»Si nuestro padre no hubiera sido republicano, Eladio y yo seríamos soldados de los fascistas en este momento; y si fuéramos soldados con ellos no sería la cosa tan complicada. Obedeceríamos las órdenes, viviríamos y moriríamos, y, en fin de cuentas, ocurriría lo que tuviera que ocurrir. Es más fácil vivir bajo un régimen que combatirlo. Esta lucha clandestina es una cosa en la que hay muchas responsabilidades. Muchos trabajos, si uno quiere tomárselos. Eladio tiene más cabeza que yo. También se preocupa más que yo. Yo creo verdaderamente en la causa, pero no me preocupo. Sin embargo, es una vida en la que hay muchas responsabilidades. Me parece que hemos nacido en una época muy difícil. Me parece que cualquiera otra época debió de ser más fácil. Uno no sufre mucho porque está habituado a aguantar el sufrimiento. Los que sufren no pueden acomodarse a este clima. Pero es una época de decisiones difíciles. Los fascistas han atacado y se han decidido a hacerse con nosotros. Luchamos para vivir. Pero quisiera poder atar un pañuelo a ese arbusto, ahí detrás, y volver un día a coger los huevos, a hacerlos empollar por una gallina y ver a los perdigones en mi corral. Me gustaría hacer esas cosas sencillas y corrientes.
»Pero ¡si no tienes casa ni corral! Y por lo que hace a la familia, sólo tienes un hermano que va mañana al combate, y no posees nada más que el viento, el sol y unas tripas vacías en este momento. El viento, apenas corre. Y no hay sol. Tienes cuatro bombas de mano en tu bolsillo; pero no sirven más que para tirarlas. Tienes una carabina a la espalda, pero no es buena más que para disparar balas. Llevas un papel que tienes que entregar. Y tienes una buena cantidad de estiércol que podrías dar a la tierra, en este momento —pensó, sonriendo, en medio de la noche—. Podrías también mojarla orinándote encima. Todo lo que tienes son cosas que dar. Bueno, eres un fenómeno de filosofía y un hombre muy desgraciado», se dijo, sonriendo de nuevo. Pero, a pesar de todos estos nobles pensamientos, hacía poco que había tenido aquella sensación de alivio que siempre acompañaba al ruido de la lluvia en la aldea la mañana de la fiesta. Más allá, en la cima de la cresta, estaban las posiciones gubernamentales, en donde sabía que iba a ser interpelado.
R
OBERT
J
ORDAN
estaba nuevamente en su saco de dormir al lado de María, que no se había despertado en todo el tiempo. Se volvió del otro lado y sintió el cuerpo esbelto de la muchacha contra su espalda, y este contacto se le antojó una ironía en aquellos momentos. «Tú, tú —se decía furioso contra sí mismo—. Sí, tú. Tú te habías dicho la primera vez que le viste que cuando se mostrara amistoso estaría a pique de traicionarte. Tú, tú, especie de imbécil. Tú, condenado cretino. Pero, basta, tienes otras cosas que hacer. ¿Qué probabilidades caben de que haya escondido o arrojado esas cosas en algún sitio? Ninguna. Además, no podrás encontrar nada en la oscuridad. Debe de habérselas llevado consigo. También se llevó dinamita. ¡Oh, el puerco canalla, el cerdo traicionero! El inmundo cochino. ¿No se pudo dar por satisfecho llevándose los detonadores y los fulminantes? Pero ¿cómo he sido yo tan cretino como para dejárselos a esa condenada mujer? El maligno e inmundo puerco. El cochino cabrón. Basta, cálmate.»
