—Despiértale, cochino fascista —dijo—. Despiértale, o te mato.
—Cálmate —dijo el oficial—. Vosotros, los barberos, sois gente muy impresionable.
Andrés vio a la luz de la lámpara el rostro de Gómez alterado por el odio. Pero dijo solamente:
—Despiértale.
—Ordenanza —gritó el oficial, con voz despectiva.
Un soldado apareció en la puerta, saludó y se fue.
—Su novia está con él —dijo el oficial, y se puso de nuevo a leer su periódico—. Con toda seguridad le va a encantar veros.
—Los individuos como tú, obstaculizan todos los esfuerzos para ganar la guerra —dijo Gómez al oficial del Estado Mayor.
El oficial no le prestaba ninguna atención. Luego, mientras proseguía su lectura, comentó, como hablando consigo mismo.
—¡Qué periódico tan curioso es éste!
—¿Por qué no lees
El Debate
? Ese es tu periódico —dijo Gómez, nombrando al principal órgano católico conservador publicado en Madrid antes del Movimiento.
—No olvides que soy tu superior y que un informe mío sobre ti llegaría muy lejos —dijo el oficial, sin levantar los ojos—. No he leído nunca
El Debate
; no hagas acusaciones falsas.
—No, tú leías el
A B C
—dijo Gómez—. El ejército está podrido con gente como tú. Pero esto no va a durar mucho. Estamos copados entre ignorantes y cínicos. Pero instruiremos a los unos y eliminaremos a los otros.
—Purga es la expresión que andas buscando —dijo el oficial, sin molestarse en levantar los ojos—. Hay aquí un artículo sobre las purgas de tus famosos rusos. Están purgando más que el aceite de ricino en estos tiempos.
—Llámalo como quieras —dijo Gómez, furioso—. Llámalo como quieras, con tal que los individuos de tu calaña sean liquidados.
—¿Liquidados? —preguntó el oficial insolentemente, y como si hablara consigo mismo—: Ahí tienes una palabra que casi no se parece al castellano.
—Fusilados entonces —dijo Gómez—; eso es buen castellano ¿no? ¿Lo entiendes?
—Sí, hombre; pero no hables tan fuerte. Además del teniente coronel, hay otros durmiendo en este Estado Mayor, y tus emociones me fatigan. Esa es la razón de que siempre me haya afeitado solo. Nunca me ha gustado la conversación.
Gómez miró a Andrés y movió la cabeza. Sus ojos brillaban con la humedad que provocan la rabia y el despecho. Pero sacudió la cabeza y no dijo nada, dejando todo aquello para un futuro más o menos próximo. Había ido dejando muchas cosas en el año y medio que estuvo en el puesto como jefe de batallón de la Sierra. Al entrar el teniente coronel en pijama, Gómez se levantó y saludó.
El teniente coronel Miranda era un hombre bajo, de cara grisácea, que había estado en el ejército toda su vida, que había perdido el amor de su esposa en Madrid y el apetito en Marruecos y que se había hecho republicano al descubrir que no podía divorciarse —de recobrar la buena digestión no hubo ninguna posibilidad—; había entrado en la guerra civil como teniente coronel y su única aspiración era terminarla con el mismo grado. Había defendido bien la Sierra y quería que se le dejara tranquilo para seguir defendiéndola. Se encontraba mucho mejor en guerra que en paz, sin duda a causa del régimen dietético que se veía forzado a seguir; tenía una inmensa reserva de bicarbonato de sosa, bebía
whisky
todas las noches; su amante, de veintitrés años, iba a tener un niño, como casi todas las muchachas que se habían hecho milicianas en julio del año anterior, y al entrar en la sala respondió con un cabeceo al saludo de Gómez, y le tendió la mano.
—¿Qué te trae por aquí, Gómez? —preguntó; y luego, dirigiéndose al oficial sentado a la mesa, que era su ayudante, dijo—: Dame un cigarrillo, Pepe, por favor.
