Read ¿Por qué leer los clásicos? Online
Authors: Italo Calvino
Nace pues, este fundador de la novela moderna, muy lejos del terreno de la literatura culta (que en Inglaterra tenía entonces su supremo moderador en el clasicista Pope), en medio de la proliferante producción libresca comercial que se dirigía a un público de mujeres del pueblo, verduleros, mesoneros, camareros, marineros, soldados. Aun cuidando de halagar los gustos de ese público, tal literatura tenía siempre un escrúpulo, quizá no del todo hipócrita, de hacer obras de educación moral, y Defoe está lejos de ser indiferente a esta exigencia. Pero no son las prédicas edificantes, por lo demás genéricas y apresuradas, con que de vez en cuando se adornan las páginas del
Robinson
, las que hacen de él un libro de robusta osamenta moral, sino el modo directo y natural en que unas costumbres y una idea de la vida, una relación del hombre con las cosas y las posibilidades que tiene en sus manos, se expresan en imágenes.
Y no se puede decir que un origen tan «práctico» de libro proyectado como «negocio» vaya en desdoro de éste, que será considerado como la auténtica Biblia de las virtudes mercantiles e industriales, la epopeya de la iniciativa individual.
Tampoco está en contradicción con la vida de Defoe, con su contrastada figura de predicador y aventurero (primero comerciante, testaferro en fábricas de calzas y de ladrillos, comprometido en bancarrotas, impulsor y consejero del partido
whig
que apoyaba a Guillermo de Orange, panfletista en favor de los «disidentes», aprisionado y salvado por el ministro Robert Harley, un
tory
moderado de quien se hace portavoz y agente secreto, fundador y único redactor del diario
The Review
, por lo que se lo definió como «inventor del periodismo moderno», acercándose nuevamente, después de la caída de Harley, al partido
whig
y después de nuevo al
tory
, hasta la crisis que lo transformó en novelista), esa mezcla de aventura, espíritu práctico y compunción moralista que serán dotes basilares del capitalismo anglosajón de este lado del Atlántico y del otro.
Una segura vena de narrador de invenciones solía aflorar ya en los anteriores escritos de Defoe, sobre todo en ciertas narraciones de hechos de actualidad o de historia, que él cargaba de detalles fantásticos, y en las bibliografías de hombres ilustres, basadas en testimonios apócrifos.
A partir de estas experiencias, Defoe se pone a escribir su novela. La cual, sin salir de la tesitura autobiográfica, narra no sólo las aventuras del naufragio y de la isla desierta, sino que comienza
ab ovo
y avanza hasta la vejez del protagonista, también aquí con un pretexto moralista, de un nivel pedagógico, a decir verdad, demasiado limitado y elemental para ser tomado en serio: la obediencia al progenitor, la superioridad de la medianía, del modesto vivir burgués con respecto a todos los espejismos de audaces fortunas. Por haber transgredido estas enseñanzas, Robinson se atraerá muchas desgracias.
Después de once años de absoluta soledad entre las cabras, los gatos nacidos de las bodas de los gatos de a bordo, los salvajes y el papagallo, que todavía le permite emplear y escuchar palabras inteligibles, la huella de un pie desnudo en la playa lo sume de pronto en el terror. Durante más de dos años vive atrincherado en su fortín: la isla es visitada periódicamente por tribus de caníbales que llegan en canoa para consumar sus impíos banquetes. Un prisionero condenado a morir intenta fugarse; Robinson lo salva matando a tiros a sus perseguidores: será Viernes, su fiel servidor y discípulo.
Salvados también de los caníbales, se añaden a la colonia otros dos súbditos: un náufrago español y un viejo salvaje que, vaya casualidad, es el padre de Viernes. En la isla desembarca después un grupo de marineros ingleses amotinados que quieren matar a sus oficiales. Liberados los oficiales, se libra en la isla una batalla de astucias y maniobras para reconquistar el barco de manos de los amotinados; en él Robinson puede regresar a la patria. Recuperados sus bienes en Brasil, se descubre de pronto riquísimo y el curso de sus negocios le ofrece una vez más la ocasión de una aventura sorprendente: una travesía invernal de los Pirineos, con Viernes como cazador de lobos y de osos.
