¿Por qué leer los clásicos? (18 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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«¿Tendré el coraje de escribir estas confesiones de manera inteligible?» leemos al principio de la
Vida de Henry Brulard. «Il faut narrer, et j’écris des considérations sur des événements bien pétits qui précisement à cause de leur taille microscopique ont bésoin d’être contés très distinctement. Quelle patience il vous faudra, ô mon lecteur!» (Vie d’Henry Brulard, Oeuvres intimes
, Pléiade, 1955, págs. 52-53.) [«Es preciso narrar, y yo escribo consideraciones sobre acontecimientos mínimos que justamente por sus dimensiones microscópicas deben ser contadas con toda precisión. ¡Qué paciencia necesitarás, oh lector!»]

Es la memoria misma la que es fragmentaria por naturaleza, y en la
Vida de Henry Brulard
se la compara con un fresco desconchado.

«C’est toujours comme les fresques du Campo Santo de Pisa où l’on aperçoit fort bien un bras, et le morceau d’à côté qui représentait la tête est tombé. Je vois une suite d’images fort nettes mais sans physionomie autre que celle qu’elles eurent à mon égard. Bien plus, je ne vois cette physionomie que par le souvenir de l’effect qu’elle produisit sur moi.» (Vie d’Henry Brulard,
ed. cit., pág. 191.
)

[«Es siempre como en los frescos del Campo Santo de Pisa, en los que se distingue muy bien un brazo, y al lado el fragmento que representaba la cabeza ha caído. Veo una serie de imágenes sumamente netas pero sin otra fisionomía que la que tuvieron con respecto a mí. Más aún, sólo veo esta fisionomía a través del recuerdo del efecto que produjo en mí.»]

Por lo cual «no hay originalidad ni verdad sino en los detalles».

«Todo el camino de la existencia», escribe Giovanni Macchia en un ensayo dedicado justamente a esta obsesión por el detalle en
Stendhal tra romanzo e autobiografía
, «está envuelto en una zarabanda de pequeños hechos que parecen superfluos y que señalan y revelan el ritmo de la existencia, como los triviales secretos de una de nuestras jornadas a los que no prestamos atención y que incluso tratamos de destruir. [...] De ese mirarlo todo a nivel de hombre, de esa negativa a escoger, a adulterar, nacían las notaciones psicológicas más fulminantes, sus iluminaciones sociales.» (G. Macchia,
Il mito di Parigi
, Turín, Einaudi, 1965, págs. 94-95.)

Pero la fragmentariedad no es sólo del pasado; también en el presente lo que es entrevisto e involuntario puede causar una impresión más fuerte, como la puerta entreabierta a través de la cual en una página del
Diario
espía a una joven que se desviste, esperando entrever ya un muslo, ya un pecho. «Una mujer que tendida en mi cama no me haría ningún efecto, vista por sorpresa me produce sensaciones encantadoras; entonces es natural, no me ocupo de mi papel y me abandono a la sensación.»
(Journal
, cap. VII, pág. 811,
Oeuvres intimes
, cit, págs. 1104-1105.)

Y, a menudo, a partir del momento más oscuro e inconfesable y no del momento de plena realización de uno mismo es cuando se desarrolla el proceso cognitivo. Y aquí tendríamos que sacar a colación el título escogido por Roland Barthes para su discurso:
On échoue toujours à parler de ce qu’on aime
. El
Diario
termina en el momento de mayor felicidad: la llegada a Milán en 1811; Henry Brulard empieza por constatar su propia felicidad en el Gianicolo, en vísperas de sus cincuenta años; y de pronto siente la necesidad de contar la tristeza de su infancia en Grenoble.

Ha llegado el momento de preguntarme si este tipo de conocimiento vale también para las novelas, de preguntarme, pues, cómo lo conciliamos con la imagen canónica de Stendhal: la del novelista de la energía vital, de la voluntad de afirmación de sí mismo, de la fría decisión en la persecución del fuego de las pasiones. Otra manera de formular la misma pregunta: el Stendhal que me fascinó en mi juventud, ¿existe todavía o era una ilusión? A esta última pregunta puedo responder de inmediato: sí, existe, está ahí idéntico, Julien sigue contemplando desde su roca el gavilán en el cielo, identificándose con su fuerza y su aislamiento. Advierto sin embargo que ahora esta concentración energética me interesa menos y me urge más descubrir lo que hay debajo, todo el resto que no puedo llamar la parte sumergida del iceberg porque no está en modo alguno escondida sino que sostiene y mantiene unido todo lo demás.