Gómez le enseñó los papeles de Andrés y el mensaje. El teniente coronel examinó rápidamente el salvoconducto, miró a Andrés, le saludó asimismo con la cabeza, sonrió y después se puso a estudiar ávidamente el mensaje. Palpó el sello, pasándole el índice, y por último devolvió el salvoconducto y el mensaje a Andrés.
—¿Es muy dura la vida en las montañas?
—No, mi teniente coronel —contestó Andrés.
—¿Te han señalado el lugar más próximo al Cuartel General del general Golz?
—Navacerrada, mi teniente coronel —dijo Andrés—. El inglés ha dicho que estaría en alguna parte cerca de Navacerrada, detrás de las líneas, a la derecha de aquí.
—¿Qué inglés? —le preguntó cortésmente el teniente coronel.
—El inglés que está con nosotros como dinamitero.
El teniente coronel asintió con la cabeza. No era más que uno de tantos fenómenos inesperados e inexplicables de la guerra. «El inglés que está con nosotros de dinamitero.»
—Será mejor que lo lleves tú en la moto, Gómez —dijo el teniente coronel—. Prepárale un salvoconducto enérgico para el Estado Mayor del general Golz; yo lo firmaré —dijo al oficial de la visera de celuloide verde—. Escríbelo a máquina, Pepe. Ahí están los detalles. —Hizo un gesto a Andrés para que le entregara el salvoconducto—. Y ponle dos sellos. —Se volvió hacia Gómez—. Tendréis necesidad esta noche de un documento en regla. Así tiene que ser. Hay que ser prudentes cuando se prepara una ofensiva. Voy a daros algo todo lo enérgico que sea posible. —Luego, dirigiéndose a Andrés con cariño—: ¿Quieres algo? ¿Quieres algo de beber o de comer?
—No, mi teniente coronel —dijo Andrés—; no tengo hambre. Me han dado un coñac en el último puesto de mando y si tomo algo más acabaré por marearme.
—¿Has visto movimientos o actividad al otro lado de mi frente cuando lo atravesaste? —preguntó cortésmente el teniente coronel a Andrés.
—Estaba todo como siempre, mi teniente coronel; tranquilo, tranquilo.
El teniente coronel preguntó:
—¿No te he visto yo en Cercedilla hace cosa de tres meses?
—Sí, mi teniente coronel.
—Ya me lo parecía. —El teniente coronel le golpeó cariñosamente en la espalda—. Estabas con el viejo Anselmo. ¿Cómo está Anselmo?
—Está muy bien, mi teniente coronel —respondió Andrés.
—Bueno; me alegro —dijo el teniente coronel. El oficial le mostró lo que acababa de escribir a máquina; el teniente coronel lo leyó y lo firmó—. Ahora tenéis que daros prisa —dijo a Gómez y a Andrés—. Atención con la moto —dijo a Gómez—. Utiliza las luces. No puede pasar nada por una simple motocicleta, y tienes que ser muy cuidadoso para que no os ocurra nada. Dadle recuerdos al camarada Golz de mi parte. Nos conocimos después de lo de Peguerinos. —Les dio la mano a los dos—. Pon los papeles en el bolsillo de tu camisa y abróchatela bien —dijo—. Se coge mucho aire cuando se va en moto.
Cuando se fueron, abrió un armario, sacó un vaso y una botella, se sirvió un poco de
whisky
y llenó el vaso de agua, que tomó de un botijo que había en el suelo, junto a la pared. Luego, con el vaso en la mano, bebiendo a pequeños sorbos, se acercó al gran mapa colgado en la pared y estudió las posibilidades de la ofensiva al norte de Navacerrada.
—Me alegro de que le toque a Golz y no a mí —dijo al oficial que estaba sentado delante de la mesa. El oficial no contestó y, cuando el teniente coronel levantó los ojos del mapa para mirarle, vio que estaba dormido con la cabeza sobre los brazos. El teniente coronel se acercó a la mesa y colocó los dos teléfonos de manera que rozasen la cabeza del oficial, uno a cada lado. Luego se volvió al armario, se sirvió un nuevo
whisky
con agua y de nuevo se puso a estudiar el mapa.