Tan alejado de la hinchazón del siglo XVII como del colorido patético que tomará la narrativa inglesa del XVIII, el lenguaje de Defoe (y aquí la primera persona del marinero-comerciante capaz de alinear en columna como en un libro mayor incluso lo «malo» y lo «bueno» de su situación, y de llevar una contabilidad aritmética de los caníbales muertos, resulta ser un expediente poético, aun antes que práctico) es de una sobriedad, de una economía que, a semejanza del estilo «de código civil» de Stendhal, podríamos definir como «de relación comercial». Como una relación comercial o un catálogo de mercancías y herramientas, la prosa de Defoe es desnuda y al mismo tiempo detallada hasta el escrúpulo. La acumulación de detalles intenta persuadir al lector de la verdad del relato, pero expresa también de manera inmejorable el sentimiento de la importancia de cada objeto, de cada operación, de cada gesto en la situación del náufrago (así como en
Moll Flanders
y en el
Coronel Jack
el ansia y la alegría de la posesión se expresarían en la lista de objetos robados). Minuciosas hasta el escrúpulo son las descripciones de las operaciones manuales de Robinson: cómo excava su casa en la roca, la rodea de una empalizada, construye una barca que después no consigue transportar hasta el mar, aprende a modelar y a cocer vasijas y ladrillos. Por este empeño y placer en referir las técnicas de Robinson, Defoe ha llegado hasta nosotros como el poeta de la paciente lucha del hombre con la materia, de la humildad, dificultad y grandeza del hacer, de la alegría de ver nacer las cosas de nuestras manos. Desde Rousseau hasta Hemingway, todos los que nos han señalado como prueba del valor humano la capacidad de medirse, de lograr, de fracasar al «hacer» una cosa, pequeña o grande, pueden reconocer en Defoe a su primer maestro.
Robinson Crusoe
es indudablemente un libro para releer línea por línea, haciendo cada vez nuevos descubrimientos. Su manera de despachar en pocas frases, en los momentos cruciales, todo exceso de autocompasión o de exultación para pasar a las cuestiones prácticas (como cuando, apenas comprende que es el único de toda la tripulación que se ha salvado —«en realidad, de ellos, no vi traza alguna, salvo tres sombreros, un gorro y dos zapatos desparejados»—, después de dar las gracias rápidamente a Dios echa una mirada a su alrededor y se pone a estudiar su situación), puede parecer en contraste con el tono de homilía de algunas páginas anteriores, después de una enfermedad que lo ha devuelto a la religión.
Pero la conducta de Defoe es en el
Robinson
y en las novelas posteriores bastante parecida a la del hombre de negocios respetuoso con las normas, que a la hora de los oficios va a la iglesia y se golpea el pecho, y después se apresura a salir para no perder tiempo de trabajo. ¿Hipocresía? Es demasiado abierto y vital para merecer esa acusación; conserva, aun en sus bruscas alternativas, un fondo de salud y de sinceridad que le da su sabor inconfundible.
Cuando encuentra en el barco semihundido las monedas de oro y de plata no nos ahorra un pequeño monólogo «en voz alta» sobre la vanidad del dinero, pero apenas cierra las comillas del monólogo: «sin embargo, pensándolo mejor, me las llevé».
A veces, sin embargo, la vena de humorismo llega hasta los campos de batalla de las controversias político-religiosas de la época, como cuando asistimos a las discusiones del salvaje que no puede concebir la idea del diablo y del marinero que no sabe explicársela. O como en aquella situación de Robinson, rey de «tres únicos súbditos que eran de tres religiones diferentes. Mi Viernes era protestante, su padre pagano y caníbal, y el español papista. Por consiguiente, concedí libertad de conciencia en todos mis dominios». Pero sin hacer siquiera un leve subrayado irónico como éste, nos presenta una de las situaciones más paradójicas y significativas del libro: Robinson, después de haber suspirado durante tantos años por volver al contacto con el resto del mundo, cada vez que ve aparecer una presencia humana alrededor de la isla, siente que se multiplican los peligros para su vida; y cuando se entera de la existencia de un grupo de náufragos españoles en una isla vecina, tiene miedo de unirse a ellos porque teme que lo quieran entregar a la Inquisición.
Incluso a las orillas de la isla desierta, junto a la desembocadura del gran río Orinoco, llegan las corrientes de ideas, de pasiones y de cultura de la época. Sin duda, aun cuando en su tentativa de narrador de aventuras Defoe apunte al horror de las descripciones de canibalismo, no le eran ajenas las reflexiones de Montaigne sobre los antropófagos (las mismas que ya habían dejado su huella en Shakespeare, en la historia de otra isla misteriosa, la de
La tempestad)
, sin las cuales quizá Robinson no hubiera llegado a la conclusión de que aquellas personas no eran asesinos sino hombres de una civilización diferente, que obedecían a sus leyes, no peores que las usanzas guerreras del mundo cristiano.
[1955]
Personajes filiformes, animados por una bulliciosa movilidad, se alargan, se retuercen en una zarabanda de una ligereza punzante: así ilustraba Paul Klee el
Cándido
en 1911, dando forma visual —y casi diría musical— a la alegría energética que este libro —más allá de su espesa envoltura de referencias a una época y a una cultura— sigue comunicando al lector de nuestro siglo.
