—¡Hola, viejo! —le susurró al oído Jordan, golpeándole cariñosamente en la espalda—. ¿Cómo van las cosas, abuelo?
—Con mucho frío —dijo Anselmo. Fernando se había quedado un poco distante, vuelto de espaldas a la nieve, que seguía cayendo.
—Vamos —cuchicheó Jordan—; ven a calentarte al campamento. Es un crimen haberte dejado aquí tanto tiempo.
—Esa es la luz de ellos —dijo Anselmo.
—¿Dónde está el centinela?
—No se le ve desde aquí. Está al otro lado del recodo.
—Que se vayan al diablo —dijo Robert Jordan—. Ya me contarás todo eso en el campamento. Vamos. Vámonos.
—Déjeme que se lo explique.
—Ya lo veré mañana por la mañana —dijo Robert Jordan—; toma un trago de esto.
Y mientras hablaba le tendió la cantimplora al viejo.
Anselmo desenroscó el tapón y bebió un trago.
—¡Ay! —exclamó, restregándose la boca—. Es como fuego.
—Vamos —dijo el inglés en la oscuridad—. Vámonos.
Se había hecho tan oscuro, que no se distinguía más que los copos de nieve empujados por el viento y la línea rígida de los troncos de los pinos. Fernando seguía un poco apartado.
«Mira, parece uno de esos indios que se paran delante de las cigarrerías —pensó Robert Jordan—. Creo que debiera ofrecerle también a él un trago.»
—¡Eh, Fernando! —dijo el inglés, acercándosele—. ¿Un trago?
—No —contestó Fernando—; muchas gracias.
«Soy yo quien te da las gracias, hombre —pensó Robert Jordan—. Me contenta que los indios de las cigarrerías no beban. No me queda mucho. Chico, me alegro de ver al viejo.» Miró a Anselmo y de nuevo le golpeó cariñosamente en la espalda, mientras empezaban a subir la cuesta.
—Me alegro de verte, abuelo —le dijo a Anselmo—; cuando estoy de mal humor, nada más verte se me va. Vamos, vamos para allá.
Ascendían por la ladera cubierta de nieve.
—De vuelta al palacio de Pablo —dijo Robert Jordan. En español, aquello sonaba bien.
—El palacio del Miedo —dijo Anselmo.
—La cueva de los huevos perdidos —replicó alegremente Robert Jordan.
—¿Qué huevos? —preguntó Fernando.
—Es una broma —replicó Robert Jordan—. Solamente una broma. No son huevos, ¿sabes? Son los otros.
—Pero ¿por qué perdidos? —preguntó Fernando.
—No lo sé —contestó Jordan—. Haría falta un libro para explicártelo. Pregúntaselo a Pilar.
Luego echó un brazo por encima de los hombros de Anselmo y fue así mientras andaban, dándole de cuando en cuando un golpe cariñoso.
—Escucha —le dijo—; no sabes cuánto me alegro de verte. ¿Me oyes? No sabes lo que vale en este país el encontrarse a alguien en el lugar en donde se le ha dejado.
Tenía tanta confianza en él, que hasta podía permitirse el lujo de hablar mal contra el país.
—Me alegro de verte —dijo Anselmo tuteándole por vez primera—; pero ya iba a marcharme.
—¿Qué es eso de que ibas a marcharte, hombre? —dijo alegremente Robert Jordan—. Antes te hubieras helado.
—¿Cómo van las cosas por arriba? —preguntó Anselmo.
—Muy bien —contestó Robert Jordan—. Todo va muy bien.
