Por quién doblan las campanas (51 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

BOOK: Por quién doblan las campanas
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—Mientras tú estés en la feria de los libros, yo me ocuparé del piso —dijo María—. ¿Habrá medio de hacerse con una criada?

—Seguramente que sí. Yo podría hablar con Petra, que está en el hotel, si te gusta. Guisa muy bien y es muy limpia. He comido allí con periodistas para quienes ella guisaba. Tienen cocinas eléctricas en las habitaciones.

—Como tú quieras —dijo María—. O bien podría yo buscar otra. Pero ¿estarás fuera a menudo por culpa de tu trabajo? ¿No querrán que vaya contigo para un trabajo como éste?

—Quizá pudiera encontrar alguna cosa que hacer en Madrid. Hace tiempo que estoy metido en este trabajo y estoy luchando desde los comienzos del Movimiento. Es posible que me den ahora alguna cosa que hacer en Madrid. No lo he pedido nunca. Siempre he estado en el frente o en trabajos como éste. ¿Sabes que hasta que te encontré no he pedido nunca nada? ¿Ni deseado ninguna cosa, ni pensado en nada que no fuese el Movimiento y en ganar esta guerra? Es verdad que he sido muy puro en mis ambiciones. He trabajado mucho y ahora te quiero —dijo abandonándose por entero a lo que no sería nunca—, te quiero tanto como a todo aquello por lo que hemos peleado. Te quiero tanto como a la libertad, a la dignidad y al derecho de todos los hombres a trabajar y a no tener hambre. Te quiero como quiero a Madrid, que hemos defendido, y como quiero a todos mis camaradas que han muerto. Y han muerto muchos. Muchos. Muchos. No puedes imaginarte cuántos. Pero te quiero como quiero a lo que más quiero en el mundo. Y te quiero todavía más. Te quiero mucho, conejito. Más de lo que pueda decirte. Pero te digo esto para intentar que tengas una idea. No he tenido nunca mujer, y ahora te tengo a ti y soy feliz.

—Seré para ti una mujer todo lo buena que pueda —dijo María—. No me han enseñado muchas cosas, es verdad; pero intentaré aprenderlas. Si vivimos en Madrid, me parecerá muy bien. Si tenemos que irnos a otra parte, me parecerá muy bien. Si no vivimos en ninguna parte y yo puedo ir contigo, todavía mejor. Si vamos a tu país, intentaré hablar el inglés como el más inglés que haya en el mundo. Me fijaré en lo que hacen los demás y procuraré hacerlo como ellos.

—Resultarás muy cómica.

—Seguramente. Cometeré faltas, pero tú me las dirás y no las cometeré dos veces, o quizá las cometa dos veces, pero nada más. Luego, en tu país, si echas de menos nuestra cocina, yo guisaré para ti. Y además iré a una buena escuela para aprender a ser una buena ama de casa, si hay escuelas para eso, y trabajaré mucho.

—Hay escuelas para eso, pero tú no tienes necesidad de ir.

—Pilar me ha dicho que creía que hay escuelas así en tu país. Lo ha leído en un artículo de una revista. También me ha dicho que tendría que aprender a hablar inglés y a hablarlo bien, para que tú no sientas nunca vergüenza de mí.

—¿Cuándo te ha dicho eso?

—Hoy, mientras hacíamos el equipaje. Me ha hablado todo el tiempo de lo que tendría que hacer para ser tu mujer.

«Creo que Pilar sueña también con Madrid», pensó Robert Jordan, y dijo:

—¿Qué te ha dicho además de eso?

—Que tengo que cuidar de mi cuerpo y cuidar de mi línea como si fuera un torero. Me ha dicho que eso era muy importante.

—Es verdad —dijo Robert Jordan—; pero no tienes que preocuparte de eso en muchos años.

