¿Por qué leer los clásicos? (17 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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Este método stendhaliano, fundado en la vivencia individual en su irrepetible singularidad, se contrapone a la filosofía que tiende a la generalización, a la universalidad, a la abstracción, al diseño geométrico; pero también se contrapone al mundo de la novela visto como un mundo de energías corpóreas y unívocas, de líneas continuas, de flechas vectoriales orientadas hacia un fin, en la medida en que quiere ser conocimiento de una realidad que se manifiesta bajo la forma de pequeños acontecimientos localizados e instantáneos. Estoy tratando de definir esa atención cognitiva stendhaliana como independiente de su objeto; en realidad lo que Beyle quiere conocer es un objeto psicológico, la naturaleza de las pasiones, más aún, de la pasión por excelencia: el amor. Y
Del amor
es el tratado que el todavía anónimo autor escribe en Milán para sacar provecho de la experiencia de su amor milanés más largo y desdichado: el que sintió por Matilde Dembowski. Pero nosotros podemos tratar de extraer de
Del amor
lo que hoy en la filosofía de la ciencia se llama un «paradigma», y ver si vale no sólo para la psicología amorosa sino también para todos los aspectos de la visión stendhaliana del mundo.

En uno de los prefacios a
Del amor
leemos:

«L’amour est comme ce qu’on appelle au ciel la voie lactée, un amas brillant formé par des milliers de petites étoiles, dont chacune est souvent une nébuleuse. Les livres ont noté quatre ou cinq cents des petits sentiments successifs et si difficiles à reconnaître qui composent cette passion, et les plus grossiers, et encore en se trompant et prenant l’accesoire pour le principal». (De l’amour, Premier essai de préface,
Ed. de Cluny, 1938, pág. 26.
)

[«El amor es como lo que se llama en el cielo la Vía Láctea, un montón brillante formado por miles de pequeñas estrellas, cada una de las cuales es con frecuencia una nebulosa. Los libros han señalado cuatrocientos o quinientos pequeños sentimientos sucesivos, muy difíciles de reconocer, que componen esta pasión, y los más groseros, y aún así equivocándose y tomando lo accesorio por lo principal.»]

El texto prosigue polemizando en torno a las novelas del siglo XVIII, entre ellas
La nueva Eloísa
y
Manon Lescaut
, así como en la página precedente había refutado la pretensión de los filósofos de describir el amor como una figura geométrica, por complicada que fuese.

Digamos pues que la realidad, el conocimiento de la cual Stendhal quiere fundar, es puntiforme, discontinua, inestable, un polvillo de fenómenos no homogéneos, aislados unos de otros, subdivisible a su vez en fenómenos todavía más menudos.

En el comienzo del tratado se diría que el autor aborda su tema con el espíritu clasificatorio y catalogador que en los mismos años llevaba a Charles Fourier a redactar sus minuciosos cuadros sinópticos de las pasiones con vistas a sus armónicas satisfacciones combinatorias. Pero el espíritu de Stendhal es totalmente opuesto a un orden sistemático y escapa de él continuamente aun en éste que quisiera ser su libro más ordenado; su rigor es de otro tipo; su discurso se organiza en torno a una idea fundamental: lo que él llama la cristalización, y desde allí se propaga explorando el campo de significados que se extiende bajo la nomenclatura amorosa, así como las áreas semánticas limítrofes del
bonheur
y de la
beauté
.

Incluso el
bonheur
, cuanto más se intenta abarcarlo en una definición consistente, más se disuelve en una galaxia de instantes separados uno de otro, igual que el amor. Porque (como se dice ya en el capítulo II)
«[...] l’âme se rassassie de tout ce qui est uniforme, même du bonheur parfait»
[«el alma se sacia de todo lo que es uniforme, aun de la felicidad perfecta»], y en una nota se precisa:
«Ce qui veut dire que la même nuance d’existence ne donne qu’un instant de bonheur parfait; mais la manière d’être d’un homme passionné change dix fois par jour». (De l’amour
, cap. II, ed. cit., pág. 44.) [«Lo que quiere decir que el mismo matiz de existencia no da sino un instante de felicidad perfecta; pero la manera de ser de un hombre apasionado cambia diez veces por día.»]

Sin embargo ese
bonheur
pulviscular es una entidad cuantificable, numerable según precisas unidades de medida. De hecho leemos en el capítulo XVII:

«Albéric rencontre dans une loge une femme plus belle que sa maîtresse: je supplie qu‘on me permette une évaluation mathématique, c’est à dire dont les traits promettent trois unités de bonheur au lieu de deux (je suppose que la beauté parfaite donne une quantité de bonheur exprimée par le nombre quatre). Est-il étonnant qu’il leur préfère les traits de sa maîtresse, qui lui promettent cent unités de bonheur?». (De l’amour,
cap. XVII, ed. cit., pág. 71.
)

[«Alberico encuentra en un palco a una mujer más bella que su amante: le suplico que me permita hacer una evaluación matemática, es decir una mujer cuyos rasgos prometan tres unidades de felicidad en lugar de dos (supongo que la belleza perfecta da una cantidad de felicidad expresada por el número cuatro). ¿Es sorprendente que él prefiera los rasgos de su amante, que le prometen cien unidades de felicidad?»]