Había que aceptar los riesgos y era lo mejor que podía hacerse. «Pero estás cagado —se dijo—. Cagado hasta bien arriba. Conserva tu j... sangre fría, acaba con tu cólera y deja de gemir como una damisela contra el Muro de las Lamentaciones. Se ha marchado. Rediós, se ha marchado. Al diablo ese puerco. Puedes abrirte paso entre la mierda, si quieres. Tienes que arreglártelas como puedas. Tienes que volar ese puente, así tengas que ponerte allí delante y... Bueno, basta ya de ese estilo. ¿Por qué no consultas a tu abuelito? Mierda para mi abuelito. Y mierda para este país de traidores, y mierda para todos los españoles de cualquier bando, y que se vayan todos al diablo. Que se vayan todos a la mierda, Largo, Prieto, Asensio, Miaja, Rojo; todos. Me cago en ellos y que se vayan todos al diablo. Me cago en este j... país de traidores. Me cago en su egoísmo, en su egoísmo, en su egoísmo, en su vanidad, en su traición. Mierda, y al diablo con todos ellos. Me cago en ellos aunque tenga que morir por ellos. Me cagaré en ellos aunque haya muerto por ellos. Me cago en ellos y al diablo con ellos. Dios, mierda para Pablo. Pablo es como todos. Dios tenga piedad de los españoles. Cualquiera de sus dirigentes los traiciona. El único hombre decente en dos mil años fue Pablo Iglesias. Y ¿quién sabe cómo se hubiese comportado en esta guerra? Me acuerdo del tiempo en que yo creía que Largo era un tipo decente. Durruti era un tipo decente, pero sus gentes le mataron en el Puente de los Franceses. Le mataron porque quería obligarlos a atacar. Le mataron en la gloriosa disciplina de la indisciplina. Los cochinos cobardes. Mierda para todos ellos. Y ese Pablo, que se llevó mis fulminantes y la caja de los detonadores. Mierda para él hasta el cuello. Pero no. Es él quien se ha cagado en nosotros. Siempre ha pasado lo mismo, desde Cortés y Menéndez de Avilés hasta Miaja. Fíjate en lo que Miaja hizo con Kleber. Ese cerdo calvo y egoísta. Ese estúpido bastardo de cabeza de huevo. Me cago en todos los cochinos, locos, egoístas y traidores que han gobernado siempre a España y dirigido sus ejércitos. Me cago en todos menos en el pueblo, y cuidado con él cuando llegue al poder.»
Su rabia empezaba a disminuir a medida que exageraba más y más y esparcía más ampliamente su desprecio, llegando hasta límites de injusticia que ni él mismo podía admitir. Si es eso verdad, ¿qué has venido a hacer aquí? No es verdad, y tú lo sabes. Fíjate en todos los que son decentes. No podía soportar el ser injusto. Detestaba la injusticia tanto como la crueldad. Y siguió debatiéndose en la rabia que cegaba su entendimiento, hasta que, gradualmente, la rabia fue mitigándose, hasta que la cólera, roja, negra, cegadora y asesina, fue disipándose, dejando su espíritu tan limpio, descargado y lúcido como el de un hombre momentos después de haber tenido relaciones sexuales con una mujer a quien no ama en absoluto.
«Y tú, tú, pobre conejito —dijo, inclinándose sobre María, que sonrió en sueños y se apretó contra él—. Creo que si hubieras hablado hace un momento te habría pegado. ¡Qué bestia es un hombre enfurecido!»
Se tumbó junto a ella y la cogió en sus brazos; apoyó la barbilla en su espalda y trató de imaginar con precisión lo que tendría que hacer y cómo tendría que hacerlo.
En realidad, la cosa no era tan mala como había supuesto. «Verdaderamente, la cosa no es tan mala. No sé si alguien lo habrá hecho alguna vez; pero siempre habrá gente que lo haga de ahora en adelante en una zarabanda parecida. Si lo hacemos nosotros y si ellos logran enterarse. Si se enteran de cómo lo hemos hecho. Si no, se preguntarán únicamente cómo lo hicimos. Somos demasiado pocos, pero no sirve de nada el preocuparse por ello. Volaré el puente con los que tenga. Dios, me alegro de no estar ya encolerizado. Es como cuando uno se siente incapaz de respirar en medio de una tormenta. Y enfurecerse es uno de esos condenados lujos que no puedo permitirme.»