—Sí. Pilar dice que entre las mujeres de nuestra raza hay que tener siempre mucho cuidado porque a veces ocurre eso de golpe. Me ha dicho que en otros tiempos ella era tan esbelta como yo, pero que en su época las mujeres no hacían gimnasia. Me ha dicho qué movimientos tengo que hacer y también que no coma demasiado. Me ha dicho lo que no tenía que comer. Pero se me ha olvidado. Tendré que volvérselo a preguntar.

—Patatas —dijo él.

—Sí —continuó ella—. Patatas y cosas fritas. Y luego, cuando le dije que sentía dolor, me dijo que no debería hablarte de ello y que debería soportar el dolor sin decirte nada. Pero te lo he dicho porque no quiero engañarte nunca y tenía miedo de que tú pudieras pensar que no compartimos ya el mismo placer y que lo que sucedió arriba, en el valle, no había sucedido nunca.

—Has hecho bien diciéndomelo.

—¿No es verdad? Pero estoy muy avergonzada y haré todo lo que quieras que haga. Pilar me ha hablado de las cosas que pueden hacerse con un marido.

—No es preciso hacer nada. Lo que tenemos lo tenemos juntos y lo guardaremos bien. Te quiero así, como estás ahora; te quiero acostada junto a mí y tocarte y sentir que estás realmente ahí y cuando estés en condiciones lo haremos todo.

—Pero ¿no tienes deseos que yo no pueda satisfacer? Pilar me ha explicado eso.

—No. Nuestros deseos los compartiremos juntos. No tengo más deseos que los tuyos.

—Eso me tranquiliza. Pero quiero que sepas que haré todo lo que me pidas. Sólo que tendrás que decírmelo, porque soy muy ignorante y no he entendido claramente lo que me ha dicho. Me daba vergüenza preguntárselo, aunque ella sabe muchísimas cosas.

—Conejito —dijo—, eres maravillosa.

—¡Qué va! —dijo ella—; pero he tratado de aprender en un día todo lo que una mujer tiene que saber, mientras levantábamos el campamento y hacíamos los preparativos para una batalla y se estaba librando otra batalla ahí abajo. Es una cosa difícil, y si cometo pifias tienes que decírmelo, porque te quiero mucho. Quizá recuerde las cosas de manera equivocada, y muchas de las que me ha dicho Pilar eran muy complicadas.

—¿Qué es lo que te ha dicho ella?

—Pues tantas cosas, que no me acuerdo de ninguna. Me ha dicho que podía contarte todo lo que me han hecho si alguna vez me atrevo a pensar en ello, porque eres bueno y lo comprenderías. Pero que era preferible que no te lo dijese, a menos que por callarlo me vuelvan las ideas negras, como antes, y que entonces quizá me zafara de ellas contándotelo.

—¿Es que te afliges mucho en estos momentos?

—No. Desde la primera vez que estuvimos juntos es como si todo aquello jamás hubiera sucedido. Sigo sintiendo pena por mis padres. Pero quisiera que supieses una cosa para tu amor propio, si es que tengo que ser tu mujer: No he cedido nunca a ninguno. Me he resistido siempre y cada vez que lo hicieron se necesitaron dos para obligarme. Uno se sentaba sobre mi cabeza y me sujetaba. Te lo digo para tu amor propio.

—Mi amor propio está en ti. No hables más de eso.

—No. Hablo del amor propio que tienes que sentir por tu mujer. Y otra cosa. Mi padre era el alcalde del pueblo, un hombre honrado. Mi madre era una mujer honrada y una buena católica, y la mataron con mi padre por las ideas políticas de mi padre, que era republicano. Vi cómo los mataban a los dos. Mi padre dijo: «¡Viva la República!» cuando le fusilaron, de pie, contra las tapias del matadero de nuestro pueblo. Mi madre que estaba de pie, contra la misma tapia, dijo: «¡Viva mi marido, el alcalde de este pueblo!» Yo aguardaba que me matasen a mí también y pensaba decir: «¡Viva la República! y ¡Vivan mis padres!» Pero no me mataron. En lugar de matarme me hicieron cosas. Oye, voy a contarte una de las cosas que me hicieron, porque nos afecta a los dos. Después del fusilamiento en el matadero, nos reunieron a todos los parientes de los muertos que habíamos presenciado la escena sin ser fusilados y, de vuelta del matadero, nos hicieron subir por la cuesta, hasta la plaza del pueblo. Casi todos lloraban. Pero algunos estaban atontados por lo que habían visto y se les habían secado las lágrimas. Yo misma no podía llorar. No me daba cuenta de lo que pasaba porque solamente tenía ante mis ojos el cuadro de mi padre y de mi madre en el momento de su fusilamiento. Y la voz de mi madre diciendo: «¡Viva mi marido, el alcalde de este pueblo!», me sonaba en los oídos como un grito que no se apagaba y se repetía continuamente. Porque mi madre no era republicana, y por eso no había gritado ¡Viva la República!, sino solamente viva mi padre, que estaba allí, de bruces, a sus pies.

