Por quién doblan las campanas (55 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

BOOK: Por quién doblan las campanas
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—En Villaconejos —dijo Andrés.

—¿Y qué es lo que se cría allí?

—Melones —contestó Andrés—. Todo el mundo lo sabe.

—¿A quién conoces tú de por allí?

—¿Por qué? ¿Eres tú de por allí?

—No, pero he estado por allí. Soy de Aranjuez.

—Pregúntame lo que quieras.

—Háblame de José Rincón.

—¿El que tiene la bodega?

—Ese.

—Es calvo, con mucha barriga y una nube en un ojo.

—Está bien —dijo el hombre, devolviéndole el documento—. Pero ¿qué es lo que haces al otro lado?

—Nuestro padre se avecinó en Villacastín antes del Movimiento —dijo Andrés—. Allí, en el llano de la otra parte de las montañas. Fue allí en donde le sorprendió el Movimiento. Yo peleo en la banda de Pablo. Pero tengo mucha prisa por llevar ese mensaje.

—¿Cómo van las cosas en las tierras de los fascistas? —preguntó el hombre que mandaba el puesto. No tenía, por supuesto, ninguna prisa.

—Hoy ha habido mucho tomate —dijo orgullosamente Andrés—. Hoy ha habido mucha polvareda en la carretera todo el día. Hoy han aplastado a la banda del Sordo.

—¿Y quién es ese Sordo? —preguntó el otro, con tono despectivo.

—Era el jefe de una de las mejores bandas de las montañas.

—Tendríais que veniros todos a la República y entrar en el ejército —dijo el oficial—. Hay demasiadas tonterías de guerrillas. Tendríais que veniros todos y someteros a nuestra disciplina libertaria. Y luego, si tuviéramos necesidad de guerrillas, ya se enviarían en la medida que fueran necesarias.

Andrés estaba dotado de una paciencia casi sublime. Había sufrido con calma el paso por entre la alambrada. Nada le había asombrado del interrogatorio; encontraba perfectamente normal que aquel hombre no supiera nada de ellos, ni de lo que hacían, y estaba dispuesto a aguardar que todo aquello sucediera lentamente; pero quería irse ya.

—Escucha, compadre —dijo—, es posible que tengas razón. Pero tengo orden de entregar este mensaje al general que manda la XXXV División, que lanza un ataque de madrugada en estas colinas, y la noche está ya avanzada; es preciso que me vaya.

—¿Qué ataque? ¿Qué es lo que sabes tú de un ataque?

—No. No sé nada. Pero ahora tengo que irme a Navacerrada. ¿Quieres enviarme a tu comandante, que me facilitará un medio de transporte? Haz que me acompañe alguien que responda de mí, para no perder el tiempo.

—Todo esto no me gusta nada —dijo el hombre—. Hubiera sido mejor pegarte un tiro cuando te acercaste a la alambrada.

—Has visto mis papeles, camarada, y te he explicado mi misión —le dijo pacientemente Andrés.

—Esto de los papeles se fabrica —dijo el oficial—. Cualquier fascista podría inventar una misión de este género. Te acompañaré yo mismo al comandante.

—Bueno —dijo Andrés—. Vamos. Vayamos en seguida.

—Tú, Sánchez, tú mandas en mi lugar —dijo el oficial—. Conoces la consigna tan bien como yo. Yo me llevo a este supuesto camarada a ver al comandante.

Se pusieron en marcha a lo largo de la trinchera menos profunda, abierta tras la cresta de la colina, y Andrés sentía que le llegaba en la oscuridad el olor de los excrementos depositados por los defensores de la colina en torno a los helechos de la cuesta. No le gustaban aquellos hombres, que eran como niños peligrosos, sucios, groseros, indisciplinados, buenos, cariñosos, tontos e ignorantes, aunque peligrosos siempre, porque estaban armados. Él, Andrés, no tenía opiniones políticas salvo que estaba con la República. Había oído hablar a veces a aquellas gentes y encontraba que lo que decían era con frecuencia muy bonito, pero no los quería. «La libertad no consiste en no enterrar los excrementos que se hacen —pensó—. No hay animal más libre que el gato; pero entierra sus excrementos. El gato es el mejor anarquista. Mientras no aprendan a comportarse como el gato, no podré estimarlos.»

