Por quién doblan las campanas (59 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

BOOK: Por quién doblan las campanas
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Robert Jordan se echó la mochila al hombro y se acercó a los caballos para decir adiós a María.

—Hasta luego, guapa. Hasta pronto.

Tenía una sensación de irrealidad. Pensaba que todo lo que decía lo había dicho antes, y aquello era como si se tratara de un tren que se marcha y él estuviese en el andén de la estación.

—Hasta luego, Roberto —dijo ella—. Ten cuidado.

—Pues claro —dijo él. Inclinó la cabeza para besarla y su mochila se escurrió hacia adelante, golpeándole en la nuca de modo que con su frente dio contra la de la muchacha. También pensaba que esto había sucedido ya.

—No llores —dijo turbado, y no solamente por lo de la mochila.

—No lloro —respondió ella—; pero vuelve en seguida.

—No te preocupes cuando oigas los disparos. Oirás seguramente muchos disparos.

—Pues claro. Pero vuelve en seguida.

—Hasta luego, guapa —dijo con torpeza.

—Salud, Roberto.

Robert Jordan no se había sentido nunca tan joven desde que había subido al tren en Red Lodge para Billings, en donde tendría que tomar el que iba a llevarle a la escuela por vez primera. Tenía mucho miedo de ir y no quería que se dieran cuenta, y en la estación, cuando el conductor iba a coger su maleta, para subir al estribo, su padre le había abrazado, diciendo: «Que el Señor vele por ti y por mí mientras estemos separados.» Su padre era hombre muy piadoso y dijo eso de una forma sencilla y sincera; pero su bigote estaba húmedo, sus ojos estaban húmedos de emoción y Robert Jordan se sintió tan azorado por todo aquello, por el tono húmedo y religioso de la plegaria y por el beso del adiós paterno, que se había sentido de repente mucho mayor que su padre, y tan desolado de verle así que casi le resultó intolerable.

Después de la salida del tren se quedó en la plataforma de detrás y estuvo viendo la estación y el depósito de agua que se hacían cada vez más pequeños, y los raíles, cruzados por las traviesas, que parecían converger hacia un punto en el que la estación y el depósito se hacían minúsculos, mientras el rítmico resoplar del tren le iba alejando más y más.

El revisor le había dicho:

—Papá parecía sentir mucho que te fueras, Bob.

—Sí —había respondido, contemplando las matas de salvia que desfilaban a los flancos polvorientos de la vía, entre los postes del telégrafo. Buscaba con la mirada los pájaros entre las matas.

—¿No te hace impresión el irte a la escuela?

—No —había dicho él. Y era la verdad.

No hubiera sido verdad unos momentos antes, pero lo era en aquel momento. Y en el momento de la separación se había sentido tan joven como cuando el tren partía para la escuela. Se encontraba muy joven de repente, y muy torpe, y decía adiós con toda la timidez de un colegial que acompaña hasta su puerta a una muchacha y no sabe si tiene que besarla. Luego vio que no eran los adioses lo que le turbaba. Era el encuentro hacia el que se dirigía. Los adioses no hacían más que acrecentar la turbación que le infundía semejante encuentro.

«Ya estás dándole otra vez —se dijo—. Pero creo que no hay nadie que no se sienta a veces demasiado joven. Bueno. Bueno, es demasiado pronto para volver a la infancia.»

—Adiós, guapa —dijo en voz alta—. Adiós, conejito.

—Adiós, Roberto mío —contestó ella.

Jordan se acercó a Anselmo y a Agustín, que esperaban, y les dijo:

—Vámonos.

Anselmo se echó la pesada carga al hombro. Agustín, que había salido completamente equipado de la cueva, estaba apoyado contra un árbol, con el cañón del fusil ametrallador asomando por encima de su carga.

—Bueno; vámonos.

Y los tres empezaron a bajar la colina.

