rayos solares se convierten en lluvia y la lluvia se convierte en espadas de rayos; y aunque la explicación no fuera cierta, sigue siendo una bella imagen) sucede una apoteosis del fuego y una descripción simétrica de la primavera, toda animación vegetal, del tipo de «la brisa tomó en prenda a la albahaca».

Catalizadores de metáforas son también los colores, que dominan en las siete historias. ¿Cómo es posible narrar un cuento todo de un color? El sistema más simple consiste en vestir de ese color a los personajes, como en el cuento negro en el que se habla de una señora que se vestía siempre de negro por haber servido a un rey que se vestía siempre de negro porque había encontrado a un forastero vestido de negro que le había contado de un país de la China donde todos se vestían de negro...

En otras partes el vínculo es sólo simbólico, basado en los significados atribuidos a cada color: el amarillo es el color del sol y por lo tanto de los reyes; por eso el relato amarillo hablará de un rey y culminará en una seducción, comparada con la violación de un estuche que contiene oro.

El cuento blanco es inesperadamente el más erótico de todos, inmerso en una luz láctea en la que vemos moverse «doncellas de pechos de jacinto y piernas de plata». Pero es también el relato de la castidad, como trataré de explicar, aunque en el resumen todo se pierda. Un joven que, entre varios rasgos de perfección tiene el de ser casto, ve su jardín invadido por doncellas bellísimas que bailan. Dos de ellas, después de fustigarlo creyéndolo un ladrón (no se excluye cierta complacencia masoquista), lo reconocen como amo, le besan manos y pies y lo invitan a escoger entre ellas la que más le agrade. El espía a las muchachas mientras se bañan, hace su elección y (siempre con ayuda de sus guardianas o «policías» que en todo el relato dirigirán sus movimientos) se encuentra solo con la favorita. Pero en este encuentro y en los siguientes siempre sucede algo en el momento culminante, con lo que el abrazo se frustra: o se hunde el pavimento del recinto, o un gato, por atrapar a un pájaro, cae sobre los dos amantes abrazados, o un ratón roe el tronco de una calabaza y el ruido de la calabaza al caer hace perder al jovencito la inspiración amorosa. Y así sucesivamente hasta la conclusión edificante: el joven comprende que antes debe desposar a la muchacha porque Alá no quiere que peque.

Este motivo del abrazo repetidamente interrumpido está presente también en el cuento popular occidental, pero siempre en clave grotesca: en un cuento de Basile los imprevistos que se suceden se parecen mucho a los de Nezāmi, pero el resultado es un cuadro infernal de miseria humana, sexo-fobia y escatología. El de Nezāmi en cambio es un mundo visionario de tensión y temblor erótico sublimado y al mismo tiempo rico en claroscuros psicológicos, donde el sueño poligámico de un paraíso de huríes se alterna con la realidad íntima de una pareja, y la licencia desencadenada del lenguaje figurado sirve de introducción a las turbaciones de la inexperiencia juvenil.

[1982]

Tirant lo Blanc

El héroe de la primera novela ibérica de caballería, Tirant lo Blanc, entra en escena montado en su caballo y dormido. El caballo se detiene junto a una fuente para beber, Tirant despierta y ve, sentado junto a la fuente, a un ermitaño de barba blanca que está leyendo un libro. Tirant comunica al ermitaño su intención de entrar en la orden de la caballería; el ermitaño, que ha sido caballero, se ofrece para instruir al joven en las reglas de la orden.

Hijo mío —dijo el ermitaño—, toda la

orden está escrita en ese libro, que

algunas veces leo para recordar la gracia

que Nuestro Señor me ha hecho en este

mundo, puesto que honraba y mantenía

la orden de caballería con todo mi poder.

Desde sus primeras páginas la primera novela de caballería de España parece querernos advertir que todo libro de caballería presupone un libro de caballería anterior, necesario para que el héroe se haga caballero.
«Tot l’ordre és en aquest llibre escrit.»
De este postulado se pueden extraer muchas conclusiones, incluso la de que tal vez la caballería nunca existió antes de los libros de caballería, o que directamente sólo existió en los libros.

Se comprende pues cómo el último depositario de las virtudes caballerescas, don Quijote, será alguien que se ha construido a sí mismo y ha construido su mundo exclusivamente a través de los libros. Una vez que cura, barbero, sobrina y ama han entregado a las llamas la biblioteca, la caballería ha terminado. Don Quijote será el último ejemplar de una especie sin continuadores.

En el
auto de fe
casero, el cura párraco salva sin embargo los libros fundadores de la estirpe,
Amadís de Gaula
y
Tirant lo Blanc
, así como los poemas en verso de Boiardo y de Ariosto (en el original italiano, no en traducción, donde pierden «su natural valor»). Respecto de estos libros, a diferencia de otros absueltos porque se consideran conformes a la moral (como
Palmerín de Inglaterra)
, parecería que la indulgencia hubiera tenido sobre todo motivaciones estéticas; ¿pero cuáles? Vemos que las cualidades que cuentan para Cervantes (¿pero hasta qué punto estamos seguros de que las opiniones de Cervantes coinciden con las del cura y el barbero, más que con las de don Quijote?) son la originalidad literaria (el
Amadís
es calificado de «único en su arte») y la verdad humana
(Tirant lo Blanc
es elogiado porque «aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas de que los demás libros de este género carecen»). Por lo tanto Cervantes (la parte de Cervantes que se identifica, etc.) respeta más los libros de caballería cuanto más se sustraen a las reglas del género; ya no es el mito de la caballería lo que cuenta, sino el valor del libro como libro. Un criterio de juicio paralelo al de don Quijote (y de la parte de Cervantes que se identifica con su héroe), quien se niega a distinguir entre los libros y la vida y quiere encontrar el mito fuera de los libros.