»Pero lo que gritó lo dijo en voz muy alta, como si fuera un grito, y en seguida la fusilaron. Y cuando cayó quise acercarme, separándome de la fila; pero estábamos todos atados, los unos a los otros. El fusilamiento lo llevó a cabo la Guardia civil, y los guardias se quedaron esperando a los demás que tenían que fusilar; pero los falangistas nos alejaron, haciéndonos subir la cuesta. Los guardias civiles se quedaron allí apoyando sus fusiles contra la pared junto a los cuerpos caídos, íbamos atados de las muñecas, en una larga fila de muchachas y mujeres, y nos condujeron por las calles hasta llegar a la plaza, y en la plaza nos hicieron detenernos junto a la barbería, que estaba frente al Ayuntamiento.

»Cuando llegamos allí, los dos hombres que nos custodiaban nos miraron, y uno de ellos dijo: “Esta es la hija del alcalde”. Y el otro ordenó: “Comenzad por ella”. Entonces cortaron la cuerda que me ataba las muñecas y uno de ellos dijo: “Volved a atar la cuerda”. Los dos que habían ido custodiándonos me cogieron en volandas y me obligaron a entrar en la barbería, me dejaron caer de golpe en el sillón del barbero y me forzaron a quedarme allí.

»Yo veía mi cara en el espejo de la barbería y las caras de los que me sujetaban y las caras de otros tres que se inclinaban sobre mí, sin reconocer a ninguno. En el espejo me veía yo y los veía a ellos, pero ellos sólo me veían a mí. Tenía la impresión de hallarme en el sillón de un dentista y estar rodeada de varios dentistas, todos locos. Apenas podía reconocer mi propia cara, ya que el dolor me la había desfigurado. Pero yo me miraba y sabía que era yo. Mi dolor y mi pena eran tan grandes, que no sentía ningún temor, sino solamente una pena enorme.

»Por entonces llevaba yo el cabello sujeto en dos grandes trenzas y según miraba yo en el espejo, uno de los hombres me levantó una de las trenzas y tiró de ella, con tanta fuerza, que, a pesar de mi pena, sentí dolor y luego, de un solo navajazo, me la cortó muy cerca de la raíz del cabello. Me vi en el espejo con una sola trenza y con un corte donde había estado la otra. Después me cortó la otra, aunque sin tirar de ella, y me hizo un tajo en la oreja con la navaja, y pude ver que la sangre me corría. Puedes notar la cicatriz pasándome el dedo por encima.

—Sí, pero ¿no sería mejor no hablar de estas cosas?

—No es nada. No te contaré las cosas malas. Así, pues, me habían cortado las dos trenzas, muy cerca de la raíz del cabello, y los otros se reían; pero yo no sentía siquiera el dolor del tajo que me habían hecho en la oreja. Y el que me había cortado las trenzas se paró frente a mí y comenzó a golpearme la cara con ellas, mientras los otros dos me sujetaban y me gritaba él: “Así es como hacemos monjas rojas. Esto te enseñará a unirte con tus hermanos proletarios. Mujer del Cristo Rojo”.