—Buena suerte, don Roberto —dijo Fernando, al pasar delante de él, en fila india, entre los árboles. Fernando estaba acurrucado no lejos de allí; pero hablaba con gran dignidad.

—Buena suerte para ti, Fernando —deseóle Robert Jordan.

—En todo lo que hagas —dijo Agustín.

—Gracias, don Roberto —dijo Fernando, sin molestarse por las palabras de Agustín.

—Ese es un fenómeno, inglés —susurró Agustín.

—Lo es —dijo Robert Jordan—. ¿Puedo ayudarte? Vas cargado como un mulo.

—Voy bien —dijo Agustín—; pero, hombre, me alegro de que esto empiece.

—Habla bajo —dijo Anselmo—; desde ahora, habla poco y bajo.

Descendieron por la cuesta con precaución. Anselmo a la cabeza y Agustín detrás. Robert Jordan, que cerraba la marcha, pisaba con cuidado para no resbalar, sintiendo en la suela de cáñamo de sus alpargatas las agujas de pino. Al tropezar con una raíz extendió la mano y tocó el metal frío del cañón del fusil automático y de las patas del trípode. Luego fueron bajando de costado, trazando con la suela de sus alpargatas surcos en el bosque, al resbalar. Volvió a tropezar y, buscando apoyo en la corteza rugosa del tronco de un árbol, su mano encontró una incisión de la que chorreaba resina, y la retiró, pegajosa. Al fin remataron con la pendiente abrupta y arbolada y llegaron al sitio por encima del puente, en donde Robert Jordan y Anselmo habían estado observando el primer día.

Anselmo se detuvo cerca de un pino, en la oscuridad, cogió a Robert Jordan por la muñeca y susurró en voz tan baja, que Jordan apenas si le oyó:

—Mira, tienen el brasero encendido.

Se veía abajo un punto luminoso por la parte en que el puente daba a la carretera.

—Fue aquí donde estuvimos observando —explicó Anselmo. Cogió de la mano a Robert Jordan y la llevó hasta el tronco de un pino, para que observara una pequeña incisión recientemente hecha—. Hice esa señal mientras tú mirabas el puente. Es aquí, a la derecha, donde tú querías poner la máquina.

—La pondremos ahí.

—Bueno.

Dejaron en el suelo la carga y Agustín y Robert Jordan siguieron a Anselmo hasta el lugar llano en donde se elevaba un grupo de pinos pequeños.

—Aquí es —dijo Anselmo—. Justamente aquí.

—Desde aquí, a la luz del día —susurró Robert Jordan a Agustín, escondido detrás de los árboles—, verás un pedazo de carretera y el acceso al puente. Verás toda la extensión del puente y un pedazo pequeño de carretera del otro lado, antes del lugar en donde la carretera hace una curva en torno a una roca.

Agustín no respondió.

—Estarás aquí, tumbado, mientras preparamos la explosión, y dispararás contra cualquiera que se acerque, tanto de arriba como de abajo.

—¿De dónde es esa luz? —preguntó Agustín.

—Es la de la garita del centinela del otro lado del puente —susurró Robert Jordan.

—¿Quién se encargará de los centinelas?

—El viejo y yo, como te he dicho; pero si no es así, tú disparas sobre las garitas y sobre ellos, si logras verlos.

—Ya lo sé. Ya me lo has dicho.

—Después de la explosión, cuando la gente de Pablo venga volviendo el recodo, tendrás que disparar muy alto, por encima de su cabeza, si son perseguidos. Habrá que disparar muy alto en cuanto los veas, para evitar que sean perseguidos. ¿Lo entiendes?

—¿Cómo no? Fue lo que me dijiste anoche.

—¿No se te ocurre nada que preguntarme?

—No. Tengo dos sacos que puedo llenarlos de tierra ahí arriba, donde no me vean, y traerlos aquí.

