Read ¿Por qué leer los clásicos? Online
Authors: Italo Calvino
[«Está París en una gran llanura, / en el centro de Francia y en su pecho: / el río corre dentro, en gran hondura / y sale afuera por lugar no estrecho: / dentro hace una isla que asegura / de la ciudad gran parte, con provecho. / Las otras dos (que en tres está la tierra) / de fuera el foso y dentro el río encierra.
»Y la ciudad, que muchas millas gira, / bien combatir se puede largamente; / pero un revés descubre y rudo tira / al ejército y lo daña malamente: / junto al río Agramante se retira, / para el asalto dar hacia poniente, / que no hay ciudad, ni villa ni campaña / que por ahí sea enemiga, hasta España.»]
Por lo que he dicho se podría creer que en el asedio de París terminan por converger los itinerarios de todos los personajes principales. Pero no es así: de esta epopeya colectiva están ausentes la mayoría de los campeones más famosos; sólo la gigantesca mole de Rodomonte sobresale en la contienda. ¿Dónde se han metido todos los demás?
Es preciso decir que el espacio del poema tiene también otro centro de gravedad, un centro en negativo, una trampa, una especie de torbellino que se va tragando uno por uno a los principales personajes: el palacio encantado del mago Atlante. La magia de Atlante se complace en arquitecturas de ilusionista: en el canto IV hace surgir, entre las montañas de los Pirineos, un castillo de acero y después lo disuelve en la nada; entre los cantos XII y XXII vemos elevarse, no lejos de las costas de La Mancha, un palacio que es un remolino de la nada, en el cual se refractan todas las imágenes del poema.
El propio Orlando, mientras anda en busca de Angélica, es víctima del mismo encantamiento, según un procedimiento que se repite de modo casi idéntico con cada uno de los valientes caballeros: ve cómo raptan a su amada, sigue al raptor, entra en un palacio misterioso, da vueltas y vueltas por recintos y corredores desiertos. >O sea: el palacio está deshabitado por el que es buscado, y sólo poblado por los que buscan.
Los que deambulan por galerías y huecos de escaleras, los que hurgan bajo tapicerías y baldaquinos, son los caballeros cristianos y los moros más famosos: todos han sido atraídos al palacio por la visión de una mujer amada, de un enemigo inalcanzable, de un caballo robado, de un objeto perdido. Y no pueden separarse más de esos muros: si alguien trata de alejarse, se siente reclamado, se vuelve y la aparición en vano perseguida está ahí, la dama que hay que salvar se asoma a una ventana, implora ayuda. Atlante ha dado forma al reino de la ilusión; si la vida es siempre variada, imprevista y cambiante, la ilusión es monótona, remacha siempre el mismo clavo. El deseo es una carrera hacia la nada, el encantamiento de Atlante concentra todas las ansias insatisfechas en el espacio cerrado de un laberinto, pero no cambia las reglas que gobiernan los movimientos de los hombres en el espacio abierto del poema y del mundo.
También Astolfo llega al palacio siguiendo —esto es: creyendo seguir— a un pequeño aldeano que le ha robado el caballo
Rabicano
. Pero con Astolfo no hay encantamiento que valga. Astolfo posee un libro mágico donde se explica todo sobre los palacios de ese tipo. Va derecho a la losa de mármol del umbral: basta levantarla para que todo el palacio se haga humo. En ese momento se le acerca una multitud de caballeros: son casi todos amigos suyos, pero en lugar de darle la bienvenida se ponen en guardia como si quisieran atravesarlo con sus espadas. ¿Qué ha sucedido? El mago Atlante, viéndose mal parado, ha recurrido a un último encantamiento: hacer que Astolfo se aparezca a los diversos prisioneros como el adversario en pos del cual cada uno de ellos ha entrado en el palacio. Pero a Astolfo le basta soplar su cuerno para disipar a mago, magia y víctimas de la magia. El palacio, telaraña de sueños, deseos y envidias, se deshace: es decir, deja de ser un espacio exterior a nosotros, con puertas, escaleras y muros, para volver a esconderse en nuestras mentes, en el laberinto de los pensamientos. Atlante vuelve a dar libre curso a los personajes que había secuestrado en las vías del poema. ¿Atlante o Ariosto? El palacio encantado resulta ser una astuta estratagema estructural del narrador que, dada la imposibilidad material de desarrollar contemporáneamente una gran cantidad de historias paralelas, siente la necesidad de sustraer de la acción a los personajes durante algunos cantos, de reservar algunas cartas para continuar su juego y sacarlas a relucir en el momento oportuno. El mago que quiere retardar el cumplimiento del destino y el poeta-estratega, que ora aumenta ora reduce la fila de los personajes en acción, ora los agrupa ora los dispersa, se superponen hasta identificarse.
