—El despacho del joven Jordan para Golz que está en tu bolsillo —dijo Karkov a través de su mala dentadura.
André Marty se metió la mano en el bolsillo, sacó el mensaje y lo puso sobre la mesa, mirando a Karkov directamente a los ojos. Muy bien, se había equivocado y no había nada que se pudiera hacer para remediarlo; pero no estaba dispuesto a sufrir ninguna humillación.
—Y el salvoconducto también —insistió Karkov suavemente.
Marty puso el salvoconducto al lado del despacho.
—Camarada cabo —llamó Karkov en español.
El cabo abrió la puerta y entró en la habitación. Echó una rápida mirada hacia Marty, que le devolvió la mirada como un viejo jabalí acosado por los perros. No había en su rostro huellas de miedo ni de humillación. Estaba sencillamente encolerizado y había sido acorralado provisionalmente. Sabía que aquellos perros no se harían jamás con él.
—Entrégales esos documentos a esos dos camaradas del cuarto de guardia e indícales el camino para llegar al Cuartel General de Golz —dijo Karkov—. Ya han estado detenidos demasiado tiempo.
El cabo salió y Marty le siguió con la mirada, volviéndola después hacia Karkov.
—Tovarich Marty —dijo Karkov—, voy a averiguar hasta qué punto eres intocable.
Marty le miró de frente y no dijo nada.
—No hagas planes sobre lo que vas a hacer con el cabo —prosiguió Karkov—. No fue el cabo quien me habló. Vi a los dos hombres en el cuarto de guardia y me hablaron ellos. —Era una mentira.— Siempre quiero que la gente se dirija a mí. —Aquello era verdad, aunque fue el cabo quien le habló. Pero Karkov creía en los beneficios que podían sacarse de su accesibilidad y en las posibilidades de humanizar las cosas por una intervención benévola. Era la única cosa en la que no era nunca cínico—. Ya sabes que cuando estoy en la U. R. S. S. las gentes me escriben a
Pravda
si se comete una injusticia en una aldea del Azerbayán. ¿Lo sabías? «El camarada Karkov nos ayudará», se dicen.
André Marty le miró sin que su rostro expresara más que cólera y disgusto. No tenía en su mente otra idea más que la de que Karkov había hecho algo contra él. Muy bien. Por mucho poder que tuviera, Karkov tendría que estar alerta en adelante.
—Hay algo más —continuó Karkov—, aunque siempre se trata de lo mismo. Es preciso que descubra hasta qué punto eres intocable, camarada Marty. Me gustaría saber si no es posible cambiar el nombre de esa fábrica de tractores.
André Marty apartó los ojos y los fijó de nuevo en el mapa.
—¿Qué decía el joven Jordan en su mensaje? —preguntó Karkov.
—No he leído el mensaje —contestó Marty—.
Et maintenant, fiche-moi la paix
, camarada Karkov.
—Bien —dijo Karkov—, te dejo entregado a tus tareas militares.
Salió de la habitación y se fue al cuarto de guardia. Andrés y Gómez se habían marchado ya. Se detuvo un instante mirando el camino y las cumbres que se perfilaban en la luz cenicienta de la madrugada. «Hay que llegar allá arriba —pensó—. Esto va a comenzar muy pronto.»
Andrés y Gómez estaban de nuevo en la motocicleta, corriendo por la carretera, que poco a poco se iba iluminando por la luz del día. Andrés, agarrado al asiento, mientras la moto trepaba por la carretera, en curvas cerradas, envuelta en una bruma gris, que descendía de lo alto del puerto, sentía la máquina deslizarse bajo él. Luego la sintió estremecerse y pararse. Se quedaron de pie, al lado de la moto, en un fragmento de carretera descendente envuelta en bosques. A su izquierda había tanques cubiertos con ramas de pino. Por todas partes había tropas. Andrés vio a los camilleros, con los largos palos de las camillas al hombro. Tres coches del Estado Mayor estaban alineados a la derecha, bajo los árboles, a un lado de la carretera y debajo de una enramada de pinos. Gómez llevó la motocicleta hasta apoyarla en un pino, junto a uno de los automóviles. Se dirigió al chófer que estaba sentado en el coche, con la espalda apoyada en un árbol.