Sujetándose con fuerza al asiento, mientras Gómez bregaba con el motor, Andrés agachó la cabeza, para sortear el viento, y la motocicleta comenzó su carrera, entre el estrépito de las explosiones, hendiendo con sus luces la oscuridad de la carretera bordeada de álamos; la luz de los faros se hacía más suave cuando la carretera descendía por entre las brumas del lecho de un arroyo y más intensa cuando volvía a subir el camino.
Frente a ellos, un poco más allá, en un cruce de caminos, el faro alumbró la masa de los camiones vacíos que regresaban de las montañas.
P
ABLO SE DETUVO
y se apeó del caballo. Robert Jordan oyó en la oscuridad el crujido de las monturas y el pesado resoplar de los hombres según ponían pie a tierra, así como el tintineo del freno de un caballo que sacudía la cabeza. El olor de los caballos, el olor de los hombres, olor agrio de personas sin aseo, acostumbradas a dormir vestidas, y el olor rancio, a leña ahumada, de los de la cueva se confundió en uno solo. Pablo estaba de pie a su lado y le llegaba un olor a vino y a hierro viejo, semejante al gusto de una moneda de cobre cuando se mete en la boca. Encendió un cigarrillo, cuidando bien de cubrir la llama con sus manos, aspiró profundamente y oyó decir a Pablo en voz muy baja:
—Coge el saco de las granadas, Pilar, mientras atamos a los caballos.
—Agustín —dijo Robert Jordan en el mismo tono de voz—, Anselmo y tú venís conmigo al puente. ¿Tienes el saco de los platos para la máquina?
—Sí —dijo Agustín—; ¿cómo no?
Robert Jordan fue hasta donde Pilar estaba descargando uno de los caballos, ayudada por Primitivo.
—Oye, mujer —susurró.
—¿Qué pasa? —le contestó ella, tratando de amoldar al mismo tono su ronca voz, mientras desataba una cincha.
—¿Has comprendido bien que no se debe comenzar el ataque mientras no oigas caer las bombas?
—¿Cuántas veces tienes que repetírmelo? —preguntó Pilar—. Te estás volviendo una vieja gruñona, inglés.
—Es sólo para estar seguro —dijo Robert Jordan—; y después de la destrucción del puesto te repliegas sobre el puente y cubres la carretera desde arriba, para proteger mi flanco izquierdo.
—Lo comprendí la primera vez que lo explicaste. ¿O es que no comprendo nada? —susurró Pilar—. Ocúpate de tus asuntos.
—Que nadie haga ningún movimiento, que nadie dispare ni arroje una bomba antes que se haya oído el ruido de la voladura —dijo Robert Jordan, siempre en voz baja.
—No me aburras más —contestó Pilar, encolerizada—. Entendí muy bien todo eso cuando estuvimos en el campamento del Sordo.
Robert Jordan se acercó a Pablo, que estaba atando los caballos.
—No he atado más que los que podrían asustarse —explicó Pablo—. Los otros están atados de manera que basta tirar de la cuerda para desatarlos. ¿Te das cuenta?
—Bueno.
—Voy a explicar a la muchacha y al gitano cómo tienen que hacer para manejarlos —dijo Pablo. Sus nuevos compañeros estaban de pie, apoyados en sus carabinas, formando un grupo aparte.
—¿Lo has entendido todo? —preguntó Robert Jordan.
—¿Cómo no? —dijo Pablo—. Destruir el puesto, cortar los hilos, volver al puente. Cubrir el puente hasta que tú lo hagas saltar.
—Y no hacer nada hasta que no comience la voladura —insistió Jordan.
—Eso es.
—Bueno, entonces, buena suerte.
Pablo gruñó a modo de contestación. Luego dijo:
—Nos cubrirás bien con la máquina y con la otra máquina pequeña cuando volvamos, ¿no es cierto, inglés?
—De primera. Os cubriré de primera.