El héroe stendhaliano se distingue por lo lineal de su carácter, por una continuidad de la voluntad, por una compacidad del yo en el vivir los propios conflictos internos que parece llevarnos a las antípodas mismas de una noción de realidad existencial que he tratado de definir como puntiforme, discontinua, pulviscular. Julien está absolutamente determinado por su conflicto entre timidez y voluntad que le impone como por un imperativo categórico estrechar la mano de Madame de Rênal en la oscuridad del jardín, en esas extraordinarias páginas de combate interior en el que la realidad de la atracción amorosa termina por triunfar sobre la presunta dureza de uno y la presunta inconsciencia de la otra. Fabrizio es tan felizmente alérgico a toda forma de angustia que, aun prisionero en la torre, la depresión carcelaria nunca lo roza, y la prisión se transforma para él en un medio de comunicación amorosa increíblemente articulada, se convierte casi en la condición misma de la realización de su amor. Lucien es tan prisionero de su amor propio que superar la mortificación de una caída del caballo o el malentendido de una frase imprudente a Madame de Chasteller o la
gaucherie
de haber llevado a los labios su mano determina toda su conducta futura. Cierto es que el camino de los héroes stendhalianos nunca es lineal: dado que el teatro de sus acciones está tan lejos de los campos de las batallas napoleónicas de sus sueños, para expresar sus energías potenciales deben asumir la máscara más opuesta a su imagen interior: Julien y Fabrizio visten el hábito talar y emprenden una carrera eclesiástica no sé hasta qué punto creíble desde el punto de vista de la verosimilitud histórica; Lucien se limita a adquirir un misal, pero su máscara es doble, de oficial orleanista y de nostálgico de los Borbones.

Esta corpórea conciencia de sí en el vivir las propias pasiones es aún más resuelta en los personajes femeninos, Madame de Rênal, Gina Sanseverina, Madame de Chasteller, mujeres siempre superiores o en edad o en estado social a sus jóvenes amantes, y de mente más lúcida, decidida y experta que la de ellos, capaces de sostenerlos en sus vacilaciones antes de convertirse en sus víctimas. Tal vez proyecciones de una imagen materna que el escritor casi no conoció y que en
Henry Brulard
fijó en la instantánea de la joven resuelta que con un salto de cervatilla pasa por encima del lecho del niño; tal vez proyección de un arquetipo cuyas huellas iba buscando en las antiguas crónicas, como la joven madrastra de quien se había enamorado un príncipe Farnese recordado como el primer huésped de la prisión en la torre, fijando casi emblemáticamente el núcleo mítico del vínculo entre la Sanseverina y Fabrizio.

A este entrecruzamiento de voluntades de los personajes femeninos y masculinos se añade la voluntad del autor, su plan de la obra: pero toda voluntad es autónoma y sólo puede proponer ocasiones que las otras voluntades pueden aceptar o rechazar. Dice un apunte al margen del manuscrito de
Lucien Leuwen: «Le meilleur chien de chasse ne peut que passer le gibier à portée du fusil du chasseur. Si celui-ci ne tire pas, le chien n’y peut mais. Le romancier est comme le chien de son héros». (Romans et nouvelles
, I, Pléiade, 1952, pág. 1037, nota 2.) [«Lo único de que es capaz el mejor perro de caza es de hacer pasar la presa a tiro de fusil del cazador. Si éste no dispara, el perro no puede hacer nada. El novelista es como el perro de su héroe.»]

Entre estas pistas seguidas por el perro y los cazadores, en la novela stendhaliana más madura vemos corporizarse una representación del amor que es realmente como una Vía Láctea atestada de sentimientos, sensaciones y situaciones que se continúan, se superponen y se borran, según el programa anunciado en
Del amor
. Es lo que ocurre sobre todo durante el baile en el que por primera vez Lucien y Madame de Chasteller pueden hablarse y conocerse, un baile que empieza en el capítulo XV y termina en el capítulo XIX, en una sucesión de incidentes mínimos, frases de conversaciones corrientes, gradaciones de timidez, altanería, vacilación, enamoramiento, sospecha, vergüenza, desdén por parte tanto del joven oficial como de la dama.

Sorprende en estas páginas la profusión de detalles psicológicos, la variedad de alternativas de la emoción, de intermitencias del corazón —y la evocación de Proust, que es como el punto de llegada insuperable de este camino, no hace sino poner de relieve todo lo que aquí se ha realizado con una extremada economía de medios descriptivos, con unos procedimientos lineales gracias a los cuales la atención está siempre concentrada en el nudo de relaciones esenciales del relato.

La mirada sobre la sociedad aristocrática de la provincia legitimista durante la Monarquía de julio es la mirada fría del zoólogo, atento a la especificidad morfológica de una fauna minúscula, como se dice justamente en esas páginas con una frase atribuida a Lucien:
«Je devrais les étudier comme on étudie l’histoire naturelle. Madame Cuvier nous disait, au Jardín des Plantes, qu’étudier avec méthode, en notant avec soin les différences et les ressemblances, était un moyen sûr de se guérir du dégoût qu’inspirent les vers, les insectes, les crabes hideux de la mer». (Lucien Leuwen
, cap. XII,
Romans et nouvelles
, I, Pléiade, 1952, pág. 891.) [«Tendría que estudiarlas como se estudia la historia natural. Nos decía Madame Cuvier en el Jardin des Plantes, que estudiar con método los gusanos, los insectos, los cangrejos marinos más feos, anotando con cuidado las diferencias y las semejanzas, era un medio seguro de curarse del disgusto que inspiran.»]