—Yo os llevaré —dijo el chófer—. Esconde la moto y cúbrela con algunas de esas ramas —añadió, señalando un montón de ramas cortadas.
Mientras el sol comenzaba a asomar por las altas copas de los pinos, Gómez y Andrés siguieron al chófer, que se llamaba Vicente, al otro lado de la carretera y llegaron, caminando entre los árboles, por una pendiente, hasta la entrada de un refugio sobre cuyo techo se veían los hilos del teléfono y del telégrafo, que continuaban camino arriba. Quedaron aguardando mientras el chófer entraba con el mensaje, y Andrés admiró la construcción del refugio, que parecía un agujero desde el exterior de la colina, sin escombros alrededor, pero que en su interior era profundo, según podía ver desde la entrada, y los hombres se movían con holgura sin necesidad de agachar la cabeza para esquivar el grueso techo de maderos.
Por fin, Vicente, el chófer, salió.
—Está allá arriba, en lo alto de la montaña, en donde se están desplegando las tropas para el ataque —dijo—. Se lo he dado al jefe del Estado Mayor. Aquí está el recibo que ha firmado.
Entregó el sobre firmado a Gómez, que se lo entregó a Andrés, el cual le echó una ojeada y se lo metió en el bolsillo de su camisa.
—¿Cómo se llama el que ha firmado? —preguntó.
—Duval —dijo Vicente.
—Bien —dijo Andrés—. Es uno de los tres a quien podía entregárselo.
—¿Tenemos que aguardar respuesta? —preguntó Gómez a Andrés.
—Sería mejor; aunque, después de lo del puente, ni Dios sabe si podré encontrar a Jordan y a los otros.
—Venid conmigo a esperar a que vuelva el general —dijo Vicente—. Os buscaré un poco de café; debéis de estar hambrientos.
—¿Y esos tanques? —preguntó Gómez.
Pasaban junto a los tanques de color de barro, cubiertos de ramas, cada uno de los cuales había dejado un profundo surco al virar para apartarse de la carretera. Los cañones del 45 asomaban horizontalmente bajo las ramas y los conductores y los artilleros, enfundados en sus chaquetas de cuero y cubiertos con casco de acero, descansaban junto a los árboles tendidos en el suelo.
—Esos son los de la reserva —dijo Vicente—. Todas esas tropas son de la reserva. Los que iniciarán el ataque están más arriba.
—Son muchísimos —dijo Andrés.
—Sí —asintió Vicente—; una división completa.
En el interior del refugio, Duval, sosteniendo con la mano izquierda abierto el mensaje de Robert Jordan, miraba su reloj de pulsera y volvía a leer la carta por cuarta vez, sintiendo cada vez que la leía que el sudor le goteaba por las axilas.
—Dadme la posición de Segovia —dijo—. ¿Ya se ha ido? Bueno, entonces, dadme la de Ávila.
Continuó telefoneando. Pero no servía de nada. Había hablado a las dos brigadas. Golz estaba inspeccionando el dispositivo del ataque y había vuelto a salir hacia un puesto de observación. Llamó al puesto de observación, pero no estaba tampoco.
—Dadme la base aérea número 1 —dijo Duval, asumiendo repentinamente toda la responsabilidad. Tomaba sobre sí la responsabilidad de detenerlo todo. Era mejor detenerlo todo. No se podía lanzar un ataque por sorpresa contra un enemigo que lo esperaba. No se podía hacer eso. Era un asesinato. No se podía hacer. No se debía hacer. Pasara lo que pasara. Podían fusilarle si querían. Iba a telefonear directamente a la base aérea y suspendería el bombardeo. Pero ¿y si todo ello no fuera más que un ataque de diversión? ¿Si sólo se propusiera atraer hacia el sector un considerable número de tropas enemigas y gran cantidad de material para operar con libertad en otra parte? Imaginó que sería por eso. Nunca se dice que se trata de un ataque de diversión a quienes lo llevan a cabo.