—Pero no caves por aquí. Tienes que estar bien escondido, como lo estábamos el otro día allá arriba.

—Sí, los llenaré en la oscuridad. Ya verás. No se podrá ver nada tal y como yo los disponga.

—Estás muy cerca, ¿sabes? A la luz del día, este bosquecillo se ve muy bien desde abajo.

—No te preocupes, inglés. ¿Adónde vas tú?

—Voy allá abajo, con mi máquina pequeña. El viejo atravesará la garganta, para estar en disposición de ocuparse de la garita del otro lado del puente. La garita que mira en esa dirección.

—Entonces, nada más —dijo Agustín—. Salud, inglés. ¿Tienes tabaco?

—No puedes fumar. Estás demasiado cerca.

—No es para fumar. Sólo para tenerlo en la boca. Para fumar después.

Robert Jordan le tendió su pitillera y Agustín cogió tres cigarrillos, que puso en la vuelta de su gorra de pastor. Abrió el trípode y colocó el fusil ametrallador en batería entre los pinos. Luego comenzó a deshacer a tientas sus paquetes y a disponer su contenido en el lugar que le parecía más apropiado.

—Nada más —dijo.

Anselmo y Robert Jordan se apartaron de él para volver junto a las mochilas.

—¿Dónde convendría dejarlas? —susurró Robert Jordan.

—Aquí, creo yo. Pero ¿estás seguro de que podrás acercarte al centinela y acertarle con tu pequeña máquina?

—¿No fue aquí en donde estuvimos el otro día?

—En ese mismo árbol —susurró Anselmo, en voz tan baja que apenas Robert Jordan podía oírle. Sabía que hablaba sin mover los labios como había hecho el primer día—. Le he hecho una señal con mi cuchillo.

Robert Jordan tenía de nuevo la sensación de que todo aquello había sucedido ya; pero ahora la causa era la repetición de una pregunta y de la respuesta de Anselmo. Había ocurrido lo mismo con Agustín, que había hecho una pregunta sobre los centinelas cuando de antemano sabía la respuesta.

—Es lo suficientemente cerca; quizá demasiado cerca —susurró Jordan—. Pero la luz está a nuestra espalda y estaremos bien. Es perfecto.

—Entonces, me iré al otro lado de la garganta y me colocaré en posición —dijo Anselmo. Luego añadió—: Perdóname, inglés. Para que no haya ningún error. Por si me siento estúpido.

—¿Qué dices? —preguntó Robert Jordan en voz muy baja.

—Repíteme una vez más lo que tengo que hacer.

—Cuando yo dispare, disparas tú. En cuanto elimines a tu hombre, atraviesa el puente y reúnete conmigo. Yo tendré las mochilas allá abajo y tú irás colocando las cargas en la forma que yo te diga. Te lo iré explicando todo con la mayor claridad. Si me sucediera algo, procederás en la forma que te he indicado ya. Harás las cosas despacio y bien, sujetando firmemente las cargas por medio de las cuñas de madera y asegurando bien las granadas.

—Ahora, todo está claro —dijo Anselmo—. Lo recordaré todo. Ahora me voy. Mantente bien cubierto, inglés, cuando se haga de día.

—Cuando dispares —siguió diciendo Robert Jordan—, apunta cuidadosamente y con calma. No pienses en él como en un hombre, sino como en un blanco. ¿De acuerdo? No dispares al bulto, sino a un punto determinado. Si está de cara hacia ti, trata de tirar al centro del vientre. Si está vuelto de espaldas, apunta al centro de la espalda. Oye, viejo, si cuando yo dispare, tu hombre está sentado, se levantará un instante, antes de echar a correr o agazaparse. Dispárale entonces. Si no se levanta, tírale igual. No esperes. Pero asegura bien tu puntería. Acércate a una distancia de cincuenta metros. Eres cazador, de modo que no tendrás ningún problema.

—Lo haré como me ordenes —contestó Anselmo.