»Y me golpeó una y otra vez con las trenzas que habían sido mías y luego me las metió en la boca y me las ató al cuello, anudándomelas en la nuca como si fuera una mordaza, mientras los que me estaban sujetando se reían. Y también se reían todos los demás; y cuando los vi reírse por el espejo comencé a llorar; porque hasta entonces me había quedado demasiado helada por el fusilamiento y no podía llorar.

»Luego, el que me había amordazado, me pasó una máquina de afeitar por la cabeza, primero desde la frente hasta la nuca y después de oreja a oreja, y por toda la cabeza. Y me mantenían sujeta, de tal modo que no había más remedio que verme en el espejo del barbero mientras me hacían eso, y aun cuando lo veía no podía creerlo, y lloraba y lloraba sin apartar los ojos del espejo, en donde se reflejaba mi cara horrorizada, con la boca abierta, amordazada con las trenzas, mientras mi cabeza iba saliendo rapada de la maquinilla. Y cuando el que había estado rapándome concluyó, sacó una botellita de yodo de uno de los estantes de la barbería (al barbero ya le habían matado porque pertenecía al sindicato y su cadáver estaba tirado a la puerta de la barbería y tuvieron que levantarme para pasar por encima), y con la varilla de cristal que traen las botellas de yodo, me pintó la oreja en el lugar en donde me había hecho el tajo, y, a pesar de mi pena y del dolor que sentía, noté la quemazón del yodo.

»Después dio media vuelta, se detuvo frente a mí y, usando siempre la misma varilla, me escribió con yodo en la frente las letras U. H. P. trazándolas lenta y cuidadosamente, como si fuera un artista. Y yo ya no lloraba, porque mi corazón se había helado, pensando en mi padre y en mi madre, y veía que lo que me estaba pasando no era nada comparado con aquello.

»Cuando terminó de dibujarme las letras en la frente, el falangista retrocedió dos pasos, para contemplar su obra, y volvió a dejar la botella de yodo donde estaba, y empuñando la máquina de cortar el pelo, gritó: “La siguiente”. Y me sacaron de la barbería, llevándome sujeta de los brazos, y al salir tropecé con el cadáver del barbero, que aún seguía tirado en el portal, de espaldas, con la cara grisácea vuelta al cielo. Y casi me di de narices con Concepción García, mi mejor amiga, a la que llevaban entre dos hombres; y al pronto no me reconoció, pero al darse cuenta de que era yo, comenzó a gritar y pude oír sus chillidos todo el tiempo que me estuvieron paseando por la plaza y mientras me hacían subir la escalera del Ayuntamiento, hasta llegar al despacho de mi padre, en donde me tumbaron sobre el diván. Y fue allí donde me hicieron las cosas malas.

—Conejito mío —dijo Robert Jordan, estrechándola con toda la delicadeza que pudo, aunque estaba por dentro saturado de todo el odio de que era capaz—. No me cuentes más, porque no puedo aguantar el odio que siento.

Ella se había quedado rígida y fría en sus brazos.

—No, nunca te hablaré ya de estas cosas. Pero son gentes malas y me gustaría ayudarte a matar a unos cuantos, si pudiera. Te he contado eso únicamente por respeto a tu amor propio, ya que he de ser tu mujer, y para que puedas comprenderlo.

—Has hecho bien en contármelo —dijo él—; porque mañana, si tenemos suerte, mataremos a muchos.

—Pero ¿mataremos falangistas? Ellos fueron los que lo hicieron.

—Esos no pelean —replicó él sombríamente—. Matan en la retaguardia. No son ésos los que encontramos en las batallas.

—Pero, ¿no podríamos matar a algunos de ellos de alguna manera? Me gustaría mucho matar a algunos.

—Yo he matado ya a algunos —dijo él—; y volveré a matar a algunos más. En el asalto de los trenes hemos matado a varios.

—Me gustaría ir contigo a atacar un tren —dijo María—. Cuando atacaron el tren, que fue cuando Pilar pudo rescatarme, yo estaba medio loca. ¿No te han contado cómo estaba?

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