La palabra «juego» ha aparecido varias veces en nuestro discurso. Pero no hemos de olvidar que los juegos, tanto los infantiles como los de los adultos, tienen siempre un fundamento serio: son sobre todo técnicas de adiestramiento de facultades y actitudes que serán necesarias en la vida. El de Ariosto es el juego de una sociedad que se siente elaboradora y depositaria de una visión del mundo, pero siente también que el vacío se abre bajo sus pies, con crujidos de terremoto.
El canto XLVI, el último, se abre con la enumeración de una multitud de personas que constituyen el público en el que Ariosto pensaba cuando escribía su poema. Esta es la verdadera dedicatoria del
Furioso
, más que la reverencia obligada al cardenal Hipólito de Este, la
«generosa erculea prole»
[«la generosa, hercúlea progenie»] a la que va dirigido el poema, al iniciarse el primer canto.
La nave del poema está llegando a puerto y en el muelle la esperan las damas más bellas y gentiles de las ciudades italianas, y los caballeros, los poetas, los hombres doctos. Lo que hace Ariosto es trazar una reseña de nombres y rápidos perfiles de sus contemporáneos y amigos: una definición de su público perfecto y al mismo tiempo una imagen de la sociedad ideal. Por una especie de inversión estructural el poema sale de sí mismo y se mira a través de los ojos de sus lectores, se define a través del censo de sus destinatarios. Y a su vez el poema es 1o que sirve como definición o emblema para la sociedad de los lectores presentes o futuros, para el conjunto de personas que participarán en su juego, que se reconocerán en él.
[1974]
Con motivo del quinto centenario de Ariosto me preguntan qué ha significado para mí el
Furioso
. Pero señalar dónde, cómo y en qué medida mi predilección por este poema ha dejado su huella en lo que he escrito, me obliga a volver sobre un trabajo ya hecho, mientras que para mí el espíritu ariostesco siempre ha significado impulso hacia adelante, no volverme hacia atrás. Y, además, creo que las huellas de esa predilección son bastante visibles como para que el lector pueda encontrarlas solo. Prefiero aprovechar la ocasión para hojear nuevamente el poema y, dejándome llevar un poco por la memoria y un poco por el azar, tratar de hacer mi antología personal de octavas.
La quintaesencia del espíritu de Ariosto se encuentra para mí en los versos que preanuncian una nueva aventura. Esta situación se manifiesta en varias ocasiones por el acercamiento de una embarcación a la orilla donde el héroe se encuentra por casualidad (IX, 9):
Con gli occhi cerca or questo lato or quello
lungo le ripe il paladin, se vede
(quando né pesce egli non è, né augello)
come abbia a por ne l’altra ripa il piede:
et ecco a sé venir vede un battello,
su le cui poppe una donzella siede,
che di volere a lui venir fa segno;
né lascia poi ch’arrivi a terra il legno.
[«Va con los ojos por allí buscando / por do pueda pasar la gran ribera; / pues no es pez ni es ave que, volando, / pasar al otro cabo así pudiera. / Un batel vio venir por él, remando, / en cuya popa una doncella viera: / hacia él venir señala alegremente, / mas llegando, acercarse no consiente.»]
Yo hubiera querido hacer un estudio, y si no lo hago otro puede hacerlo en mi lugar, sobre esta situación: una orilla de mar o de río, un personaje en la orilla y una barca a breve distancia, portadora de una noticia o de un encuentro del que nace la nueva aventura. (A veces es lo contrario: el héroe está en la barca y el encuentro es con un personaje que está en la orilla.) Una reseña de los pasajes que narran situaciones análogas culminaría en una octava de pura abstracción verbal, casi un
limerick
(XXX, 10):
Quindi partito, venne ad una terra,
Zizera detta, che siede allo stretto
di Zibeltarro, o vuoi Zibelterra,
che l’uno o l’altro nome le vien detto;
ove una barca che sciogliea da terra
vide piena di gente da diletto
che solazzando all’aura matutina,
gìa per la tranquillissima marina.
[«De allí partido, llega en una tierra, / Zisera dicha, puesta en el estrecho / de Zibeltarro, si quier, de Zibelterra, / que un nombre y otro tiene por derecho. / Aquí una barca vio salir de tierra, / llena de gente en fiesta, sin despecho: / solazando a la fresca alba divina / iba por la amenísima marina.»]
Entro así en otro tema de estudio que me gustaría hacer, pero que probablemente ya se ha hecho: la toponimia del
Furioso
, que siempre trae consigo una ráfaga de
nonsense
. La toponimia inglesa es sobre todo la que proporciona el material verbal que más divierte a Ariosto, calificándolo como el primer anglómano de la literatura italiana. Se podría destacar en particular cómo los nombres de sonido extravagante ponen en movimiento un mecanismo de extravagantes imágenes. Por ejemplo, en la charadas heráldicas del canto X aparecen visiones a la manera de Raymond Roussel (X, 81):
Il falcon che sul nido i vanni inchina,
porta Raimondo, il conte de Devonia.