—Todo está arreglado, guapa —dijo en voz baja, contra la espalda de María—. No has sido molestada por el incidente; ni siquiera has sabido nada de él. Quizá nos maten, pero volaremos el puente. No tienes por qué preocuparte. No es gran cosa como regalo de boda. Pero ¿no se dice que una buena noche de sueño no tiene precio? Has tenido una buena noche de sueño. Procura llevarte esto como un anillo de prometida. Duerme, guapa. Duerme a gusto, amor mío. No te despertaré. Es todo lo que puedo hacer por ti en estos momentos.
Se quedó sosteniéndola entre sus brazos, con la mayor suavidad, oyendo su respiración regular y sintiendo los latidos de su corazón, mientras llevaba la cuenta del paso de las horas en su reloj de pulsera.
A
L LLEGAR A LAS POSICIONES
de las tropas gubernamentales, Andrés gritó. Es decir, después de echarse a tierra, por la parte que formaba una especie de zanja, dio voces hacia el parapeto de tierra y roca. No había línea continua de defensa, y hubiera podido pasar fácilmente a través de las posiciones en la oscuridad y deslizarse en el territorio gubernamental antes de tropezarse con alguien que le detuviera. Pero le pareció más seguro y más sencillo darse a conocer.
—Salud —gritó—. Salud, milicianos.
Oyó el ruido del cerrojo de un fusil al correrse y al otro lado del parapeto alguien disparó. Se oyó un ruido seco y un fogonazo amarillo que iluminó la oscuridad. Andrés se pegó contra el suelo al oír el ruido, con la cabeza fuertemente apretada contra la tierra.
—No disparéis, camaradas —gritó Andrés—. No disparéis. Quiero pasar.
—¿Cuántos sois? —gritó alguien desde el otro lado del parapeto.
—Uno. Yo solo.
—¿Quién eres tú?
—Andrés López, de Villaconejos. De la banda de Pablo. Traigo un mensaje.
—¿Traes fusil y equipo?
—Sí.
—No podemos dejar que pase nadie con fusil y equipo —dijo la voz—. Ni a grupos de más de tres.
—Estoy solo —gritó Andrés—. Es importante; dejadme pasar.
Podía oírlos hablar detrás del parapeto, pero no entendía lo que decían. Luego, la voz gritó:
—¿Cuántos sois?
—Uno. Yo. Solo. Por amor de Dios.
Volvían a oírse las chácharas al otro lado del parapeto.
—Escucha, fascista.
—No soy fascista —gritó Andrés—. Soy un guerrillero de la cuadrilla de Pablo. Vengo a traer un mensaje para el Estado Mayor.
—Es un chalado —oyó decir—; tírale una bomba.
—Escuchad —dijo Andrés—; estoy solo. Estoy completamente solo. —Lanzó un fuerte improperio.— Dejadme pasar.
—Habla como un cristiano —dijo alguien, y oyó risas.
Luego, otro dijo:
—Lo mejor será tirarle una bomba.
—No —gritó Andrés—; sería un error. Se trata de algo muy importante. Dejadme pasar.
Era por eso por lo que nunca le habían gustado aquellas excursiones de ida y vuelta por entre las líneas. Unas veces las cosas iban mejor que otras. Pero nunca eran fáciles.
—¿Estás solo? —repitió la voz.
—Me cago en la leche —repitió Andrés—. ¿Cuántas veces hace falta que te lo diga? Estoy solo.
—Entonces, si es verdad que estás solo, levántate y sostén tu fusil por encima de la cabeza.
Andrés se levantó e izó con las dos manos su carabina por encima de su cabeza.
—Ahora, pasa por la alambrada. Te estamos apuntando con la máquina —dijo la voz.
Andrés estaba en la primera línea zigzagueante de alambre espinoso.
—Tengo necesidad de usar las manos para pasar entre los alambres —gritó.
—Hubiera sido más sencillo tirarle una bomba —dijo una voz.
—Déjale que baje el fusil —dijo otra voz—. No puede atravesar la alambrada con las manos en alto. Nadie podría.