Se sentía dichoso con esa felicidad súbita y rara que puede adueñarse de un hombre al frente de un ejército revolucionario; la alegría de descubrir que uno de los dos flancos es seguro, y pensó que si se mantuvieran firmes los dos flancos sería demasiado; sería tanto, que casi no se podría resistir. Era bastante con un flanco, y un flanco, si las cosas se miraban a fondo, era un hombre. Sí, un hombre sólo. Esto no era el axioma que deseaba, pero el hombre era bueno. Era un hombre bueno. «Tú serás el flanco izquierdo en la batalla; más vale que no te lo diga ahora. Será una batalla pequeña, pero muy bonita. Aunque va a ser una batalla dura. Bueno, yo he deseado siempre contar con una batalla para mí solo. Siempre he tenido una idea en materia de batallas sobre lo que había sido erróneo en todas las otras batallas, desde la de Agincourt. Conviene que esta batalla salga bien. Será una batalla pequeña, pero muy bonita. Si puedo hacer lo que he maquinado, será una batalla realmente muy linda.»
—Escucha —dijo a Anselmo—, me alegro horrores de verte.
—Yo también —contestó el viejo.
Mientras subían por el monte en la oscuridad, con el viento a las espaldas y la tormenta zumbando en torno a ellos, Anselmo dejó de sentirse solo. No se había sentido solo desde el momento en que el inglés le golpeó cariñosamente en las espaldas. El inglés estaba contento y habían bromeado juntos. El inglés decía que todo iba a marchar bien y que no estaba preocupado. La bebida le había calentado el estómago y sus pies se le iban calentando a medida que trepaban.
—No ha habido gran cosa por la carretera —dijo al inglés.
—Bien —contestó éste—; me lo contarás todo cuando lleguemos.
Anselmo se sentía dichoso y se alegraba de haberse quedado en su puesto de observación.
Si hubiese vuelto al campamento, no hubiera sido incorrecto. Hubiera sido una cosa atinada y correcta el haberlo hecho, dadas las circunstancias, pensaba Robert Jordan. Pero se había quedado en el lugar que se le dijo. Aquello era la cosa más rara que podía verse en España. Permanecer en su puesto durante una tormenta supone muchas cosas. No es ninguna tontería el que los alemanes empleen la palabra
Sturm
(tormenta), para designar un asalto. «Me vendrían bien un par de hombres como él, capaces de quedarse en el lugar que se les ha designado. Me vendrían muy bien. Me pregunto si Fernando se hubiera quedado. Es posible. Después de todo fue él quien se ofreció a acompañarme, hace un momento. ¿Crees que se hubiera quedado? La cosa estaría bien. Es lo suficientemente tozudo para ello. Tengo que hacerle algunas preguntas. ¿Qué estará pensando este viejo indio de cigarrería en estos momentos?»
—¿En qué piensas, Fernando? —preguntó Jordan.
—¿Por qué me preguntas eso?
—Por curiosidad —contestó Jordan—. Soy un hombre muy curioso.
—Estaba pensando en la cena —dijo Fernando.
—¿Te gusta comer?
—Sí. Mucho.
—¿Qué tal guisa Pilar?
—Lo corriente —dijo Fernando.
«Es un segundo Coolidge —pensó Jordan—. Pero, bueno, de todos modos tengo la impresión de que es uno de los que se quedarían.»
Y siguieron trepando, colina arriba, entre la nieve.
—E
L SORDO HA ESTADO AQUÍ
—dijo Pilar a Robert Jordan. Acababan de dejar la tormenta para adentrarse en el calor humeante de la cueva y la mujer había hecho un gesto al inglés para que se acercase a ella—. Ha ido a buscar caballos.
—Bien. ¿Dejó dicho algo para mí?
—Sólo que iba a buscar caballos.
—¿Y nosotros?
—No sé —dijo ella—. Ahí le tienes.
Robert Jordan había visto a Pablo al entrar y Pablo le había sonreído. Le miró de nuevo, desde su asiento junto a la mesa de tablones y le sonrió, agitando la mano.
—Inglés —dijo Pablo—, sigue cayendo, inglés.
Robert Jordan asintió con la cabeza.
—Déjame quitarte los calcetines para ponértelos a secar —dijo María—. Voy a colgarlos sobre el fuego.