Il giallo e il negro ha quel di Vigorina;
il can quel d’Erba; un orso quel d’Osonia.
La croce che là vedi cristallina,
è del ricco prelato di Battonia.
Vedi nel bigio una spezzata sedia:
è del duca Ariman di Sormosedia.
[«Halcón que sobre el nido el ala inclina, / es del conde Reymundo de Devonia. / Amarillo y negro es de Vegarina; / Del de Erbia el perro, el oso del de Osonia. / La cruz que ves tan clara y cristalina, / es del rico prelado de Batonia; / rota una silla en pardo casi media / es del duque Ariman de Sormosedia.»]
Como rimas insólitas, recordaré la estancia 63 del canto XXXII en la que Bradamante abandona la toponimia africana para entrar en las intemperies invernales que envuelven el castillo de la reina de Islandia. En un poema en general climáticamente estable como el
Furioso
, este episodio —que se inicia con la excurión climática más brusca contenida en el espacio de una octava— descuella por su atmósfera lluviosa:
Leva al fin gli occhi, e vede il sol che ‘l tergo
avea mostrato alle città di Bocco,
e poi s’era attuffato, come il mergo,
in grembo alla nutrice oltr’a Marocco:
e se disegna che la frasca albergo
le dia ne’ campi, fa pensier di sciocco;
che soffia un vento freddo, e l’aria grieve
pioggia la notte le minaccia o nieve.
[«Los ojos alza y ve cómo desvía / de la ciudad de Boco el sol la frente / y detrás de Marruecos se envolvía / en el manto de Tetis prestamente. / Si en el campo albergan la noche fría / se piensa, no lo mira sabiamente: / que sopla el frío viento y va aumentando, / a nieve y agua fría amenazando.»]
La metáfora más complicada, creo, pertenece al registro petrarquesco, pero Ariosto introduce en ella toda su necesidad de movimiento, de modo que esta estrofa alcanza también, a mi juicio, la primacía de un máximo de dislocaciones espaciales para definir un estado de ánimo sentimental (XXXII, 21):
Me di che debbo lamentarmi, ahi lassa,
fuor che del mio desire irrazionale?
ch’alto mi leva, e sì nell’aria passa,
ch’arriva in parte ove s’abbrucia l’ale;
poi non potendo sostener, mi lassa
dal ciel cader: né qui finisce il male;
che le rimette, e di nuovo arde: ond’io
non ho mai fine al precipizio mio.
[«¿De quién, ay, ventura, tendré queja / sino de mi deseo que me extrema / y tan alta me sube allá y me aleja / que llega donde él a la fe quema? / Y no pudiendo sostenerme deja / caer el cielo, y no acaba su tema, que de nuevo la cría, de nuevo enciende / y así a ver fin mi alma nunca desciende.»]
Aún no he ejemplificado la octava erótica, pero los ejemplos más egregios son todos muy conocidos, y con el deseo de hacer una selección más peregrina, termino por caer en algún verso un poco pesado. La verdad es que en los momentos sexualmente culminantes el padano Ariosto pierde pie y la tensión desaparece. Incluso en el episodio de efectos eróticos más sutiles, que es el de Fiordispina y Ricciardetto (canto XXV), la finura está más en el relato y en la vibración general que en la multiplicación de miembros entreverados como en una estampa japonesa:
«Non con più nodi i flessuosi acanti>
le colonne circondano e le travi,
di quelli con che noi legammo stretti
e colli e fianchi e braccia e gambe e petti».
[«No en tantos nudos el flexuoso acante / abraza tantos árboles umbrosos, / cuanto los que teníamos de hecho / en cuello, brazos, piernas, lado y pecho.»]
El verdadero momento erótico para Ariosto no es el de la consumación sino el de la espera, el azoramiento inicial, los preámbulos. Entonces es cuando alcanza los momentos más altos. El desnudamiento de Alcina es conocidísimo, pero siempre corta la respiración (VII, 28):
Ben che né gonna né faldiglia avesse;
che venne avolta in un leggier zendado
che sopra una camicia ella si messe,
bianca e suttil nel più escellente grado.
Come Ruggiero abbracciò lei, gli cesse
il manto; e restò il vel suttile e rado,
che non copria dinanzi né di dietro,
più che le rose o i gigli un chiaro vetro.
[«Bien que saya o faldilla no trajera, / en un cendal venía cobijada, / que sobre camisa lo pusiera, / blanquísima, sutil y perfumada. / Abrazándola, el manto se cayera, / y quedó en la camisa tan delgada: / que ya no la cubría sino raro, / cual lirio y rosas en cristal muy claro.»]