—Entonces, eso es todo. Pero en ese momento conviene que prestes bien atención, inglés. No será fácil si no estás sobre ello.
—Cogeré la máquina yo mismo —dijo Robert Jordan.
—¿Tienes mucha práctica? Porque no tengo ganas de que me mate Agustín, con todas las buenas intenciones que tiene.
—Tengo mucha práctica. Ya verás. Y si Agustín se sirve de una de las dos máquinas, me cuidaré de que dispare bien por encima de tu cabeza. Muy alto, siempre por encima de tu cabeza.
—Entonces, nada más —dijo Pablo. Luego dijo en voz baja, en tono de confianza—: No tenemos caballos para todos.
«Este hijo de perra —pensó Robert Jordan—. Se creerá que no lo entendí la primera vez.»
—Yo iré a pie —dijo Robert Jordan—; los caballos son para ti.
—No, habrá un caballo para ti, inglés —dijo Pablo en voz baja—. Habrá caballos para todos nosotros.
—Los caballos son tuyos —dijo Robert Jordan—. No tienes que contar conmigo. ¿Tienes bastantes municiones para tu nueva máquina?
—Sí —contestó Pablo—. Todas las que llevaba el jinete. No he disparado más que cuatro tiros, para ensayar. La probé ayer en las montañas.
—Entonces, vamos —dijo Robert Jordan—; hay que estar allí muy temprano y escondernos bien.
—Vámonos todos —dijo Pablo—. Suerte, inglés.
«Me pregunto qué es lo que piensa ahora este bastardo —se dijo Robert Jordan—. Tengo la impresión de saberlo. Bueno, eso es cosa suya. A Dios gracias, no conozco a los nuevos.»
Le tendió la mano y dijo:
—Suerte, Pablo. —Y se estrecharon la mano en la oscuridad.
Robert Jordan, al tender su mano, esperaba encontrarse con algo así como la mano de un reptil o la de un leproso. No sabía cómo era la mano de Pablo. Pero, en la oscuridad, aquella mano que apretó la suya, la apretó francamente y él devolvió la presión. Pablo tenía una mano buena en la oscuridad y su contacto dio a Robert Jordan la impresión más extraña de todas las que había experimentado aquella madrugada. «De manera que tenemos que ser aliados ahora —pensó—. Hay siempre muchos apretones de manos entre aliados, sin hablar de las declaraciones y de los abrazos. Por lo que hace a los abrazos, me alegro de que podamos pasar sin ellos. Creo que todos los aliados son del mismo estilo. Se odian siempre
au fond
; pero ese Pablo es un tipo raro.»
—Suerte, Pablo —dijo, y apretó aquella extraña mano, firme, decidida y dura—. Te cubriré bien; no te preocupes.
—Siento haberte quitado el material —dijo Pablo—; fue un error.
—Pero me has traído lo que necesitábamos.
—No pongo esto del puente en contra tuya, inglés. Le veo buen fin —dijo Pablo.
—¿Qué estáis haciendo vosotros dos? ¿Os habéis vuelto maricones? —preguntó Pilar, surgiendo bruscamente al lado de ellos en la oscuridad—. No te faltaba más que eso —le dijo a Pablo—. Vamos, inglés, acaba con las despedidas, antes que éste te robe el resto de tus explosivos.
—No me entiendes, mujer. El inglés y yo nos entendemos.
—Nadie te entiende; ni Dios ni tu madre —dijo Pilar—. Ni yo. Vete, inglés; despídete de la rapadita y vete. Me cago en tu padre; creo que tienes miedo de ver salir el toro.
—Tu madre —replicó Robert Jordan.
—Tú no has tenido jamás una —susurró alegremente Pilar—. Y ahora, vete, porque tengo muchas ganas de que todo comience, para que haya terminado. Vete con tus hombres —dijo a Pablo—. Cualquiera sabe el tiempo que va a durar su hermosa resolución. Tienes uno o dos que no cambiaría ni por ti. Llévatelos y vete.