—Anule la comunicación con la base 1 —dijo al telefonista—. Déme el puesto de observación de la 69 brigada.
Estaba esperando todavía la primera comunicación cuando oyó los primeros aviones.
En aquel momento el puesto de observación respondió.
—Sí —dijo suavemente Golz.
Estaba sentado con la espalda contra unos sacos de arena y tenía los pies apoyados sobre una peña, y un cigarrillo colgando de una de las comisuras de los labios; mientras hablaba, miraba por encima de su hombro, observando el despliegue, de tres en tres, de los aviones plateados que cruzaban rugiendo la lejana cresta de la montaña, iluminados por los primeros rayos del sol. Los veía hermosos, resplandecientes, con los dobles círculos de las hélices que parecían batir la luz solar.
—Sí —respondió en francés, sabiendo que Duval estaba al otro extremo del hilo—.
Nous sommes foutus. Oui, comme toujours. Oui. C’est dommage. Oui
. Es una pena que eso haya llegado demasiado tarde.
Al ver llegar los aviones, sus ojos se llenaron de orgullo. Veía las marcas rojas en las alas y contemplaba el avance firme, soberbio y rugiente de los aparatos. Así era como hubieran podido hacerse las cosas. Aquéllos eran verdaderos aviones. Se habían traído desmontados desde el Mar Negro, en barco, a través de los estrechos, a través de los Dardanelos, a través del Mediterráneo; habían sido descargados cuidadosamente en Alicante, armados atentamente, probados. Se les había encontrado en perfectas condiciones y ahora volaban formando con minuciosa precisión uves agudas y puras; volaban altos y plateados en el sol de la mañana para ir a hacer saltar esas fortificaciones vecinas, haciéndolas volar por el aire, de forma que se pudiera avanzar.
Golz sabía que, en cuanto pasaran por encima, las bombas caerían como marsopas aéreas. Luego saltarían las crestas de los parapetos, se levantarían nubes rugientes de polvo y de piedra que desaparecerían en una misma masa. Luego avanzarían los tanques trepando por las dos laderas y, tras ellos, se lanzarían al ataque sus dos brigadas. Y si el ataque hubiera sido una sorpresa, las brigadas hubieran podido avanzar y proseguir su marcha, cruzando y siguiendo adelante, y pasar por encima, desplegándose, haciendo lo que había que hacer, y habría mucho que hacer, inteligentemente, con la ayuda de los tanques, con los tanques, que avanzarían y retrocederían cubriendo las propias líneas de fuego y con camiones que llevarían las tropas de ataque hasta lo más alto, adelantando y situando a las que encontrasen libre el camino. Así tendría que realizarse la operación si no se interponía la traición y cada cual hacía lo que debía hacer.
Allí estaban las dos cumbres, y allí estaban los tanques, y allí estaban aquellas dos buenas brigadas, dispuestas a salir del bosque, y en aquel momento llegaban los aviones.
Todo lo que él tenía que haber hecho, estaba preparado en debida forma.
Pero al ver los aviones, que volaban sobre su cabeza, sintió un malestar en el estómago, ya qué sabía, después de haberle sido leído el mensaje de Jordan por teléfono, que no habría nadie en aquellas colinas. Las tropas enemigas se habrían retirado un poco más abajo, refugiándose en estrechas trincheras, para estar a salvo de las esquirlas, o estarían escondidas en los bosques, y cuando los bombarderos hubieran pasado, volverían a su antigua posición con sus ametralladoras y sus fusiles automáticos y con los cañones antitanques que Jordan había visto subir por la carretera, y sería la misma historia de siempre. Pero los aviones, avanzando ensordecedores, eran una prueba de cómo podía haber sido, y mientras los observaba, Golz respondió al teléfono: «
No. Rien à faire. Rien. Faut pas penser. Faut accepter
.»