—Cuidado con no quemarlos —dijo Robert Jordan—; no quiero andar por ahí con los pies desnudos. ¿Qué es lo que pasa? —preguntó a Pilar—. ¿Hay reunión? ¿No habéis puesto centinelas fuera?
—¿Con esta tormenta? ¡Qué va!
Había seis hombres sentados a la mesa, con la espalda pegada al muro. Anselmo y Fernando seguían sacudiéndose la nieve de sus chaquetones, golpeando los pantalones y frotando los zapatos contra el muro cerca de la entrada.
—Dame tu chaqueta —dijo María—; no dejes que la nieve se derrita encima.
Robert Jordan se quitó la chaqueta, sacudió la nieve de su pantalón y se descalzó.
—Vas a mojarlo todo —dijo Pilar.
—Eres tú la que me has llamado.
—No es una razón para no irte a la puerta y sacudirte allí.
—Perdona —dijo Robert Jordan, en pie, con los pies descalzos sobre el polvo del suelo—. Búscame un par de calcetines, María.
—El dueño y señor —comentó Pilar, y se puso a atizar el fuego.
—Hay que aprovechar el tiempo —dijo Robert Jordan— hay que tomar las cosas como vienen.
—Está cerrado —dijo María.
—Toma la llave —y se la tiró.
—No abre esta mochila.
—Es la de la otra. Los calcetines están en la parte de arriba, a un lado.
La muchacha encontró los calcetines y se los entregó juntamente con la llave, después de cerrar el saco.
—Siéntate y pónmelos, pero antes sécate los pies —dijo. Robert Jordan le sonrió.
—¿No podrías secármelos tú con tus cabellos? —preguntó en voz alta, de modo que Pilar pudiese oírle.
—¡Qué cerdo! —exclamó Pilar—. Hace un momento era el dueño de esta casa y ahora quiere ser nada menos que nuestro antiguo Señor Jesucristo. Dale un leñazo.
—No —dijo Robert Jordan—; es una broma, y bromeo porque estoy contento.
—¿Estás contento?
—Sí —dijo—, estoy contento porque todo va muy bien.
—Roberto —dijo María—, ve a sentarte, y sécate los pies, que voy a darte algo de beber para calentarte.
—Se diría que es la primera vez en su vida que ese hombre ha tenido los pies mojados —dijo Pilar— y que jamás ha visto un copo de nieve.
María le llevó una piel de cordero, que depositó en el suelo polvoriento de la cueva.
—Ahí —le dijo—; pon los pies ahí hasta que estén secos los calcetines.
La piel de cordero era nueva y no estaba curtida, y al poner sus pies sobre ella Robert Jordan la oyó crujir como el pergamino.
El fogón humeaba y Pilar llamó a María.
—Sopla ese fuego, holgazana. Eso es una humareda.
—Sóplalo tú misma —replicó María—. Yo voy a buscar la botella que trajo el Sordo.
—Está detrás de los bultos —dijo Pilar—; y oye, ¿hace falta que lo cuides como si fuera un niño de pecho?
—No —contestó María—; pero sí como a un hombre que tiene frío y está calado. Un hombre que vuelve a su casa. Toma, aquí está. —Entregó la botella a Robert Jordan—. Es la botella del mediodía. Con ella se podría hacer una lámpara preciosa. Cuando tengamos otra vez electricidad, ¡qué bonita lámpara podrá hacerse con esta botella! —Miró con deleite la vasija—, ¿Cómo tomas esto, Roberto?
—Creí que era el inglés —dijo Robert Jordan.
—Te llamaré Roberto delante de los otros —dijo ella, en voz baja, sonrojándose—. ¿Cómo lo tomas, Roberto?
—Roberto —dijo Pablo, con voz estropajosa, moviendo a uno y otro lado la cabeza—. ¿Cómo lo tomas, don Roberto?
—¿Quieres un poco? —le preguntó Robert Jordan.
Pablo rehusó con la cabeza.
—No, yo me emborracho con vino —dijo con dignidad.
—Vete a paseo con Baco —contestó Robert Jordan.