Vemos en seguida que la matemática de Stendhal se vuelve inmediatamente muy complicada: la cantidad de felicidad es por una parte una magnitud objetiva, proporcional a la cantidad de belleza; por la otra, es una magnitud subjetiva, en su proyección en la escala hipermétrica de la pasión amorosa. No por nada este capítulo XVII, uno de los más importantes de nuestro tratado, se titula
La belleza destronada por el amor
.

Pero incluso por la
beauté
pasa la línea invisible que divide todo signo, y podemos distinguir en ella un aspecto objetivo —por lo demás, difícil de definir— de cantidad de belleza absoluta y el aspecto subjetivo de lo que es bello para nosotros, compuesto de «toda nueva belleza que se descubre en aquel a quien se ama». La primera definición de belleza que da el tratado, en el capítulo IX, es «una nueva aptitud para daros placer»
(«Une fois la cristallisation commencée, l’on jouit avec délices de chaque nouvelle beauté que l’on découvre dans ce qu’on aime. Mais qu’est-ce que la beauté? C’est une nouvelle aptitude à vous donner du plaisir.» De l’amour
, cap. XI, ed. cit., pág. 61). Sigue una página sobre la relatividad de lo que es belleza, ejemplificada por dos personajes ficticios del libro: para Del Rosso el ideal de belleza es una mujer que en cada instante sugiere el placer físico; para Lisio Visconti debe incitar al amor-pasión.

Si pensamos que tanto Del Rosso como Lisio son personificaciones de dos disponibilidades psicológicas del autor, las cosas se complican aún más, porque el proceso de desmenuzamiento invade también al sujeto. Pero aquí entramos en el tema de la multiplicación del yo stendhaliano a través de los seudónimos. También el yo puede convertirse en una galaxia de yoes; «la máscara debe ser una sucesión de máscaras y la seudonimia una “polinimia” sistemática», dice Jean Starobinski en su importante ensayo sobre
Stendhal seudónimo
.

Pero no nos internemos por ahora en este territorio y consideremos al sujeto enamorado como alma singular e indivisible. Tanto más cuanto que justamente en ese punto hay una nota que precisa la definición de la belleza en tanto belleza mía, es decir belleza para mí:
«Ma beauté, promesse d’un caractère utile à mon âme, est au-dessus de l’atraction des sens». (De l’amour
, nota 2, cap. XI, ed. cit., pág. 61) [«promesa de un carácter útil para mi alma [...] por encima de la atracción de los sentidos»]. Aparece aquí el término «promesa» que en una nota al capítulo XVII caracteriza la definición que llegará a ser más famosa:
la beauté est la promesse du bonheur
.

Sobre esta frase, sus antecedentes y presupuestos y sus ecos hasta Baudelaire, hay un ensayo muy rico de Giansiro Ferrata (G. Ferrata,
«Il valore e la forma», Questo e Altro
, VIII, junio de 1964, págs. 11-23) que ilumina el punto central de la teoría de la cristalización, es decir la transformación de un detalle negativo del ser amado en polo de atracción. Recordaré que la metáfora de la cristalización viene de las minas de Salzburgo, donde se arrojan ramas sin hojas para retirarlas unos meses después cubiertas de cristales de sal gema que relucen como diamantes. La rama tal como era sigue siendo visible, pero cada nudo, cada tallo, cada espina sirve de soporte a una belleza transfigurada; así la mente amorosa fija cada detalle del ser amado en una transfiguración sublime. Y aquí Stendhal se detiene en un ejemplo muy singular que parece tener para él un gran valor, tanto en un plano teórico general como en el plano de la experiencia vivida: la
marque de petite vérole
en el rostro de la mujer amada.

«Même les petits défauts de sa figure, une marque de petite vérole, par exemple, donnent de l’attendrissement à l’homme qui aime, et le jettent dans une rêverie profonde, lorsqu’il les aperçoit chez une autre femme [...]. C’est qu’il a éprouvé mille sentiments en présence de cette marque de petite vérole, que ces sentiments sont pour la plupart délicieux, sont tous du plus haut intérêt, et que, quels qu’ils soient, ils se renouvellent avec une incroyable vivacité, à la vue de ce signe, même aperçu sur la figure d’un autre femme.» (De l’amour,
cap. XVII, ed. cit, pág. 71.
)

[«Aun los pequeños defectos de su rostro, una marca de viruela, por ejemplo, enternecen al hombre que ama, y lo sumen en un ensueño profundo cuando los ve en otra mujer [...]. Es que en presencia de esa marca de viruela ha experimentado mil sentimientos, que esos sentimientos son en su mayoría deliciosos, todos del mayor interés, y que, cualesquiera que sean, se renuevan con una increíble vivacidad, a la vista de ese signo, aunque aparezca en la cara de otra mujer.»]