—Todos estos fascistas son iguales —dijo la primera voz—. Piden una cosa y detrás otra.
—Escuchad —gritó Andrés—. No soy fascista; soy un guerrillero de la banda de Pablo. Hemos matado nosotros más fascistas que el tifus.
—¿La banda de Pablo? No la conozco —dijo el hombre que parecía mandar el puesto—. Ni a Pedro ni a Pablo ni a ningún santo apóstol. Ni a sus cuadrillas. Échate al hombro tu fusil y ponte a usar tus manos para atravesar la alambrada.
—Antes que te descarguemos encima la máquina —gritó otro.
—¡Qué poco amables sois! —gritó Andrés.
—¿Amables? —se extrañó alguien—. Estamos en guerra, hombre.
—Ya me lo parecía —dijo Andrés.
—¿Qué es lo que ha dicho?
Andrés oyó de nuevo el ruido del cerrojo.
—Nada —gritó—. No decía nada. No disparéis antes de que haya salido de esta puñetería de alambrada.
—No insultes a nuestra alambrada —gritó alguien—. O te tiramos una bomba.
—Quiero decir qué buena alambrada —gritó Andrés—. ¡Qué buena alambrada! ¡Qué hermosos alambres! Buenos para un retrete. ¡Qué preciosos alambres! Ya llego, hermanos, ya llego.
—Tírale una bomba —dijo una voz—. Te digo que es lo mejor que podemos hacer.
—Hermanos —dijo Andrés. Estaba empapado de sudor y sabía que el que aconsejaba el uso de la bomba era perfectamente capaz de arrojar una granada en cualquier momento—. Yo no soy nadie importante.
—Te creo —dijo el hombre de la bomba.
—Tienes razón —dijo Andrés. Se abría paso prudentemente por entre los cables de la última alambrada y ya estaba muy cerca del parapeto—. Yo no soy nadie importante. Pero el asunto es serio. Muy serio.
—No hay nada más serio que la libertad —gritó el hombre de la bomba—. ¿Crees que hay algo más serio que la libertad? —preguntó severamente.
—Pues claro que no, hombre —dijo Andrés, aliviado. Sabía que tenía que habérselas con aquellos chiflados de los pañuelos rojos y negros—. ¡Viva la libertad!
—¡Viva la FAI! ¡Viva la CNT! —le respondieron desde el parapeto—. ¡Viva el anarcosindicalismo y la libertad!
—¡Viva nosotros! —gritó Andrés.
—Es uno de los nuestros —dijo el hombre de la bomba—. Y pensar que hubiera podido matarle con esto...
Miró la granada que tenía en la mano profundamente conmovido, mientras Andrés subía por el parapeto. Cogiéndole entre sus brazos, con la granada siempre en sus manos, de forma que quedaba apoyada en el omóplato de Andrés, el hombre de la bomba le besó en las dos mejillas.
—Me alegro de que no te haya ocurrido nada, hermano —le dijo—. Me alegro mucho.
—¿Dónde está tu oficial? —preguntó Andrés.
—Soy yo quien manda aquí —dijo un hombre—. Déjame ver tus papeles.
Se los llevó a un refugio y los examinó a la luz de una vela. Había el pequeño cuadrado de seda con los colores de la República y, en el centro, el sello del S. I. M. Había el salvoconducto con su nombre, su edad, su estatura, el lugar de su nacimiento y su misión, que Robert Jordan le había redactado en una hoja de su cuaderno de notas y sellado con el sello de goma del S. I. M. y había, en fin, los cuatro pliegos doblados del mensaje para Golz, atados con un cordón, sellados con un sello de cera, timbrados con el sello de metal S. I. M., que estaba fijado a la otra extremidad del sello de goma.
—Esto lo he visto ya —dijo el hombre que mandaba el puesto devolviéndole el trozo de seda—. Esto lo tenéis todos; ya lo conozco. Pero esto no prueba nada sin esto. —Cogió el salvoconducto y volvió a leerlo—. ¿Dónde has nacido?