En las novelas de Stendhal los ambientes —o por lo menos ciertos ambientes: las recepciones, los salones— sirven no como atmósfera sino como localización de posiciones: los lugares son definidos por los movimientos de los personajes, de sus posiciones en el momento en que se producen ciertas emociones y ciertos conflictos, y , recíprocamente, cada conflicto es definido por el hecho de producirse en ese lugar determinado y en ese determinado momento. De la misma manera el Stendhal autobiográfico tiene la curiosa necesidad de fijar los lugares no describiéndolos, sino garrapateando mapas rudimentarios, donde además de elementos sumarios del
décor
se marcan los puntos donde se encontraban los diversos personajes, con lo cual las páginas de la
Vida de Henry Brulard
se presentan historiadas como un atlas. ¿A qué corresponde esta obsesión topográfica? ¿A la prisa que hace aplazar las descripciones para desarrollarlas en un segundo tiempo sobre la base de los apuntes memoristicos? No sólo eso, creo. Dado que lo que le importa es la singularidad de cada suceso, el mapa sirve para fijar el punto del espacio donde se verifica el hecho, así como el relato sirve para fijarlo en el tiempo.

En las novelas las descripciones de ambientes son más de exteriores que de interiores, los paisajes alpinos del Franco Condado en
El rojo y el negro
, los de Brianza contemplados desde el campanario del padre Blanès en la
La cartuja
, pero la palma del paisaje stendhaliano yo la atribuiría al de Nancy, despojado e impoético, tal como aparece en el capítulo IV de
Leuwen
, en toda su sordidez utilitaria de comienzos de la era industrial. Es un paisaje que anuncia un drama en la conciencia del protagonista, encerrado entre el prosaísmo burgués y las aspiraciones a una aristocracia, espectro ya de sí misma; es la negatividad objetiva a punto de cristalizar en gemas de belleza para el joven lancero si se la inviste del rapto existencial y amoroso. El poder poético de la mirada de Stendhal no viene sólo del entusiasmo y la euforia: viene también de una repulsión fría hacia un mundo sin atractivo alguno que él se siente obligado a aceptar como la única realidad posible: el suburbio de Nancy donde Lucien ha sido enviado a reprimir una de las primeras agitaciones obreras, el desfile de los soldados a caballo por las calles miserables en la mañana lívida,

Stendhal expresa las vibraciones capilares de estas transformaciones sociales a través del comportamiento de los individuos. ¿Por qué Italia ocupa un puesto único en su corazón? Le oímos repetir continuamente que París es el reino de la vanidad, en contraposición a Italia, país de las pasiones sinceras y desinteresadas. Pero no debemos olvidar que en su geografía interior hay también otro polo, Inglaterra, una civilización con la cual siempre le tienta identificarse.

En
Recuerdos del egotismo
hay un pasaje en el que entre Inglaterra e Italia escoge decididamente a Italia, y justamente por lo que hoy llamaríamos su subdesarrollo, mientras que el modo de vida inglés que obliga a los obreros a trabajar dieciocho horas diarias le parece «ridículo».

«Le pauvre Italien tout déguenillé est bien plus près du bonheur. Il a le temps de faire l’amour, il se livre quatre-vingts o cents jours par an à une religion d’autant plus amusante qu’elle lui fait un peu peur[...]. Le travail exorbitant et accablant de l’ouvrier anglais nous venge de Waterloo et des quatre coalitions.» (Souvenirs d’égotisme, Oeuvres intimes
cit., pág. 1478.
)

[«El pobre italiano harapiento está mucho más cerca de la felicidad. Tiene tiempo de hacer el amor, se entrega ochenta o cien días al año a una religión tanto más divertida cuanto que le da un poco de miedo [...]. El trabajo exorbitante y abrumador del obrero inglés nos venga de Waterloo.»]

La idea de Stendhal es un cierto ritmo de vida en el que haya lugar para muchas cosas, sobre todo para la pérdida de tiempo. Su punto de partida es el rechazo de la sordidez provinciana, el rencor hacia su padre y hacia Grenoble. Busca la gran ciudad y Milán es para él una gran ciudad donde sobreviven tanto los encantos discretos del
Ancien Régime
como los fervores de su juventud napoleónica, aunque muchos aspectos de esa Italia gazmoña y miserable no podían gustarle.

También Londres es una ciudad ideal, pero allí los aspectos que satisfacen sus gustos de esnob son pagados con la dureza del industrialismo avanzado. En esa geografía interior, París es el punto equidistante entre Londres y Milán: reinan en ella los sacerdotes y al mismo tiempo la ley del lucro; de ahí el constante impulso centrífugo de Stendhal. (La suya es una geografía de la evasión, y debería incluir también a Alemania, dado que allí encontró el nombre para firmar sus novelas y por lo tanto una identidad más comprometida que muchas de sus otras máscaras; pero yo diría que para él Alemania es solamente la nostalgia de la epopeya napoleónica, un recuerdo que tiende a desvanecerse.)

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