Hoy lo que más nos encanta en el
Cándido
no es el «cuento filosófico», no es la sátira, no es el espectáculo de una moral o de una visión del mundo que va tomando forma: es el ritmo. Con velocidad y ligereza, una sucesión de desgracias, suplicios, masacres corre por las páginas, rebota de un capítulo a otro, se ramifica y multiplica sin provocar en la emotividad del lector otro efecto que el de una vitalidad divertida y primordial. Si bastan las tres páginas del capítulo VIII para que Cunegunda relate cómo, después de que su padre, madre y hermano fueran despedazados por los invasores, fue violada, despanzurrada, curada, obligada a hacer de lavandera, objeto de contrato en Holanda y Portugal, compartida en días alternos por dos protectores de diferente religión, para al fin presenciar el auto de fe las víctimas del cual son Pangloss y Cándido y juntarse de nuevo con este último, menos de dos páginas del capítulo IX bastan para que Cándido se encuentre con dos cadáveres en las manos y Cunegunda pueda exclamar: «¿Cómo has hecho, tú que has nacido tan manso, para matar en dos minutos a un judío y un prelado?». Y cuando la vieja criada debe explicar por qué tiene una sola nalga, después de haber empezado a contar su vida diciendo que era hija de un papa, cómo a los trece años de edad, en el término de tres meses, había sufrido la miseria, la esclavitud, cómo había sido violada casi todos los días, cómo había visto cortar a su madre en cuatro pedazos, cómo había soportado el hambre y la guerra, y moría de peste en Argel, cuando llega a contar el asedio de Azof y el insólito recurso alimentario que los jenízaros hambrientos encuentran en las nalgas femeninas, pues bien, entonces las cosas se alargan más, precisan dos capítulos enteros, digamos seis páginas y media.
El gran hallazgo de Voltaire humorista es el que llegará a ser uno de los efectos más seguros del cine cómico: la acumulación de desastres que se suceden a gran velocidad. Y no faltan las repentinas aceleraciones de ritmo que llevan al paroxismo el sentimiento del absurdo: cuando la serie de desventuras, ya velozmente narradas en su exposición «en extenso», se repiten en un resumen contado a todo vapor. Es un gran cinematógrafo mundial el que Voltaire proyecta en sus fulminantes fotogramas, es la vuelta al mundo en ochenta páginas que lleva a Cándido de la Westfalia natal a Holanda, Portugal, América del Sur, Francia, Inglaterra, Venecia, Turquía, y se ramifica en supletorias vueltas al mundo de los personajes comprimarios masculinos y sobre todo femeninos, presas fáciles de piratas y mercaderes de esclavos entre Gibraltar y el Bósforo. Sobre todo un gran cinematógrafo de la actualidad mundial: las aldeas asoladas en la guerra de los Siete Años entre prusianos y franceses (los «búlgaros» y los «ávaros»), el terremoto de Lisboa de 1755, los autos de fe de la Inquisición, los jesuitas del Paraguay que rechazan el dominio español y portugués, las míticas riquezas de los incas, y algún
flash
más rápido sobre el protestantismo en Holanda, la expansión de la sífilis, las guerras intestinas de Marruecos, la explotación de los esclavos negros en la Guyana, dejando cierto margen para las crónicas literarias y mundanas de París y para las entrevistas a los muchos reyes destronados del momento, reunidos en el carnaval de Venecia.
Un mundo que anda dando tumbos, en que nadie se salva en ninguna parte, si se exceptúa el único país sabio y feliz, El Dorado. La conexión entre felicidad y riqueza debería excluirse, dado que los incas ignoran que el polvo de oro de sus calles y los pedruscos de diamante tienen tanto valor para los hombres del Viejo Mundo: y sin embargo, qué casualidad, Cándido encuentra una sociedad sabia y feliz justamente entre los yacimientos de metales preciosos. Allí finalmente Pangloss podría tener razón, el mejor de los mundos posibles podría ser realidad: sólo que El Dorado está escondido entre las cordilleras más inaccesibles de los Andes, tal vez en un desgarrón del mapa geográfico: es un no-lugar, una utopía.
Pero si ese Bengodi es tan impreciso y tan poco convincente como ocurre con las utopías, el resto del mundo, con sus agobiantes tribulaciones, aunque se narren a la ligera, no está en modo alguno representado de manera convencional. «¡Al precio de esto coméis azúcar en Europa!», dice el negro de la Guyana holandesa, después de informar en pocas líneas sobre sus suplicios; y la cortesana, en Venecia: «Ah, señor, si pudierais imaginar lo que es tener que acariciar indiferentemente a un viejo comerciante, un abogado, un cura, un gondolero, un abate; estar expuesta a todos los insultos, a todas las afrentas; verte con frecuencia obligada a pedir prestada una falda para que te la quite un hombre repulsivo; que alguien te robe lo que has ganado con otro; ser esquilmada por un oficial de justicia y no tener otra perspectiva que una horrenda vejez, un hospital, un estercolero...».