El oficial, que marchaba delante de él, se detuvo bruscamente.

—Sigues llevando tu carabina —dijo.

—Sí —contestó Andrés.

—¿Por qué? Dámela —dijo el oficial—. Podrías descerrajarme un tiro por la espalda.

—¿Por qué? —le preguntó Andrés—. ¿Por qué iba a dispararte un tiro por la espalda?

—Nunca se sabe —dijo el oficial—. No tengo confianza en nadie. Dame la carabina.

Andrés se la descolgó y se la entregó.

—Si tienes ganas de cargar con ella... —dijo.

—Es mejor así —dijo el oficial—. Así estamos más tranquilos.

Y descendieron por la colina en la oscuridad.

Capítulo XXXVII

A
SÍ ES QUE
R
OBERT
J
ORDAN
estaba acostado junto a la muchacha y miraba pasar el tiempo en su reloj de pulsera. El tiempo pasaba lentamente, casi imperceptiblemente. El reloj era muy pequeño y no podía ver bien la aguja que marcaba los minutos. No obstante, a fuerza de observarla y de concentrarse acabó por adivinarla, por seguirla casi, a fuerza de atención. La cabeza de la muchacha estaba debajo de su barbilla y al moverla para mirar el reloj sentía el roce suave de la cabellera rapada, tan viva, sedosa y deslizante como el pelaje de una marta cuando, después de bien abierta la trampa, se saca al animalito y se le golpea delicadamente para levantarle la piel.

Se le hacía un nudo en la garganta cuando rozaba el cabello de María y al abrazarla experimentaba una sensación de dolor, de vacío, que desde la garganta le recorría todo el cuerpo. Con la cabeza baja y los ojos fijos en la esfera del reloj, en donde la punta de lanza de la aguja fosforescente se movía lentamente hacia la izquierda, apretó a María contra sí como para retardar el paso del tiempo. No quería despertarla, pero no quería dejarla tranquila mientras el fin de la noche se acercaba. Posó sus labios detrás de la oreja y fue corriéndolos a lo largo del cuello, sintiendo con delicia la piel lisa y el dulce contacto de los pequeños cabellos que crecían en la nuca. Veía la aguja deslizarse por la esfera y apretaba a María con más fuerza, pasándole la punta de la lengua por la mejilla y luego por el lóbulo de la oreja, siguiendo las graciosas circunvoluciones hasta llegar al firme extremo superior. Le temblaba la lengua y el temblor se adueñaba del vacío doloroso de su interior, mientras veía la aguja que señalaba los minutos formando un ángulo más agudo cada vez hacia el punto en donde señalaría una nueva hora. Como ella seguía durmiendo, le volvió la cabeza y apoyó los labios sobre los suyos. Los dejó allí, rozando apenas su boca, hinchada por el sueño, y luego los paseó por la boca de la muchacha en un roce suave y acariciador. Se volvió hacia ella y la sintió estremecerse todo lo largo de su cuerpo, ligero y esbelto. Ella suspiró en sueños y, dormida aún, se aferró a él, hasta que la tomó en sus brazos. Entonces se despertó, juntó sus labios con los de él, oprimiéndolos fuerte y firmemente y él dijo:

—Pero el dolor...

—No hay dolor ahora —dijo ella.

—Conejito.

—No hables. No hables.