—Sí, así lo mando —dijo Robert Jordan.

«Me alegro de haberme acordado de darle una orden —se dijo—. Eso le ayudará y atenúa su responsabilidad. Al menos espero que sea así. Había olvidado lo que me dijo el primer día a propósito de matar.»

—Eso es lo que ordeno —repitió—. Y ahora, vete.

—Me voy —dijo Anselmo—. Hasta pronto, inglés.

—Hasta pronto, abuelo —dijo Robert.

Se acordó de su padre en la estación y de la humedad de aquel adiós y no dijo salud, ni hasta luego, ni buena suerte, ni nada parecido.

—¿Has limpiado el aceite del cañón de tu fusil, abuelo? —susurró—. ¿Para que dispare sin desviarse?

—En la cueva los limpié todos con la baqueta —repuso Anselmo.

—Entonces, hasta pronto —dijo Robert Jordan. Y el viejo se alejó sin ruido, deslizándose con sus alpargatas por entre los árboles.

Robert Jordan estaba tendido sobre las agujas de pino que cubrían el bosque, espiando el primer estremecimiento de la brisa, que agitaría las ramas con el día. Sacó el cargador de la ametralladora y jugó con el cerrojo atrás y adelante. Luego volvió el arma hacia él y en la oscuridad se llevó el cañón a los labios y sopló dentro; sintió el sabor a grasa del metal al apoyar su lengua en los bordes. Apoyó su arma contra el antebrazo, con el almacén puesto de forma que ninguna aguja de pino ni ninguna ramita penetrase en él; sacó todas las balas del cargador con el dedo pulgar y las depositó sobre un pañuelo que había extendido en el suelo. Palpando cada una de las balas en la oscuridad, volvió a meterlas, una tras otra, en el cargador. Sentía el peso del cargador en su mano; lo metió en el arma y lo ajustó en su lugar. Se tumbó de bruces detrás del tronco de un pino, con el arma de través, en su brazo izquierdo, y miró el punto luminoso que se divisaba abajo. En algunos momentos dejaba de verlo, cuando el centinela se detenía junto al brasero. Robert Jordan, tumbado allí, aguardó a que se hiciera de día.

Capítulo XLII

M
IENTRAS
P
ABLO VOLVÍA A LA CUEVA
, después de haber recorrido los montes, y la banda descendía hasta el lugar en donde habían dejado los caballos, Andrés había hecho rápidos progresos hacia el Cuartel General de Golz. Al llegar a la carretera general de Navacerrada, por donde descendían los camiones, se tropezaron con un control. Cuando Gómez exhibió el salvoconducto del teniente coronel Miranda, el centinela lo leyó a la luz de una linterna, se lo dio a otro hombre que estaba con él para que lo mirase, se lo devolvió y saludó:

—Siga —dijo—; pero apague las luces.

La motocicleta rugió nuevamente; Andrés volvió a aferrarse al asiento y siguieron a lo largo de la carretera general manejándose Gómez hábilmente entre los camiones. Ninguno de los camiones llevaba luces; era un convoy interminable. Había también camiones cargados que subían carretera arriba y que levantaban una polvareda que Andrés no podía ver en la oscuridad, aunque sentía que le golpeaba el rostro y podía haber hincado en ella los dientes.

Llegaron junto a la trasera de un camión y la motocicleta tamboreó unos instantes hasta que Gómez la aceleró, dejando atrás al camión y a otro, y otro, y otro y otros más, mientras a su izquierda seguía rugiendo la fila de camiones que volvían de la Sierra. Detrás de ellos se encontraba un automóvil rasgando el ruido y el polvo producidos por los camiones con sus insistentes bocinazos. Encendió y apagó los faros varias veces, iluminando la nube de polvo amarillento, y se lanzó adelante, entre el chirrido de los engranajes forzados por la aceleración y el concierto discordante de su bocina amenazadora.

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