Se diría que todos los discursos de Stendhal sobre la belleza giran en torno a la
marque de petite vérole
, casi como si sólo a través de ese atisbo de fealdad absoluta que es una cicatriz pudiera llegar a la contemplación de la belleza absoluta. Así también se diría que toda su casuística de las pasiones gira en torno a la situación más negativa, la del «fiasco» de la potencia viril, casi como si todo el tratado
Del amor
gravitara en torno al capítulo
Del fiasco
y que el libro no hubiese sido escrito sino para llegar a ese famoso capítulo que el autor no se atrevió a publicar y que sólo vio la luz postumamente.

Stendhal entra en materia citando el ensayo de Montaigne sobre el mismo tema, pero mientras que para Montaigne éste es un ejemplo dentro de una meditación general sobre los efectos físicos de la imaginación, e inversamente, sobre la
indocile liberté
de las partes del cuerpo que no obedecen a la voluntad —un discurso que anticipa a Groddeck y las modernas problemáticas del cuerpo—, para Stendhal, que procede siempre por subdivisión y no por generalización, se trata de desenredar un nudo de procesos psicológicos, amor propio y sublimación, imaginación y pérdida de la espontaneidad. El momento más deseado por él, eterno enamorado, la primera intimidad con una nueva conquista, puede convertirse en el momento más angustioso; pero justamente, en la conciencia de ese atisbo de negatividad absoluta, de ese torbellino de oscuridad y de nada, se puede fundar justamente el conocimiento.

Y partiendo de aquí podríamos imaginar un diálogo entre Stendhal y Leopardi, un diálogo leopardiano en el que Leopardi exhortase a Stendhal a sacar de las experiencias vividas las conclusiones más amargas sobre la naturaleza. No faltaría el pretexto histórico, dado que los dos se encontraron realmente, en Florencia, en 1832. Pero podemos imaginar también las reacciones de Stendhal, sobre la base por ejemplo de las páginas de
Rome, Naples et Florence
referentes a las conversaciones intelectuales milanesas de quince años antes (1815), en las que expresa el desapego escéptico del hombre de mundo y concluye que en sociedad siempre consigue caer antipático a los filósofos, cosa que no le ocurre con las damas hermosas. De modo que Stendhal se habría sustraído rápidamente al diálogo leopardiano para seguir el camino de quien no quiere perder nada ni de los placeres ni de los dolores porque la variedad inagotable de situaciones que de ello derivan basta para dar interés a la vida.

Por eso, si queremos leer
Del amor
como un «discurso del método», nos es difícil encuadrar este método entre los que se practicaban en su época. Pero tal vez podamos hacerlo entrar en ese «paradigma indiciado» que un joven historiador italiano (C. Ginzburg,
Spie Radici di un paradigma indiziario
, en
Crisi della ragione
, al cuidado de A. Gargani, Turín, Einaudi, 1979, págs. 59-106) ha tratado de identificar recientemente en las ciencias humanas de las dos últimas décadas del siglo pasado. Se puede trazar una larga historia de este saber indiciario, basado en la semiótica, en la atención a las trazas, a los síntomas, a las coincidencias involuntarias, que privilegia el detalle marginal, las desviaciones, eso que habitualmente la conciencia se niega a recoger. No estaría fuera de lugar situar en este cuadro a Stendhal, su conocimiento puntiforme que conecta lo sublime con lo ínfimo, el
amour-passion
con la
marque de petite vérole
, sin excluir que el rastro más oscuro puede ser el signo del destino más luminoso. A este programa de método enunciado por el anónimo autor del tratado
Del amor
, ¿podemos decir que se mantendrá fiel incluso el Stendhal de las novelas y el Henry Brulard de los escritos autobiográficos? Con respecto a Henry Brulard se puede responder sin duda que sí, en cuanto su propósito se define justamente en oposición al del novelista. La novela (por lo menos en su imagen más evidente y difundida) relata historias de desarrollo bien delineado, en las que unos personajes bien caracterizados siguen las propias pasiones dominantes con coherente determinación, mientras que el Stendhal autobiográfico trata de captar la esencia de la propia vida, de la propia singularidad individual en la acumulación de hechos inesenciales, sin dirección y sin forma. Llevar a cabo una exploración tal de una vida termina por resultar justo lo contrario de lo que se entiende por narrar.

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