Estaban tan juntos, que mientras se movía la aguja que marcaba los minutos, aguja que él no veía ya, sabían que nada podría pasarle a uno sin que le pasara también al otro; que no podría pasarles nada sino eso; que eso era todo y siempre, el pasado, el presente y ese futuro desconocido. Lo que no iban a tener nunca, lo tenían. Lo tenían ahora y antes y ahora, ahora y ahora. O ahora, ahora, ahora; este ahora único, este ahora por encima de todo; este ahora como no hubo otro, sino sólo este ahora y ahora es tu profeta. Ahora y por siempre jamás. Ven ahora, ahora, porque no hay otro ahora más que ahora. Sí, ahora. Ahora, por favor, ahora; el único ahora. Nada más que ahora. ¿Y dónde estás tú? ¿Y dónde estoy yo? ¿Y dónde está el otro? Y ya no hay por qué; ya no habrá nunca por qué; sólo hay este ahora. Ni habrá nunca por qué, sólo este presente, y de ahora en adelante sólo habrá ahora, siempre ahora, desde ahora sólo un ahora; desde ahora sólo hay uno, no hay otro más que uno; uno que asciende, parte, navega, se aleja, gira; uno y uno es uno; uno, uno, uno. Todavía uno, todavía uno, uno que desciende, uno suavemente, uno ansiadamente, uno gentilmente, uno felizmente; uno en la bondad, uno en la ternura, uno sobre la tierra, con los codos pegados a las ramas de los pinos, cortadas para hacer el lecho, con el perfume de las ramas del pino en la noche, sobre la tierra, definitivamente ahora con la mañana del día siguiente que va a venir. Luego dijo porque lo otro lo había dicho sólo
in mente
y no había hablado: —¡Oh, María, te quiero tanto! Gracias por esto. María dijo:

—No hables. Es mejor no hablar.

—Tengo que decírtelo, porque es una cosa maravillosa.

—No.

—Conejito...

Ella le apretó fuertemente, desvió la cabeza y entonces él preguntó con dulzura:

—¿Te duele, corderito?

—No —dijo ella—. Es que te estoy agradecida porque he vuelto a estar en la gloria.

Se quedaron quietos, el uno junto al otro, tocándose desde el hombro hasta la planta de los pies, tobillos, muslos, cadera y hombros. Robert Jordan colocó el reloj de manera que pudiese verlo nuevamente, y María dijo:

—Hemos tenido mucha suerte.

—Sí —dijo él—; somos gentes de mucha suerte.

—¿No es hora de dormir?

—No —dijo él—. Va a empezar todo en seguida.

—Entonces tenemos que levantarnos y comer algo.

—Muy bien.

—¿No estás preocupado por algo?

—No.

—¿De veras?

—No, ahora, no.

—Pero ¿estuviste preocupado antes?

—Un instante.

—¿No podría ayudarte?

—No —contestó—; ya me has ayudado bastante.

—¿Por eso? Eso fue sólo para mí.

—Fue para los dos —dijo él—. Nadie está nunca a solas en ese terreno. Ven, conejito, vamos a vestirnos.

Pero su mente, que era su mejor compañía, estaba pensando en la gloria.

Ella había dicho la gloria. «Eso no tiene nada que ver con la gloria en inglés ni con la
gloire
, de que los franceses hablan y escriben. Es algo que se encuentra sólo en el cante jondo y en las saetas. Está en el Greco y en San Juan de la Cruz, y, desde luego, en otros. Yo no soy místico; pero negar eso sería ser tan ignorante como negar el teléfono o el movimiento de la tierra alrededor del sol, o la existencia de otros planetas. ¡Qué pocas cosas conocemos de lo que hay que conocer! Me gustaría vivir mucho, en lugar de morir hoy, porque he aprendido mucho en estos cuatro días sobre la vida. Creo que he aprendido más que durante toda mi vida. Me gustaría ser viejo y saber las cosas a fondo. Me pregunto si se sigue aprendiendo o bien si no hay más que cierta cantidad de cosas que cada hombre puede comprender. Yo creía saber muchas cosas y, de verdad, no sabía nada. Me gustaría tener más tiempo.»

—Me has enseñado mucho, guapa —dijo en inglés.

—¿Qué dices?

—Que he aprendido mucho de ti.