¿Cuál será la suerte del mundo novelesco de la caballería cuando el espíritu analítico intervenga para establecer los límites entre el reino de lo maravilloso, el reino de los valores morales, el reino de la realidad verosímil? La repentina y grandiosa catástrofe en que el mito de la caballería se disuelve en los asoleados caminos de La Mancha es un acontecimiento de alcance universal, pero que no tiene análogos en las otras literaturas. En Italia, y más precisamente en las cortes de Italia septentrional, se había producido el mismo proceso durante el siglo precedente en forma menos dramática, como sublimación literaria de la tradición. El ocaso de la caballería había sido celebrado por Pulci, Boiardo y Ariosto en un clima de fiesta renacentista, con acentos paródicos más o menos marcados, pero con nostalgia por la ingenua fabulación popular de los juglares; a los rústicos despojos del imaginario caballeresco nadie atribuía ya otro valor que el de un repertorio de motivos convencionales, pero el cielo de la poesía se abría para acoger su espíritu.

Quizá sea interesante recordar que muchos años antes de Cervantes, en 1526, encontramos ya una hoguera de libros de caballería, o más precisamente una selección de los libros condenados a las llamas y los que se debían salvar. Hablo de un texto verdaderamente menor y poco interesante: el
Orlandino
, breve poema en versos italianos de Teófilo Folengo (famoso, bajo el nombre de Merlín Cocayo, por el
Baldo
, poema en latín macarrónico mezclado con el dialecto de Mantua). En el primer canto del
Orlandino
, Folengo cuenta que una bruja lo llevó volando montado en un carnero a una caverna de los Alpes donde se conservan las verdaderas crónicas de Turpín, legendaria matriz de todo el ciclo carolingio. De la confrontación de las fuentes, resultan verdaderos los poemas de Boiardo, Ariosto, Pulci y del «Ciego de Ferrara», aunque con añadidos arbitrarios.

Ma
Trebisunda, Ancroja, Spagna e Bovo

coll’altro resto al foco sian donate;

apocrife son tutte, e le riprovo

come nemiche d’ogni veritate;

Bojardo, l’Ariosto, Pulci e’l Cieco

autenticati sono, ed io con seco.

[«Mas
Trebisonda, Ancroia, España y Bovo
/ con todo lo demás al fuego vayan; apócrifas son todas y las repruebo / porque de la verdad son enemigas; / Boiardo, Ariosto, Pulci, el Ciego / autorizados son, y yo con ellos.»]

«El verdadero historiador Turpín», citado también por Cervantes, era un punto de referencia habitual en el juego de los poetas caballerescos italianos del Renacimiento. Incluso Ariosto, cuando siente que sus exageraciones son excesivas, se escuda en la autoridad de Turpín.

Il buon Turpin, che sa che dice il vero,

e lascia creder poi quel ch’a l’uom piace,

narra mirabil cose di Ruggiero,

ch’udendolo, il direste voi mendace.

(O.F., XXVI, 23)

[«El buen Turpín sabe que dice la verdad, y deja / que el hombre crea lo que le plazca, / narra cosas maravillosas de Ruggiero / que oyéndolas diríais son falaces.»]

La función del legendario Turpín la atribuirá Cervantes a un misterioso Cide Hamete Benengeli, de cuyo manuscrito árabe sólo sería el traductor. Pero Cervantes opera en un mundo ya radicalmente diferente: para él la realidad debe pactar con la experiencia cotidiana, con el sentido común e incluso con los preceptos de la religión de la Contrarreforma; para los poetas italianos de los siglos XV y XVI (hasta Tasso, excluido, para quien la cuestión se complica), la verdad era todavía fidelidad al mito, como para el Caballero de La Mancha.

Lo vemos también en un epígono como Folengo, a medio camino entre poesía popular y poesía culta: el espíritu del mito, que viene de la noche de los tiempos, está simbolizado por un libro, el de Turpín, que se halla en el origen de todos los libros, libro hipotético, sólo accesible por magia (también Boiardo, dice Folengo, era amigo de las hechiceras), libro mágico además de relato de magia.

En los países de origen, Francia e Inglaterra, la tradición literaria caballeresca se había extinguido antes (en Inglaterra en 1470, siendo su forma definitiva la novela de Thomas Malory, con una nueva encarnación en Spencer y sus hadas isabelinas; en Francia declinó lentamente después de haber conocido la consagración poética más precoz en el siglo XII con las obras maestras de Chrétien de Troyes). El
revival
caballeresco del siglo XVI interesa sobre todo a Italia y España. Cuando Bernal Díaz del Castillo, para expresar la maravilla de los conquistadores frente a las visiones de un mundo inimaginable como el del México de Moctezuma, escribe: «Decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de
Amadís»
, tenemos la impresión de que compara la realidad más nueva con las tradiciones de textos antiquísimos. Pero si nos fijamos en las fechas, vemos que Díaz del Castillo cuenta hechos sucedidos en 1519, cuando el
Amadís
aún podía considerarse casi una novedad editorial... Comprendemos así que el descubrimiento del Nuevo Mundo y la Conquista van acompañados, en el imaginario colectivo, de aquellas historias de gigantes y encantamientos de las que el mercado editorial de la época ofrecía un vasto surtido, así como la primera difusión europea de las aventuras del ciclo francés había acompañado unos siglos antes la movilización propagandista de las cruzadas.

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