Golz seguía mirando los aviones con ojos duros y orgullosos sabiendo cómo podrían haber ocurrido las cosas y cómo iban a suceder en cambio. Y, orgulloso por lo que pudiera haberse hecho, convencido de que hubiera podido hacerse bien, aunque nunca llegara a realizarse, dijo: «
Bon. Nous ferons notre petit possible
.» Y colgó el teléfono.
Pero Duval no le oía. Sentado a la mesa, con el auricular en la mano, lo único que oía era el rugido de los aviones, mientras pensaba: «Quizá sea esta vez. Óyelos llegar. Quizá tus bombarderos hagan saltar todo. Quizá podamos abrir una brecha. Quizá se nos manden las reservas que Golz ha pedido. Quizá. Quizá. Quizá sea esta vez... Vamos. Vamos. Adelante.» Y el ruido de los aviones se hizo tan fuerte que ya ni él mismo lograba oír lo que pensaba.
R
OBERT
J
ORDAN
, tumbado tras un pino en la pendiente de un cerro que dominaba la carretera y el puente, miraba cómo amanecía. Siempre le había gustado aquella hora del día, y ahora sentía como si él mismo fuese una parte del amanecer, como si fuese una porción de esa luz gris, de ese lento aclarar que precede a la salida del sol, cuando los objetos sólidos se oscurecen, el espacio se ilumina, las luces de la noche se hacen amarillas y se esfuman a medida que avanza el día. Los troncos de los pinos detrás de él se divisaban claros y nítidos, la corteza oscura y con relieve, y la carretera brillaba bajo un velo de bruma. Estaba húmedo de rocío y el suelo del bosque era blando y sentía la dulzura de las agujas de pino hundiéndose debajo de sus codos. Más abajo, a través de la bruma ligera, que subía del lecho del río, podía divisar el puente de acero, erguido y rígido, por encima del paso, con las garitas de los centinelas a uno y otro extremo, y la estructura fina, aérea que lo sostenía, envuelto en la niebla que flotaba sobre el agua.
Podía ver al centinela que, de pie, en su garita, con la espalda vuelta, envuelto en un capote y con un casco en la cabeza, se calentaba las manos en el bidón de gasolina agujereado que le servía de brasero. Robert Jordan oía el ruido del torrente, que golpeaba más abajo, entre las rocas, y veía una ligera humareda gris levantarse de la garita del centinela.
Miró su reloj y se dijo: «¿Habrá llegado Andrés hasta Golz? Si hay que hacer que salte el puente, quisiera respirar muy despacio, prolongar el paso del tiempo y sentirlo pasar. ¿Crees que habrá llegado Andrés? Y en ese caso, ¿renunciarán a la ofensiva? ¿Están todavía a tiempo de renunciar? ¡Qué va! No te preocupes. Sucederá una u otra cosa. Tú no tienes que decidir nada. Y pronto sabrás lo que tienes que hacer. Imagina que la ofensiva fuera un éxito. Golz dice que puede tener éxito, que hay una posibilidad. Con nuestros tanques viniendo por esa carretera, los hombres llegando por la derecha, avanzando hasta más allá de La Granja, rodeando todo el flanco izquierdo del cerro... ¿Por qué no crees que alguna vez podemos ganar? Hemos estado tanto tiempo a la defensiva, que no eres capaz siquiera de imaginarlo. Claro. Pero eso sucedía antes que todo este material subiese por la carretera. Eso era antes de la llegada de los aviones. No seas tan ingenuo. Pero recuerda que si nosotros aguantamos aquí, los fascistas se verán inmovilizados. No pueden atacar por ninguna otra parte antes de haber acabado con nosotros, y no terminarán nunca con nosotros. Si los franceses nos ayudan, sencillamente, si dejan la frontera abierta, y si recibimos aviones de Norteamérica, no podrán jamás acabar con nosotros. Jamás, si recibimos ayuda, por poca que sea. Esta gente se batirá indefinidamente si está bien armada.