—¿Quién es Baco? —preguntó Pablo.
—Un camarada tuyo.
—No he oído nunca hablar de él —dijo Pablo pesadamente—. No he oído hablar nunca en estas montañas.
—Dale un trago a Anselmo —dijo Robert Jordan a María—. El sí que debe de tener frío. —Se puso los calcetines secos: el
whisky
con agua del jarro olía bien y le calentó suavemente el cuerpo. «Pero esto no se enrosca adentro como el ajenjo —pensó—. No hay nada como el ajenjo.»
«¿Quién hubiera imaginado que tenían
whisky
por aquí?», pensó. Aunque La Granja era el lugar de España con más posibilidades de encontrarlo. Imagina a ese Sordo que va a comprar una botella para el dinamitero que viene de visita, que piensa luego en traérsela y en dejársela. No era sólo cortesía lo de aquellas gentes. La cortesía hubiera consistido en sacar ceremoniosamente la botella y ofrecerle un vaso. Eso es lo que los franceses hubieran hecho, y hubieran guardado el resto para otra ocasión. No, esa atención profunda, la idea de que al huésped le gustaría, la delicadeza de llevársela para causarle placer, cuando estaba uno metido hasta el cuello en una empresa en que se tenían todas las razones para no pensar más que en uno mismo y en nada más, eso era típicamente español. Era un rasgo muy español. Haber pensado en llevarle el
whisky
era una de las cosas que hacían que uno quisiera a tales gentes. «Vamos, no te pongas romántico —pensó—. Hay tantas clases de españoles como de norteamericanos.» No obstante, era un rasgo el haberle traído el
whisky
. Un rasgo muy hermoso.
—¿Te gusta? —preguntó Anselmo.
El viejo estaba sentado cerca del fuego, con la sonrisa en los labios, sosteniendo con sus grandes manos la taza. Movió la cabeza.
—¿No te ha gustado? —le preguntó Robert Jordan.
—La pequeña ha echado agua dentro —dijo Anselmo.
—Así es como lo toma Roberto —dijo María—. ¿Es que eres tú distinto?
—No —dijo Anselmo—. No soy especial. Pero me gusta cuando quema la garganta según va bajando.
—Dame eso —dijo Robert Jordan a la chica—, y échale de lo que quema.
Vació la taza de Anselmo en la suya y se la dio a la muchacha, que, con mucho cuidado, echó el líquido de la botella.
—¡Ah! —dijo Anselmo, cogiendo la taza, echando la cabeza hacia atrás y dejando que el líquido le cayera por el gaznate. Luego miró a María, que estaba de pie, con la botella en la mano, parpadeó, haciéndole un guiño mientras los ojos se le estaban llenando de lágrimas—. Eso es —dijo—; eso es. —Se relamió—. Esto matará al gusano.
—Roberto —dijo María, y se acercó a él, teniendo siempre la botella en la mano—, ¿quieres comer ahora?.
—¿Está lista la comida?
—Lo estará cuando tú quieras.
—¿Han comido los demás?
—Todos, menos tú, Anselmo y Fernando.
—Bueno, entonces, comamos —dijo—. ¿Y tú?
—Comeré luego, con Pilar.
—Come ahora con nosotros.
—No, no estaría bien.
—Vamos, come con nosotros. En mi tierra ningún hombre come antes que su mujer.
—Eso será en tu tierra. Aquí se estila comer después.
—Come con él —dijo Pablo, levantando los ojos de la mesa—; come con él; bebe con él. Acuéstate con él. Muere con él. Hazlo todo como en su tierra.
—¿Estás borracho? —preguntó Robert Jordan, deteniéndose delante de Pablo. El hombre de rostro sucio e hirsuto le miró alegremente.
—Sí —contestó Pablo—. ¿Dónde está tu país, inglés? Ese país en que los hombres comen con las mujeres.
—En los Estados Unidos, en el Estado de Montana.
—¿Es allí donde los hombres llevan faldas como las mujeres?