—¡Qué va! —exclamó—. Tú sí que tienes instrucción.

«Instrucción —pensó él—. Tengo los primeros rudimentos de una instrucción. Los rudimentos más ínfimos. Si muero hoy será una pérdida, porque ahora conozco algunas cosas. Me pregunto si las has aprendido hoy porque el poco tiempo que te queda te ha hecho hipersensible. Pero el tiempo no existe. Debieras ser lo suficientemente inteligente para saberlo. He vivido la experiencia de toda una vida desde que llegué a estas montañas. Anselmo es mi amigo más antiguo. Le conozco mejor de lo que conocía a Charles, de lo que conocía a Chub, de lo que conocía a Guy, de lo que conocía a Mike, y los conocía muy bien. Agustín, el malhablado, es hermano mío, y no he tenido nunca más hermano que él. María es mi verdadero amor y mi mujer. Y no he tenido nunca verdadero amor. Nunca he tenido mujer. Ella es también mi hermana, y no he tenido nunca hermana. Y mi hija, y no tendré nunca una hija. Odio el dejar una cosa tan bella.»

Acabó de atarse las alpargatas.

—Encuentro la vida muy interesante —dijo a María.

Ella estaba sentada junto a él, en el saco de dormir, con las manos cruzadas sobre los tobillos. Alguien levantó la manta que tapaba la entrada de la cueva y vieron luz. Era aún de noche y no había el menor atisbo del nuevo día, salvo que, al levantar la cabeza, Jordan vio, por entre los pinos, las estrellas muy bajas. El día llegaba rápidamente en esa época del año.

—¡Roberto! —exclamó María.

—Sí, guapa.

—En el trabajo de hoy estaremos juntos, ¿no es así?

—Después del comienzo, sí.

—¿Y en el comienzo no?

—No. Tú estarás con los caballos.

—¿No podré estar contigo?

—No. Tengo que hacer un trabajo que sólo puedo hacer yo, y estaría preocupado por ti.

—Pero ¿volverás en cuanto lo acabes?

—En seguida —dijo, y sonrió en la oscuridad—. Vamos, guapa, vamos a comer.

—¿Y tu saco de dormir?

—Enróllalo, si quieres.

—Claro que quiero —dijo ella.

—Déjame que te ayude.

—No. Déjame que lo haga yo sola.

Se arrodilló para extender y enrollar el saco de dormir. Luego, cambiando de parecer, se levantó y lo sacudió. Después volvió a arrodillarse de nuevo para alisarlo y enrollarlo. Robert Jordan recogió las dos mochilas, sosteniéndolas con precaución, para que no se cayera nada por las hendiduras, y se fue por entre los pinos, hasta la entrada de la cueva, donde pendía la manta pringosa. Eran las tres menos diez en su reloj cuando levantó la manta con el codo para entrar en la cueva.

Capítulo XXXVIII

Y
A ESTABAN TODOS
en la cueva; los hombres, de pie delante del hogar; María, atizando el fuego. Pilar tenía el café listo en la cafetera. No había vuelto a acostarse después de haber despertado a Robert Jordan, y estaba sentada en un taburete en medio del ambiente saturado de humo, cosiendo el rasgón de una de las mochilas de Jordan. La otra mochila estaba ya repasada. El fuego iluminaba su cara.

—Come un poco más de cocido —le dijo a Fernando—. ¿Qué importa que tengas la barriga llena? No habrá médico para operarte si te coge el toro.

—No hables así, mujer —dijo Agustín—. Tienes una lengua de grandísima puta.

Estaba apoyado en el fusil automático, cuyos pies aparecían plegados junto al cañón, y tenía los bolsillos llenos de granadas; de un hombro le colgaba la bolsa con las cintas de los proyectiles y en bandolera llevaba una carga completa de municiones. Estaba fumándose un cigarrillo mientras sostenía en la mano una taza de café, que se llenaba de humo cada vez que se la acercaba a los labios.

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